El día de fines de agosto gemía bajo el despiadado calor del sol. La arena de la playa estaba demasiado caliente para caminar sobre ella; hasta los niños habían dejado de jugar para retirarse al refugio de sus hogares. La isla estaba silenciosa mientras sus habitantes hundíanse en el sopor de una larga siesta. Olas de calor se elevaban de los tejados y ondeaban en el horizonte distante como miles de escamas de agua agitada. El lánguido golpear del mar sobre la costa era el único movimiento que se veía, ninguna brisa agitaba las hojas. El cielo, desprovisto de nubes, parecía que había sido blanqueado hasta perder su color azul normal por el intenso calor del día
Suspirando, Shanna dejó su balcón y entró en la frescura de su habitación para quitarse la ligera bata que con el calor le resultaba insoportable. Su cuerpo firme y joven relucía con una ligera película de transpiración debajo de la fina camisa corta y su larga y densa cabellera estaba húmeda en la nuca. Pasó unos momentos dando puntadas distraídas en una tapicería pero después renunció a eso para tenderse sobre las. frescas sábanas de la cama. La labor de aguja era nada más que un recurso para mantener ocupadas sus manos y su mente. Esta pieza la había empezado hacía años y por eso la detestaba. En sus días de colegio la había detestado aún más pues era una habilidad cuyo dominio se exigía a todas las alumnas. Sus maestras la enseñaban con diligencia y no entendían sus suspiros de frustración. En estallidos de mal carácter, ella había destrozado más de una pieza pues detestaba sus errores y carecía de paciencia para corregirlos. Los ceños de reprobación de sus mentoras se hubieran convertido en bocas abiertas por la sorpresa si hubiesen conocido sus deseos de estudiar bajo la guía del pintor Hogarth, en la academia de Saint Martin's Lane.
– ¡Qué grosería! -habrían dicho, temblando-. ¡Vaya, se dice que allí los jóvenes dibujan modelos vivas! ¡Desnudas!.
Shanna rió para sí misma y se retorció en la cama. Las profesoras no se imaginaban que algunas de sus "niñas inocentes" se ofrecían voluntariamente para la tarea, o si lo sospechaban desviaban cuidadosamente sus pensamientos.
"Pero por lo menos la labor de aguja sirve para algo" pensó Shanna. "Me evita pensar en Ruark”..
Se puso boca abajo, apoyó el mentón sobre sus brazos cruzados y cerró los ojos. Ruark casi se había convertido en parte integrante de la casa. Estaba presente en casi todas las comidas y acompañaba a su padre en sus numerosos viajes. Shanna difícilmente podía bajar la escalera sin la perspectiva de encontrado, y cada vez que encontraba su mirada, los ojos de él la devoraban con una audacia que la hacía encolerizarse. Hasta eso podía tolerado. En realidad, casi disfrutaba de la ávida atención de él. Era durante los momentos de silencio, cuando nadie estaba mirando, que esos ojos dorados se volvían hacia ella con un hambre que casi le partía el corazón, un anhelo tan intenso que ella debía desviar su mirada. Después, si su mente estaba libre para vagar, ella recordaba el contacto excitante de sus manos, el calor de los labios contra los suyos, los susurros, un recuerdo de las veces que habían hecho el amor. Ella podía oír nuevamente los murmullos, las indicaciones que la dirigían gentilmente en las maniobras del amor y evocaba el placer de esa boca en sus pezones, exigente, devoradora, ardiente, excitante…
Shanna abrió los ojos.
– ¡Señor! -susurró- ¡Mi propia mente me traiciona!
Sus pechos palpitaban debajo de la delgada tela de su camisa y sentía un doloroso vacío en su vientre. Se levantó y tomó el bastidor de la tapicería pero un momento más tarde se chupó un dedo donde la aguja había hecho brotar una gota de sangre. Cerró lentamente las manos y miró fijamente la puerta de su habitación, sabiendo que si Ruark entraba ahora ella lo recibiría con todo el deseo de su maduro cuerpo de mujer. Lo deseaba y se odiaba a sí misma por esa debilidad. En las profundidades de su ser había una pasión que sólo Ruark podía calmar y hasta mantener viva su cólera representaba una lucha desesperada.
Súbitamente se sintió cansada, cansada de tener que evitar hasta el más breve momento a solas con él. El capitán Beauchamp los había sorprendido una vez. La próxima podría ser alguien menos comprensivo, quizá hasta el mismo Orlan Trahern. La mente de Shanna giraba en círculos interminables mientras ella trataba de resolver su problema. Nuevamente se tendió sobre la cama y cuando el sueño la dominó no había hallado ninguna solución.
La noche descendió sobre la isla y el calor del día disminuyó hasta un punto en que las ropas resultaban tolerables. Una brisa leve, caprichosa, contribuyó a reducir la incomodidad cuando fue servida la cena. Tal como el día anterior, una fragata inglesa que se dirigía a las colonias había entrado en el puerto y los huéspedes en la cena de esta noche incluían a personas del barco: su capitán, un mayor de los Royal Marines, y un caballero, sir Gaylord Billingsham, quien viajaba como emisario menor. Varios de los supervisores habían traído a sus esposas y Ralston, Pitney y Ruark también estaban presentes.
