Medianoche, 18 de noviembre de 1749
Londres
La noche ceñía a la ciudad con una oscuridad fría y brumosa. Pesaba en el aire la amenaza del invierno. Un humo acre irritaba las fosas nasales y la garganta porque en todos los hogares los fuegos eran alimentados y atizados para combatir el frío, traído por el mar, que penetraba hasta los huesos. Nubes bajas dejaban caer finas gotas de humedad que se mezclaban con el hollín arrojado por las incontables chimeneas de Londres ames de depositarse en una delgada película sobre todas las superficies.
La inhospitalaria lobreguez ocultaba el paso de un carruaje que rodaba por las calles estrechas como si huyera de un terrible desastre. El vehículo se sacudía y equilibraba precariamente sobre el empedrado y sus ruedas lanzaban a los lados cataratas de agua y lodo. En la calma que seguía al paso del coche, el sucio líquido volvía a acumularse lentamente en charcos como espejos negros, quebrados por la caída de gomas o surcados por nítidas ondulaciones paralelas. El cochero, ominosa mente corpulento, embozado en su capote, tiraba de las riendas y profería juramentos contra los dos caballos rucios, pero su voz se perdía entre el pesado golpear de los cascos y el ruido de las ruedas sobre las piedras desiguales. El estrépito retumbaba en la noche con mil ecos que parecían venir de todas partes. La forma oscura del carruaje cruzaba raudamente los sectores débilmente iluminados por las linternas de las fachadas barrocas frente a las que pasaba. Desde lo alto, gárgolas agazapadas en los aleros hacían muecas sardónicas y soltaban una baba de hilos de lluvia por sus bocas de granito, como si tuvieran hambre de la presa que pasaba debajo de sus nidos de piedra.
Shanna Trahern se afirmó contra los mullidos cojines de terciopelo rojo del carruaje, buscando un poco de seguridad contra la alocada velocidad. Poco le preocupaban las tinieblas más allá de las cortinillas de cuero o, en realidad, cualquier otra cosa que no fueran sus propios pensamientos. Iba sola, silenciosa. Su rostro estaba desprovisto de expresión, aunque de tanto en tanto la linterna del carruaje iluminaba el interior y revelaba el fulgor vidrioso de sus ojos de color azul verdoso. Ningún hombre que ahora los mirara habría encontrado en esos ojos una traza de calidez para animado o un indicio de ternura para confortar a su corazón. La cara, tan arrebatadoramente joven y hermosa era indiferente. Sin, el habitual público de ansiosos admiradores no había necesidad de presentar una imagen encantadora o graciosa, aunque, por cierto, era raro que Shanna Trahern se empeñase en ello más allá de lo que duraba un capricho momentáneo. Si estaba de humor podía subyugar a cualquiera, pero ahora su mirada mostraba una severa determinación que habría arredrado hasta el espíritu más heroico.
Suspiró y una vez más analizó sus razonamientos en busca de una falla. Ni su belleza, ni las riquezas de su padre la habían ayudado. Tres años en los mejores colegios de Europa y Gran Bretaña la habían aburrido hasta el hartazgo. Los así llamados colegios para damas se ocupaban más de modales cortesanos, modas y las diversas y tediosas formas de labores de aguja que de las técnicas de escritura o de hacer números. Allí se había visto perseguida por su hermosura y expuesta ala doblez de jóvenes libertinos que buscaban extender sus reputaciones a expensas de ellas. Muchos sintieron el aguijón del desdén de ella y en seguida, descorazonados, se alejaron malhumorados. Cuando se supo que ella era la hija de Orlan Trahern, uno de los hombres más ricos que jamás frecuentara el mercado, todos esos jóvenes en situaciones apuradas vinieron a buscar su mano. A estos petimetres ella no pudo Soportados más que al resto y desbarató cruelmente sus sueños con palabras dolorosas como la hoja de una daga.
Su decepción con los hombres motivó el ultimátum de su padre. Empezó muy simplemente.
Cuando ella regresó de Europa, él la regañó por no haber encontrado marido.
– Con todos esos potros jóvenes y vehementes a tu alrededor, muchacha, ni siquiera has podido conseguir un hombre con un apellido para que tus hijos sean aceptados.
Las palabras picaron el orgullo de Shanna y arrancaron lágrimas a sus ojos. Indiferente a su desazón, el padre continuó, clavando más hondamente la espuela.
– ¡Maldición, muchacha! ¿Para qué he acumulado una fortuna, si no para mis descendientes? Pero si por ti fuera, no llegaría más lejos que tú tumba. ¡Diantre, yo quiero nietos! ¿Te has propuesto convertirte en una solterona que rechaza a todos los hombres que se le acercan? Tus hijos podrían ser potencias en la corte si tuvieran un título que los ayudase. Necesitarán sólo dos cosas para tener éxito en este mundo y ser aceptados por la realeza. Yo les doy una: riqueza, más riqueza de la que se puede gastar en toda una vida. Tú puedes darles la otra: un apellido que nadie se atreva a cuestionar, un apellido con un linaje tan puro y fino que necesite un buen torrente de sangre plebeya para fortalecerse. Un apellido así puede hacer tanto como las riquezas para abrir puertas. Pero sin otro apellido que Trahern, ellos serán poco más que mercaderes. -Su voz se elevó con ira-. Tengo la desgracia de haber traído al mundo una hija con un aspecto como para elegir entre las estirpes más azules, capaz de hacer que barones, condes y hasta duques se peleen por tenerla. Pero ella sueña con un caballero de plata montado en un blanco corcel y que pueda estar a la altura de su intacta pureza.
