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CAPITULO SIETE

Shanna galopaba a 1o largo de la playa hasta que Attila empezaba a resollar con dificultad, pero las agotadoras carreras no le producían ningún placer. Por las tardes iba a nadar, pero el agua estaba tibia y llena de algas; tampoco allí encontraba placer. En las semanas que pasaron puso especial cuidado en quedarse sola y hasta evitaba a su padre a menos que él estuviera solo. La expresión y las preguntas preocupadas de él empezaban a cansarla. Pero no podía arriesgarse a enfrentarse con ese hombre, John Ruark, de modo que evitaba las compañías.

Una tarde llena de sol Shanna buscó la intimidad de una pequeña caleta oculta debajo de los riscos en la costa occidental de la isla. Por precaución, dio con Attila un largo rodeo a fin de cabalgar por la playa

y evitar el camino que atravesaba la isla. Fustigó al semental hasta que olas le llegaron a la barriga, evitó unas rocas puntiagudas y llegó a su destino. Los acantilados se elevaban en tres de los lados. El único acceso era desde el mar. Sintiéndose segura, Shanna ató al animal Y lo dejó que ramoneara la hierba tierna que crecía al pie del acantilado.

En una estrecha franja de arena tendió una manta en la sombra y se quitó toda la ropa excepto la camisa corta. Aquí, por fin, había una privacidad que nadie podía profanar. Por un tiempo estuvo tendida, leyendo un libro de sonetos y pasándose distraídamente los dedos por el cabello mientras leía. Con el calor del día empezó a amodorrarse. Puso un brazo sobre los ojos y se durmió.

Cuando despertó 1o hizo con un sobresalto, sin poder determinar qué la había alarmado. Su mente estaba intranquila pero no parecía haber motivos para preocuparse. Los acantilados estaban desiertos y desnudos como antes. Allí no había nadie.

Más serena, Shanna trató de distraerse para ordenar sus pensamientos, se levantó y entró chapaleando en el agua. Se zambulló limpiamente y con largas y elásticas brazadas nadó una buena distancia internándose en el mar. Después empezó a jugar un juego de su infancia de buscar conchas y estrellas de mar y se zambulló para bucear contra el fondo. Por un tiempo flotó de espaldas, subiendo y bajando con las suaves olas, el cabello extendido como un abanico gigante, como alguna tímida criatura marina que desplegara su gloria solamente ante unos pocos. Un enorme petrel gris de alas inmóviles llegó sobre ella y allí quedó, acercándose para ver mejor esta extraña ninfa del mar.

Cansada del juego, Shanna regresó a la angosta playa oculta. Se secó vigorosamente con una toalla, envolvió la tela alrededor de su cabellera y se tendió de espaldas. Empezó a observar una nube algodonosa que pasaba por el cielo, la siguió hasta que tocó el borde superior de un acantilado y…

Ahogando un grito, Shanna se puso de pie. En el borde del acantilado había un hombre. Un ancho sombrero de paja le hacía sombra en la cata, tenía la camisa descuidadamente puesta sobre un hombro. Unos pantalones blancos cortos le cubrían los muslos y debajo se veían unas piernas rectas y musculosas. Shanna supo que unos ojos dorados la miraban sonrientes, burlones, desafiantes, consumiéndola.

El grito que ahora subió a su garganta esta vez no fue ahogado. Fue un grito de pura cólera. ¿No había ningún lugar donde estuviera libre de él? Furiosamente se quitó la toalla de la cabeza y la arrojó a sus pies.

– ¡Vete! -gritó y su voz resonó en la caleta- ¡Vete de aquí! ¡Déjame sola! ¡No te debo nada!

Las carcajadas de Ruark flotaron hasta ella mientras él caminaba siguiendo el borde del acantilado que rodeaba a la caleta. El empezó a cantar con rica voz de barítono y los versos, tontos y pueriles, seguían una melodía que ella había oído antes:

La altanera reina Shanna no encuentra el amor.

La altanera reina Shanna flirtea con un palomo.

El la observaba tan atentamente como ella a él. Shanna se dio cuenta con un sobresalto de que su camisa estaba empapada y se adhería a su piel como una sutil película de nieve, sin dejar ningún detalle librado a la imaginación..

Otro grito furioso ahogó la voz de él cuando ella se puso su vestido por la cabeza, sin detenerse a abrocharse la espalda. Arrojó sus otras prendas sobre la manta, a la que ató en un lío que arrojó sobre el lomo de Attila. Montó y obligó al animal a meterse en el agua.

– Buenas tardes, amor.

El grito de Ruark hizo que ella incitara al semental y una vez más las carcajadas de Ruark siguieron sonando en sus oídos hasta que, en casa por fin, ella escondió la cabeza debajo de la almohada, en su habitación.

El aire era pesado, la noche calurosa. La sábana estaba húmeda y Shanna la arrojó a un lado. No lograba conciliar el sueño y encendió una vela que dejó sobre la mesa de noche. Empezó a caminar por la habitación, buscando y verificando las sombras familiares, pero en cada una le parecía ver esa figura solitaria sobre el borde del acantilado.

