Cuando sonaron los disparos del cañón de la isla, Ruark pasó un momento de inquietud Y esperó que Harripen y la tripulación se volvieran contra él. Los hombres estaban agrupados en el alcázar, mirando hacia tierra, y por el momento parecían haberse olvidado de él. Como no vio que hicieran movimientos amenazadores, siguió trabajando en sus ataduras en un intento de aflojar las cuerdas que le sujetaban apretadamente las muñecas. Momentos después fue nuevamente interrumpido, por Harripen, quien llamó a varios hombres para que se reunieran con él y señaló hacia la costa. Ruark no podía ver nada de lo que sucedía allí pero le alivió comprobar que no le dedicaban más atención. Redobló sus esfuerzos pero los nudos estaban muy bien hechos.
Harripen reinició sus paseos por la cubierta de la goleta y Ruark poco adelantó con sus ataduras. La noche quedó silenciosa, los únicos sonidos eran los crujidos del barco y el golpear de las olas contra el casco, además de una ocasional voz apagada. En la isla de Trahern parecía no haber más actividad.
Casi habían volteado dos veces el reloj de arena cuando hubo un grito desde la cofa y corrió la novedad de que regresaba el grupo de desembarco. Aunque eso estaba lejos de sus esperanzas, Ruark suspiró aliviado. Por la gracia de Dios, aún podría sobrevivir.
Sin embargo, ese pensamiento duró poco y él se preparó para lo peor cuando Harripen vino desde el alcázar blandiendo su machete. Ruark se tranquilizó considerablemente cuando comprendió que el golpe no estaba destinado a él sino que fue un rápido corte que lo liberó de sus ataduras. Rápidamente, Ruark se libró de las cuerdas
– Parece que dijiste la verdad, muchacho -dijo el hombre por sobre su hombro-. Ahora vienen nuestros hombres.
Se oyó un silbido y pronto los piratas subieron a bordo, trayendo sacos y cofres llenos de botín. Ruark aprovechó la distracción y retrocedió hacia las sombras del extremo más alejado de la cubierta. Estaba quitándose las sandalias con la intención de arrojarse al agua y nadar hasta la costa cuando un cofre grande, tallado, con una ornamentada cerradura de bronce, fue izado sobre cubierta. Ruark se llenó de aprensiones cuando reconoció el arcón que solía estar debajo del retrato de Georgiana, en la casa de Trahern. Fueron necesarios seis hombres para pasar sobre la borda el voluminoso objeto, el cual cayó sobre cubierta con un golpe que delataba su peso. Ruark se acercó y empezó a sentir un helado temor.
Desde los botes, un grito ahogado atravesó el aire e hizo que a Ruark se le erizara la piel del cuello. Esperó tensamente mientras Pellier, el mestizo francés, trepó por el costado del barco y se volvió para subir a bordo una forma que se retorcía, cubierta por un saco de arpillera firmemente atado con cuerdas, De un extremo asomaban unos tobillos finos y unos pies descalzos y pequeños.
Ruark juró entre dientes y se acercó a la luz de la linterna mientras las ataduras eran aflojadas y el saco arrancado. Entonces se encontró mirando a los ojos verdes más furiosos que jamás había visto.
Tu. -exclamo Shanna-.Tu… canalla.
Shanna aferró un remo corto que estaba apoyado en la borda, y antes que nadie pudiera impedirlo, lo lanzó con toda sus fuerzas contra la cabeza de Ruark. El lo esquivó fácilmente y el arma se quebró contra el mástil a espaldas de él. Shanna lo miró con los ojos llenos de lágrimas y de todo el odio de que era capaz.
– ¡Malditos tontos, estúpidos! -rugió Ruark, interrumpiendo las fuertes risotadas de Pellier-. ¿No saben lo que han hecho? ¡Esta es la hija de Trahern y él vendrá en pos de ustedes sediento de venganza!
– ¡Ajá, y yo me ocuparé de que te cuelgue a ti primero! -gritó Shanna-. ¡Y después me reiré cuando arroje tu cadáver para alimentar a los tiburones!
Ante la furiosa andanada, Ruark se inclinó burlonamente. El conocía bien lo precario de su situación. Si sólo hubiera tenido que preocuparse por él, habría sido fácil escapar. Pero otra cosa sería la fuga de él y ella.
Otros tres prisioneros fueron traídos a bordo y Ruark reconoció a tres siervos. Fueron arrojados rudamente contra la borda y amarrados juntos allí. Seguirían viviendo en esclavitud, pensó Ruark, pero ahora bajo el látigo siempre listo de amos menos que humanos.
Ruark se volvió hacia Shanna. La miró con aparente lujuria pero en su mente no había lugar para pensamientos libidinosos. Por el momento Pellier y Harripen estaban más interesados en los tesoros materiales que eran izados a bordo desde los botes y habían dejado a la bella cautiva al cuidado de varios hombres.
– Traidor -siseó Shanna mirando a Ruark.
