Shanna se concentró en su labor de aguja, levemente ceñuda ante una puntada difícil. Entonces, sintiendo que la miraban, levantó la vista y sus ojos se encontraron con Ruark, pero vio con sorpresa que él no la observaba a ella sino que miraba, ceñudo, al otro extremo del salón. Ella siguió la mirada de él y se encontró con los ojos de sir Gaylord Billingsham, llenos de interés y evidentemente admirando su belleza. Los gruesos labios se retorcieron y en seguida se abrieron en una lenta sonrisa que más se semejaba a una mueca. Fue suficiente para que Shanna se alegrara de haberle destinado una habitación lejos de las de. ella. Rápidamente apartó la mirada. Sus ojos recorrieron el salón y se detuvieron en Ralston. Con una enigmática sonrisa, el hombre estaba observando taimadamente a sir Gaylord.
Antes que terminara la noche, Orlan Trahern invitó a todos los presentes y a los hombres del barco a tomar parte en la celebración de la puesta en funcionamiento del trapiche. Explicó que puesto que todos los pobladores estarían allí, no habría otra cosa que hacer que unirse a las festividades del día siguiente.
La siesta que Shanna había dormido a primeras horas de la tarde le impidió dormirse en seguida y pasó una hora larga volviéndose sobre la cama, luchando contra una visión de Ruark acostado a su lado y combatiendo la insistencia de su propia mente que amenazaba con hacerla levantarse para correr hasta la cabaña de él. Pero perseveró y al final encontró la victoria en el sueño, aunque éste, también, estuvo lleno de visiones que la dejaron temblando entre sábanas humedecidas por la transpiración.
A la mañana siguiente bien temprano Ruark llegó al trapiche antes que los demás y ató bien su mula, Old Blue, lejos de donde serían atadas las demás cabalgaduras. La astuta mula tenía la costumbre de morder a los caballos en las orejas. Este juego habitualmente degeneraba en una pelea donde el venerable y taimado animal salía triunfante. De modo que a fin de preservar la paz con los cocheros y capataces, Ruark estaba obligado a encerrar a su cabalgadura.
Ruark miró hacia atrás cuando Old Blue bajó sus orejas y con una voz áspera e irritada lanzó su amenaza a los animales. Se caló el sombrero hasta las cejas, no muy deseoso de tomar parte en cualquier reyerta que se produjera, abrió la pequeña puerta que estaba debajo de la tolva y se retiró de la vista de la mula. Se detuvo un momento en el cuarto de acopio mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad y saboreó el aroma picante de la madera nueva que formaba la mayor parte de la estructura.
Los tonos ricos y cálidos de las superficies relucientes todavía llevaban las marcas de hachas y azuelas y reflejaban la luz dando al interior un tono dorado y misterioso. Había una atmósfera. de expectativa; todo era nuevo, todo estaba preparado, aguardando.
Aquí, donde se recogerían los jugos, estaban los enormes rodillos que exprimirían la caña. Seis enormes tinas estaban dispuestas sobre una plataforma circular que se haría girar a medida que cada una se fuera
llenando. Dejando vagar su imaginación, Ruark casi pudo ver las tinas, como gnomos gigantes tendidos sobre su mesa, aguardando el primer movimiento de vida del trapiche para llenar sus barrigas con el dulce néctar de la caña. Ruark golpeó con sus nudillos el costado abultado de la tina más cercana y escuchó el eco del hueco sonido en el lugar.
Arrugó ligeramente el entrecejo. ¿Pensaría Shanna que la construcción. del trapiche era un intento de él de ganarse la buena voluntad del padre?
Pasó a la sala de cocido y caminó ente dos filas de grandes marmitas de hierro. Ellas también parecían esperar, como elfos elefantinos con las barrigas distendidas sobre los fogones de ladrillo donde se encenderían fuegos para convertir los jugos en densa, oscura melaza.
¿Y cuál sería el humor de Shanna en este día? se preguntó Ruark ociosamente. ¿Se mostraría como la arpía de lengua venenosa cuyas palabras cortaban como cuchillos, o sería la doncella dulce y suave de los últimos tiempos?