Hacía mucho tiempo su madre le había enseñado que por más calor que hiciera no debía dormir desnuda. Era una orden que Shanna no se atrevía a violar, pero llegó a una solución tomando unos pocos de sus camisones más livianos y cortándolos de modo que le llegaran apenas debajo de los muslos. Una de estas prendas era la que llevaba ahora.

Aun este calor era mejor que la húmeda y brumosa Londres, musitó Shanna y tiró de la prenda que se adhería a su piel húmeda.

Salió a la galería y apoyó un muslo contra la madera fresca de la balaustrada.

La noche era serena pero ella extendió los brazos y giró lentamente con todo el cuerpo, tratando de aprovechar cualquier soplo de brisa que llegara. Levantó los brazos sobre su cabeza, se estiró, arqueó la espalda y sintió que el camisón se ponía tenso contra sus pechos.

Soltó un largo suspiro. Le gustaba nadar en las claras aguas azules, correr entre los árboles y montar en el lomo de un caballo brioso para correr con el viento por los prados. En Inglaterra no se consideraba apropiado que una dama hiciera tanto ejercicio y Shanna, aquí, disfrutaba de tener la libertad de hacerlo.

Pero últimamente algo parecía faltarle, como si hubiera otra actividad que pudiera satisfacerla más. Ella no sabía cuál era pero cuando tenía esa sensación, habitualmente le venía acompañada por el recuerdo de unos ojos cálidos y dorados que sonreían a los suyos.

Shanna apoyó las manos en la balaustrada, se inclinó hacia afuera y miró hacia la noche. Nubes aborregadas pasaban impulsadas por ráfagas de viento en las alturas. La luna, brillante, en cuarto menguante, asomaba de tanto en tanto para ocultarse en seguida tímidamente, y ponía halos de plata a las nubes.

Shanna trepó a la barandilla, apoyó en ella un pie descalzo y levantó la rodilla. Su mirada recorrió el parque. Grandes parches de oscuridad se juntaban debajo de los bananos, cuyas copas altas y extendidas daban densas sombras. Manchas de luz aparecían en el terreno pintadas por el rápida paso del pincel de la luna. Una de esas manchas de luz pasó debajo de un árbol. Shanna ahogó una exclamación, porque allí, junto a un viejo tronco, había una sombra más oscura y con más figura de hombre que el resto. Shanna se puso de pie, se inclinó contra la barandilla Y miró fijamente la figura agachada. La sombra se incorporó y el hombre se puso de pie, y ella vio que estaba desnudo excepto unos pantalones blancos, cortos.

– ¡Ruark! -El susurro salió entre sus labios entreabiertos.

El le volvió la espalda, pateó la hierba con un pie calzado con sandalia Y se alejó despreocupadamente, silbando una tonada que pareció quedar flotando detrás de él. Ahora Shanna estuvo segura. Conocía ese andar, esos pasos llenos de una gracia casi animal.

– ¡Maldito bribón! -susurró.

Shanna dio media vuelta y entró en el dormitorio con el orgullo súbitamente picado porque él no había venido a detenerse debajo de su balcón para rogarle ardientemente que le concediera sus favores. Sopló la vela, se tendió en la cama.

¿Cómo podría dormir sabiendo que él está siempre cerca, deslizándose bajo mi balcón, espiándome en todo momento?

Fastidiada, giró hasta quedar boca abajo Y apoyó el mentón en sus brazos cruzados.

¿Qué quería de ella el canalla? ¡Ja! Eso no era ningún misterio.

¡El pacto! ¡Ah maldito pacto! y él estaba empecinado en salirse con la suya. ¿El precio? Una noche con él, cuando él lo quisiera.

Shanna trató de sentirse ultrajada Y ofendida pero el pensamiento de una noche así le provocó algo similar a…

– Es solamente curiosidad -murmuró-. He probado apenas ese licor y ahora quiero probarlo más ampliamente. Es 1o que desearía cualquier mujer y yo soy una mujer Y me encuentro bien y en condiciones de poner seriamente a prueba el ardor de ese bribón. El dice que yo soy menos que una mujer que no quiero entregarse a ningún hombre. Es un tonto, porque ansío fervientemente encontrar un hombre noble que venga y me tome en sus brazos Y así doblegue toda mipasi6n a sus encantos.

Shanna cerró los ojos y trató de imaginar a ese hombre. La imagen acudió, con cabello renegrido y una mirada sonriente Y de color ámbar. Shanna abrió los ojos y frunció el ceño fastidiada.

“¡El hasta espía mis pensamientos!”

Furiosa, arrojó una almohada al suelo. ¿Qué clase de hombre era este Ruark Beauchamp que se introducía subrepticiamente en sus sueños?

Pasaron quince días y en la tarde del sábado Shanna montó a Attila sin silla ni brida y galopó siguiendo la playa hasta una distancia más allá de la aldea. Llevaba un vestido liviano y un sombrero de paja de anchas alas que protegía su piel de los ardientes rayos' del sol. Ningún calzado cubría sus delicados pies. Llevó al animal hasta el agua, subió el borde de sus faldas hasta arriba de sus rodillas y lo metió debajo de sus muslos. El viento jugó con su cabello hasta que quedó completamente libre en una masa de rizos dorados que volaban detrás de ella. Shanna se caló el sombrero y rió alegremente.

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