El grupo se congregó en el salón donde las mujeres se reunieron en un extremo mientras los hombres se juntaban en el otro para llenar sus pipas o encender sus cigarros. Después de charlar un rato, varias damas sacaron sus labores de aguja y comenzaron en voz baja a intercambiar recetas de cocina y chismorreos. Excepto cuando le hacían preguntas directamente, Shanna se mantenía callada y fingiéndose ocupada en su labor espiaba a Ruark, quien había sacado su pipa y conversaba con los otros hombres. Llevaba una chaqueta de color castaño sobre calzones oscuros y una camisa blanca con corbatín con volantes. Su fortuna seguía aumentando y poco después de la partida de Nathanial Beauchamp había gastado parte de la misma en ropas, más sencillas y no tan formales como las que le había- obsequiado Trahern pero no menos favorecedoras para su aspecto personal. Shanna volvió su atención a su trabajo cuando una de las mujeres se inclinó hacia ella.
– Digo yo, Shanna, ¿no es ese joven Ruark un hombre guapo? -susurró la mujer.
– Sí -murmuró Shanna-, ciertamente guapo. Sonrió complacida pues pese a su declarado disgusto hacia él,
sentía un orgullo, desusado cuando alguien elogiaba a Ruark.
Prestando parte de su atención a 1o que se decía, Shanna se enteró de que sir Gaylord Billingsham estaba soltero, sin compromisos, disponible. Viajaba a las colonias en busca de apoyo financiero para un pequeño astillero que su familia había adquirido -en Plymouth.
Es un tipo extraño, murmuró Shanna, observándolo ligeramente. Era más alto que Ruark, de huesos un poco más grandes, y se movía con una curiosa gracia desgarbada rayana en la torpeza pero que parecía, por alguna razón, apropiada para su tamaño. Tenía cabello castaño claro que se rizaba en torno de su cara llamando la atención hacia ese rostro alargado, y que llevaba atado en una coleta en la nuca. Sus ojos eran claros, azul grisáceos, su boca grande y de labios carnosos, expresivos. Sus actitud iba de una vacuidad pomposa a una altanera arrogancia, aunque era rápido para sonreír ante un chiste y parecía disfrutar del"
humor a veces un poco grueso de los capataces. Su mal genio se reveló fugazmente cuando fue informado de que compartiría la mesa con un siervo. Aunque se recobró rápidamente, desde ese momento se cuidó de hablar con Ruark. A Shanna ello le resultó extrañamente desagradable.
Mientras ella lo observaba, él criticó el "sucio hábito" de fumar y sacó del bolsillo de su chaleco una pequeña caja de plata, tomó una pulgarada de rapé en el dorso de su mano y la absorbió delicadamente por una fosa nasal. Momentos después estornudó ligeramente en su pañuelo de encaje, echó la cabeza hacia atrás y suspiró.
– Ah -dijo-, realmente así nos sucede a los hombres.
Cuando los otros lo miraron, explicó:
– Primero hay que recibir el aguijón y después el placer.
Aspiró fuertemente por la nariz y dirigió su siguiente comentario al capitán de la fragata.
– Pero a pesar de todo esto, señor, debo admitir que jamás seré un marino adecuado. Aborrezco la estrechez de una cabina cuando el barco se halla en alta mar y no puedo soportar su confinamiento cuando se encuentra en un puerto seguro.
Con un floreo de su mano, se volvió hacia Trahern.
– Mi estimado señor -dijo, y elevó la nariz arrogantemente-, me parece difícil que haya aquí una buena posada o taberna donde pueda alojarme durante los días que estaré aquí ¿Quizá alguna familia de la aldea tendría facilidades para recibirme en su casa?
Dejó flotando la pregunta.
Trahern sonrió. -No será necesario, sir Gaylord -respondió-. Aquí tenemos espacio de sobra y será un placer para mí que usted se aloje con nosotros.
– Es usted muy amable, caballero Trahern. -El caballero sonrió afectadamente ante el éxito de su estratagema-. Enviaré a un hombre por mis pertenencias.
Trahern levantó una mano y negó con la cabeza. -Nosotros podemos satisfacer sus necesidades más inmediatas, señor, y si usted deseara algo más,.podemos hacer que lo traigan por la mañana. Usted será
nuestro huésped todo el tiempo que desee.
y aunque Trahern sabía que lo habían usado, lo mismo sentíase complacido ante la perspectiva de ser anfitrión de un caballero con título.
Shanna, quien había escuchado el diálogo, llamó a un sirviente y le dijo en voz baja que preparara las habitaciones de huéspedes en el ala del hacendado. Cuando el sirviente se marchó, su mirada se encontró con la de su padre. Shanna asintió ligeramente con la cabeza y Trahern reanudó su conversación, tranquilizado y orgulloso de la eficiencia de su hija.