– Traidor no, mi lady. -Su voz fue baja y sólo llegó a los oídos de ella-. Una simple víctima de un capricho de mujer. Estudié las posibilidades y aproveché lo mejor que tenían para ofrecerme.
Shanna estaba furiosa. El haber sentido un asomo de remordimiento por sus actos ahora le resultaba una cosa muy amarga de tragar.
– ¡Miserable hijo de perra! -dijo ella-. ¡Bastardo maldito y despreciable!
Ruark rió sardónicamente bajo esa lluvia de insultos. La bata de ella estaba abierta y el camisón de. batista que llevaba debajo atraía la mirada de él. Ruark se percató que el espectáculo estaba haciendo efecto en la tripulación, porque los hombres empezaban a acercarse desde diferentes partes del barco para ver mejor a esta deslumbrante beldad cuyo cabello caía en maravilloso desorden sobre sus hombros y brillaba como oro a la luz de la linterna.
Súbitamente, Shanna sintió las atrevidas manos de Ruark que le acariciaban rudamente los pechos. Ahogada de furia, se apartó, cerró su bata y la ajustó con el cinturón.
– Esta vez has traicionado a mi padre -dijo ella entre dientes-. Y él te cazará como el perro que eres.
– ¡Traicionado! -Ruark rió cáusticamente y continuó, en tono burlón y despectivo-: No, señora. Le ruego que reflexione. Yo solamente buscaba los favores de mi propia esposa. Fue ella quien traicionó perversamente mi confianza…
– ¡Sucia rata de albañal! ¡Vagabundo repugnante! -Lívida de cólera, Shanna se abalanzó y trató de arañarlo en la cara. Ruark la tomó de las muñecas y la apretó brutalmente contra él. Shanna ahogó una exclamación de dolor. Aunque echó mano a todas sus energías, no pudo escapar y finalmente se desplomó contra él. Las lágrimas caían de sus largas pestañas y Ruark la oyó murmurar, en rencoroso desafío: – ¡Ojalá que Hicks te hubiera colgado!
Ruark le tomó el mentón y la obligó a levantar la vista.
– Hasta ahora -dijo- he sobrevivido a esta última traición tuya. Pero si me acompaña la suerte, como hasta ahora, sacaré ventaja de esta situación.
La empujó hacia las manos huesudas de Gaitlier, el marchito sirviente del capitán Pellier.
– Vigila a la muchacha y no dejes que nada le suceda -ordenó Ruark. Se acercó a la borda y miró hacia la aldea.
– Pellier, dame tu anteojo -dijo después de un momento.
Recibió el instrumento sin demora y con él observó el puerto. Pudo ver, a la luz de la luna, los mástiles de un barco y alcanzó a percibir movimiento en él. Devolvió el anteojo al francés.
– Ya están alistando al Hampstead. Pronto sentirán el fuego de sus cañones.
Ruark sabía la carnicería que una andanada podía hacer, en un barco y que la misma no perdonaba a nadie. Suponía que la ira de Trahern ante este ataque debía ser terrible y se preguntaba cómo se había originado. Si el hacendado supiera que habían raptado a su hija, procedería con cautela, pero Ruark no podía correr el riesgo. El Good Hound tenía cañones pequeños en la proa y dos en la popa además de varios falconetes giratorios en los costados. Los cañoncitos de nada servirían contra la fragata, pero la goleta era esbelta y con sus velas ennegrecidas podría escabullirse fácilmente..
Ruark se volvió y enfrentó al silencioso grupo.
– A menos que tengan ganas de nadar un buen trecho en la noche, compañeros, sugiero que nos pongamos en camino.
Harripen era un hombre más decidido que los otros, y gritó:
– El tiene razón.
El inglés puso a los marineros en acción con una catarata de órdenes.
– Suban esos botes a bordo. Vamos, Pincha -le dijo al viejo marinero que montaba guardia en el castillo de proa-: leva esa maldita ancla. y Barrow, trae cada pulgada de velamen negro que puedas encontrar.
Después se volvió y, con más calma, sonrió a la cara ceñuda y llena de cicatrices de Pellier.
– Perdona, Robby. Este es tu barco. Si quieres poner proa a Mare's Head estaremos muy contentos.
El francés dio un fuerte golpe a uno de los hombres que habían bajado a tierra con él.
– Hubiéramos podido partir sin ser advertidos si tú no hubieras dejado escapar de la casa a la otra perra.
Su víctima se encogió y retrocedió tropezando bajo el ataque del hombre.
– No fui yo quien dejó escapar a esa escocesa lengua de víbora. ¡Fue Tully! Ella 1o pateó en los cojones y escapó hacia la aldea.
– Haré que 1o castren -amenazó Pellier y fue hacia-popa. Tully, un hombre flaco, miró dubitativo a su capitán.
– Pero capitán -dijo- si no hubiera sido por ella, no habríamos atrapado a estos tres que llegaron corriendo después del llamado.