Un silencio sepu1cral flotaba en los sórdidos corredores de la cárcel. Pero entonces una puerta fue cerrada violentamente y ¡eso rompió la quietud. Hicks despertó sobresaltado. Sintió que la frente se le cubría de sudor frío y miró con ojos asustados el rostro sombrío y contorsionado que se inclinaba sobre él.
– ¡No, no! balbuceó ímplorante mientras trataba de librarse de las frazadas y de los fantasmas de sus pesadillas.
– ¡Hicks, despierte de una vez!
La sombra se irguió e Hicks vio que se trataba de un hombre. Parpadeó y enfocó sus ojos en el grupo que estaba de pie frente a él.
Finalmente despertó por completo y su rostro adquirió una expresión de completa sorpresa cuando notó el estado en que llegaban los otros. John Craddock señaló al prisionero.
– El condenado mendigo trató de escapar -dijo el hombre con dificultad-. Nos dio mucho trabajo- sujetarlo.
– ¡Trabajo! -dijo Hicks, resoplando despreciativamente. Se puso dificultosamente de pie y examinó a sus corpulentos guardias.
Craddock tenía un labio partido, Hadley exhibía un ojo negro y el tercer guardián se tocaba la mandíbula dolorida.
– ¡Que Dios los asista si él llega a escapar! -advirtió Hicks.
Sus gruesos labios se abrieron en una sonrisa de satisfacción cuando vio el estado lamentable en que se encontraba Ruark.
– ¡Vaya! ¿Así que quisiste burlarte del verdugo?-preguntó el carcelero, y en sus ojillos apareció un fulgor de crueldad-. Puedes apostar tu vieja ramera que en este momento no me importaría romper mi bastón contra tus costillas.
Ruark miró al carcelero con una expresión de mudo desafío. Tenía la cara golpeada, magullada y ensangrentada, pero sus ojos no habían perdido su expresión indomable.
El señor Hadley se tocó delicadamente su ojo hinchado.
– Ah, ella no era una vieja ramera, compañero. Era una verdadera beldad y él pareció muy entusiasmado. Yo no me habría perdido por nada del mundo un bocado así.
Hicks miró a Ruark.
– ¿Ella hizo que se te calentara la sangre, eh? y terminaste casado pero no en la cama. Bien merecido lo tienes, bribón. -Levantó su bastón y golpeó al prisionero en un hombro-. Vamos, dinos su nombre. Quizá ella esperaba un hombre mejor que tú. Vamos, cuéntanos.
La desdeñosa respuesta de Ruark fue amarga, dura:
– Señora Beauchamp, creo.
El obeso carcelero miró a Ruark un largo momento mientras se golpeaba una palma con el bastón, pero el otro siguió mirándolo con expresión amenazadora.
– Lleven a su señoría a sus habitaciones -ordenó Hicks-. Y déjenlo encadenado. No quiero que nadie salga lastimado. Pronto se encargarán de él.
Dos días más tarde, a la mañana temprano, unos fuertes golpes en la puerta interrumpieron nuevamente los sonoros ronquidos del carcelero. Hicks se incorporó en la cama y eructó ruidosamente. Se puso furioso por haber sido despertado tan rudamente.
– ¡Voy, voy! -gritó-. ¿Quiere arrancar esa puerta de sus goznes? Ya voy.
Hicks metió sus piernas cortas y gruesas en sus calzones y sin acomodarse la larga cola de su camisa de dormir, cruzó la habitación, quitó la tranca de la puerta de hierro y abrió.
El guardia se hizo a un lado e Hicks quedó boquiabierto al ver al señor Pitney, cuyo enorme cuerpo llenaba el estrecho corredor. El hombre traía en sus fuertes brazos un atado de ropa y un cesto bien cargado del que salía un aroma tan delicioso que al carcelero se le hizo agua la boca.
Pitney entró en la habitación.
– Me envía la señora Beauchamp para cuidar del bienestar de su esposo. ¿Usted lo permitirá?
Aunque fue dicho como pregunta sonó más como una orden, e Hicks supo que no tenía otra alternativa que asentir y tomó las llaves.
En seguida miró a su visitante y su cara se contorsionó en una mueca, desagradable.
– Cualquier cosa que le hayan hecho al bribón, se lo tenía merecido -dijo.
Pitney alzó las cejas en gesto de interrogación e Hicks rió tontamente.
– Tuvimos que encadenado a la pared. Vino enloquecido, furioso. No ha tocado un solo bocado de la comida que ustedes le han estado enviando. Sólo acepta el pan y el agua que comía antes y permanece
sentado Y nos mira como si quisiera matamos cuando le llevamos lo que ustedes envían. Si pudiera nos mataría o se haría matar por nosotros.
– Lléveme con él-dijo Pitney.
– Ajá -dijo el carcelero, alzándose de hombros-. Eso haré.
El escurrirse y los chillidos de las ratas asustadas por la luz rompió el silencio de la celda débilmente iluminada. Pitney esperó a que la forma inmóvil diera alguna señal de vida y notó inmediatamente
las cadenas aseguradas a los delgados tobillos y otra más larga asegurada a la pared y a un anillo de hierro alrededor del cuello del prisionero.