El error de Shanna fue responder a su padre bruscamente y con i palabras acaloradas. Pronto se trabaron en una tormentosa discusión que terminó abruptamente cuando él golpeó la mesa con su pesado puño y la desafió a que siguiera hablando. La cólera de él relampagueó y ardió dentro de ella.
– Tienes un año para terminar con tus fantasías -rugió él-. Tu período de gracia termina cuando cumplas veintiún años, el día que marca tu nacimiento. Si para entonces no te has casado con un miembro de la aristocracia, yo designaré al mozo dispuesto que encuentre primero, y que sea suficientemente joven para que te dé hijos, y ese será tu marido. ¡Y así tenga que arrastrarte al altar en cadenas, me obedecerás!
Shanna quedó atónita, sumida en incrédulo silencio ante esta amenaza, pero supo que él hablaba muy en serio. Una promesa de Orlan Trahern jamás dejaba de cumplirse.
Su padre continuó en tono un poco más calmo. -Puesto que estos días estamos enfadados uno con el otro, no te obligaré a soportar mi presencia. Ralston zarpa para Londres por negocios míos. Irás con él, y también con Pitney. Sé que con Pitney tú puedes hacer lo que quieras… lo has hecho desde pequeña. Pero Ralston cuidará de que ustedes dos no hagan travesuras y no se metan en problemas. Puedes llevar a tu doncella Hergus, también. El segundo día del próximo mes de diciembre termina tu plazo y regresarás a Los Camellos, con o sin esposo. Y si no has encontrado marido para entonces, el asunto quedará en mis manos.
OrIan Trahern había tenido una vida dura en su juventud. A los doce años vio cómo su padre, un salteador galés, era colgado de un árbol junto al camino por sus delitos. Su madre, obligada a trabajar de fregona, murió de fiebres palúdicas pocos años después, debilitada por el exceso de trabajo, la mala comida y los fríos del invierno. Orlan la sepultó y juró que se abriría camino y construiría una vida mejor para él y sus descendientes.
Con el perenne recuerdo del roble donde habían colgado a su padre, el muchacho trabajó duramente, sabiamente, cuidando de ser escrupulosamente honrado. Su lengua era rápida, lo mismo que su ingenio, y su mente era ágil. Pronto aprendió los usos del dinero, rentas, intereses, inversiones y, sobre todo, el riesgo calculado para obtener altos beneficios. El joven Trahern primero pidió prestado para sus empresas pero pronto estuvo usando dinero propio. Los otros empezaron a acudir a él. Todo lo que él tocaba aumentaba su fortuna y empezó a adquirir propiedades rurales, casas en la ciudad, mansiones y otras propiedades. A cambio de billetes redimibles por la Corona aceptó el título de propiedad de una pequeña y verdeante isla del Caribe, donde se retiró inmediatamente para disfrutar de sus riquezas y disponer de más tiempo para administrar el flujo de dinero en sus cuentas.
Sus éxitos le valieron el título de Lord Trahern que empezaron a otorgarle vendedores de caras sucias y comerciantes taimados, porque él era, indudablemente, el lord, el señor del mercado.
Los aristócratas usaban el título por necesidad cuando acudían a pedirle prestado, aunque por considerarlo inferior a ellos lo rechazaban socialmente. Orlan anhelaba que ellos lo aceptaran como a un igual y le resultaba difícil aceptar ese deseo en sí mismo. No era un hombre de arrastrarse y aprendió a manejar a los hombres. Ahora trataba de hacer lo mismo con su única hija. Los desaires que había recibido durante los años pasados acumulando su fortuna eran en gran parte responsables del rompimiento que ahora hacía que su hija se retrajera dentro de sí misma.
Pero Shanna tenía el mismo carácter de su empecinado y sincero padre. Mientras Georgiana Trahern vivía, ella había suavizado las diferencias y acallado las discusiones entre su marido y su hija, pero con su muerte, hacía cinco años, ellos se quedaron sin la dulce mediadora. Ahora no había nadie que pudiera disuadir gentilmente al terco de Trahern o hacerle entender a la hija sus obligaciones.
Sin embargo, con Ralston para garantizar que ella se plegara a los deseos de su padre, Shanna no tuvo oportunidad de hacer otra cosa. Después de regresar a Inglaterra no le llevó mucho tiempo encontrarse perdida entre una multitud de apellidos acompañados de diversos títulos, barón, conde y cosas así. Desapasionadamente, pudo encontrar defectos en cada uno de los pretendientes: una nariz de entremetido en éste, una mano atrevida en este otro, un ceño hosco, una tos sibilante, un orgullo pomposo.
La visión de una camisa gastada debajo de un chaleco o de una bolsa vacía y arrugada colgando de un cinturón la enfriaban abruptamente ante las ofertas de matrimonio. Consciente de que una jugosa dote la acompañaría y de que ella eventualmente heredaría una fortuna lo bastante grande para satisfacer los caprichos del más imaginativo, los pretendientes se mostraban celosos y atentos, excesivamente considera dos ante el menor de los deseos de ella, excepto el que ella declaraba más a menudo: ignoraban sus pedidos de que desaparecieran de su presencia y a veces debía hacerse ayudar por el señor Pitney. Frecuentemente, entre los solteros cortejantes estallaban reyertas que terminaban en insultos y golpes, y lo que había empezado como un tranquilo acontecimiento social o un simple paseo, a menudo se disolvía en ruinas y Shanna debía ser escoltada hasta la seguridad de su casa por Pitney, su guardián: Algunos pretendientes eran sutiles y arteros mientras que otros eran audaces y prepotentes. Pero en la mayoría ella veía que el deseo de riquezas excedía al deseo que sentían de ella. Parecía que a ninguno le interesaba una esposa que, con amor en su corazón, estuviera dispuesta a compartir la pobreza, sino que todos veían primero el oro de su padre.