– ¿Se encuentra bien, muchacho? -preguntó Pitney.
No hubo respuesta ni señales de vida y el hombre corpulento se acercó más.
– ¿Está mal herido?
La forma se incorporó y los ojos dorados brillaron en la penumbra.
– Mi ama envía para usted ropas limpias y desea saber si hay algo que podamos hacer por usted.
El colonial se puso de pie y tomó en su mano la larga cadena a fin de que no pesara sobre el grueso collar de hierro. Su cuello estaba en carne viva donde la piel había sido lastimada y había en su cara y su cuerpo marcas demasiado recientes para haber sido hechas la noche del casamiento. La camisa desgarrada dejaba ver feas señales en la espalda, como si hubieran usado un látigo. El prisionero no dio señales de haber oído ninguna de las palabras de, Pitney. Parecía un animal enjaulado y por un momento Pitney, pese a su corpulencia y su fuerza, sintió cierto temor.
Pitney sacudió su cabeza, desconcertado. Había visto a este Beauchamp como un hombre y sabía lo valeroso que era. Resultaba penoso vedo en el estado actual.
– ¡Vamos, hombre! Tome la ropa. Coma la comida. Lávese. Actúe como un hombre y no como una bestia.
Ruark, medio agachado, lo miró como un gato arrinconado.
– Dejaré esto -dijo Pitney y depositó el atado sobre la mesa-.
No necesita ser…
Un gruñido de furia lo puso sobre aviso y Pitney retrocedió en el momento que los brazos encadenados se levantaban amenazantes. La cadena golpeó la mesa.
– ¿Cree que aceptaré la caridad de ella? -dijo Ruark, escupiendo las palabras. Aferró el borde de la mesa y la cadena de su cuello se puso tirante cuando él se inclinó hacia adelante.
– ¿Caridad? -preguntó Pitney-. Este fue el pacto que ustedes hicieron y mi ama piensa cumplir su parte.
– ¡Eso fue un ofrecimiento de ella! -rugió Ruark, enloquecido de cólera-. No fue parte del pacto. -Golpeó la mesa con un puño y la partió en dos. Bajó la voz y dijo, en tono despectivo e insultante-: Dígale a esa perra que no tranquilizará su conciencia con la limosna que me envía.
Pitney no podía tolerar que insultaran a Shanna en esa forma. Se volvió para retirarse.
– ¡Y dígale a esa perra -gritó Ruark- que aunque sea en el infierno yo me ocuparé de que cumpla completamente con su parte del pacto!
La puerta se cerró ruidosamente y la celda quedó nuevamente en silencio salvo el sonido de las cadenas al arrastrarse cuando el reo caminaba.
El mensaje de Ruark, repetido crudamente, provocó un grito de indignación en Shanna. Empezó a caminar nerviosamente de un lado a otro del salón mientras Pitney aguardaba pacientemente que amainara la tormenta.
– ¡Entonces que se vaya al demonio! -dijo ella, abriendo los brazos-. He tratado de ayudarlo todo lo que me ha sido posible. Ahora esto ya, no está en mis manos. ¿Qué importancia tendrá dentro de unos pocos días?
Pitney hizo girar lentamente su tricornio en sus manos.
– El joven parece creer que usted le debe algo más – dijo.
Shanna giró y sus ojos azul verdosos despidieron llamas.
– ¡Ese mequetrefe engreído! ¡Qué me importa lo que piense él! ¡ Si es tan orgulloso, que lo cuelguen y acabe de una buena vez! El mismo se lo ha buscado… -Se detuvo abruptamente. Enrojeció y se volvió para que Pitney no pudiera verle la cara-. Quiero decir… después de todo, ¿acaso él no asesinó a esa muchacha?
– Está como enloquecido -comentó Pitney y suspiró profundamente-. No quiere tomar la comida y solamente acepta pan yagua.
– ¡Oh, basta! -gritó Shanna y empezó nuevamente a caminar de un lado a otro-. ¿Cree que no lo he escuchado? Yo no soy responsable de su condena, eso sucedió antes de que yo lo conociera. Será bastante desagradable enfrentar el sepelio sin que me recuerden constantemente cómo murió. ¡Desearía estar en casa! ¡Detesto este lugar!
Súbitamente Shanna interrumpió su agitado caminar y enfrentó a Pitney.
– ¡El Marguerite zarpa antes de que termine esta semana! Vaya a informar al capitán Duprey que deseamos pasajes para regresar a casa.
– Pero usted ya arregló para regresar en el Hampstead -dijo Pitney, ceñudo-. El Marguerite sólo es un mercante pequeño…
– ¡Sé lo que es el Marguerite! -interrumpió Shanna-. Es el más pequeño de los barcos de mi padre. Pero es suyo y zarpará pronto. Y a mí no me negarán pasaje. El Hampstead no zarpará hasta mucho más tarde ¡y yo quiero regresar ahora!