Ruark llegó al extremo de la estancia, se detuvo, miró hacia atrás. Una lenta sonrisa se dibujó en sus labios cuando le vino a la mente el recuerdo de una tarde, hacía varios días, cuando él y Trahern se habían retirado al salón después de comer y Shanna se había ubicado junto a la ventana para aprovechar la última luz del día y trabajar en su tapicería. Había sido un momento idílico con la paz de una aromática pipa, la suave belleza de ella allí cerca, donde él podía contemplarla, iluminada por el resplandor rosado del sol poniente. El se había imaginado a sí mismo en una escena similar, pero con una criatura en los brazos de ella. Era delicioso compartir una comida con Shanna, bella y silenciosa del otro lado de la mesa, aunque ello le producía una intensa ansiedad, pues a pesar de que ella parecía mucho más complaciente y dulce, él no había tenido ni un momento a solas con ella.
Suspiró, se golpeó el muslo con su fusta y continuó su viaje hacia el ala de la destilería. Casi la mitad del lugar estaba lleno de pared a pared con grandes barriles donde caería la joven savia verde que, con cuidadosos agregados, fermentaría hasta convertirse en ron nuevo. Aquí, arriba de los alambiques, serpentinas de tubos rojos se enroscaban en una frenética danza, inmovilizadas para la eternidad, y después descendían para verter los vapores enfriados en barriles donde se añejaría y sería vendido. Este era el lugar del maestro destilador, su reino donde su destreza y talento tratarían de extraer lo mejor de la caña de azúcar.
La ubicación del trapiche había sido elegida cuidadosamente. Estaba suficientemente lejos del pueblo a fin de que el olor de la fermentación no ofendiera las narices de los pobladores, pero centralmente situado, cerca de la alta meseta donde se extendían los cañaverales. Debajo de sus cimientos había sótanos donde los barriles de ron podían ser almacenados para su añejamiento. El agua se llevaba por canales desde manantiales de las cercanías y los bosques circundantes proporcionaban madera en abundancia para combustible. De todo esto no era lo menos importante que las instalaciones estuvieran en un valle pequeño y protegido, a salvo de las tormentas de firmes de verano que a menudo se abatían sobre las islas.
Ruark sintió que el pulso se le aceleraba cuando pensó en su inminente éxito, pero sintió dudas cuando pensó en los centenares de cosas que podían salir mal.
– No hay que anticiparse a los hechos -se dijo en voz baja-. Este día todo será puesto a prueba.
Una estrecha escalera conducía al desván y Ruark subió hasta una pequeña cúpula que había sido construida en la parte más alta del trapiche a fin de que un hombre pudiera ver la aproximación y partidla de carros durante los momentos de mayor actividad de la cosecha y dirigir a los carreteros por medio de señales para que evitaran los posibles atascamientos del camino. Desde este punto de observación, Ruark podía aguardar la llegada del carruaje de Trahern.
Ya venía desde la aldea una larga fila de carretas, carros y carruajes. Varios carros habían sido provistos para la tripulación de la fragata y él pudo ver los coloridos uniformes de los oficiales que venían en un carruaje. De uno de los campos cultivados, Ruark notó que se acercaban cinco carros cargados de cafia, y cerca del molino, en otro carro, estaban los siervos que se ocuparían de poner al molino en funcionamiento. A un grito de saludo del capataz, Ruark agitó la mano y después dirigió nuevamente la vista al camino de más abajo. No vio señales del birlocho de Trahern y menos del brillante toque de color que sus ojos aguardaban hambrientos.
– Mejor hubiera atado mi destino a la cola de un torbellino -musitó Ruark secamente- que comprometerme tanto a esa caprichosa mujer.
Esa dulce Circe lo había hechizado desde los primeros momentos en la cárcel. Quizá él había cometido en realidad ese crimen con la otra joven en la posada y éste era su castigo: saber que Shanna era su esposa pero no disfrutar de las alegrías del matrimonio. Si eso era verdad, entonces él debía aceptar su estado y las raras ocasiones mensuales de felicidad, resignándose a su esclavitud el resto del tiempo. Qué espantoso giro del destino. Como hombre sin compromisos, él se había movido entre tiernas y encantadoras doncellas y había tomado despreocupadamente lo que ellas le ofrecían, pero ahora, casado con una a quien con toda sinceridad hubiera elegido en cualquier circunstancia, se le negaba el estado de matrimonio y debía vivir constantemente sediento, disfrutando solamente de las horas ocultas entre media noche y el amanecer. Aun así, un mal pasó, una puerta equivocada podía separarlos y hacerles padecer el castigo que pudiera dictar el hacendado.
Un grito desde abajo interrumpió sus cavilaciones y Ruark se irguió y vio que el birlocho de Trahern se acercaba entre los árboles que flanqueaban el angosto camino. Dejó la cúpula, bajó rápidamente y cruzó el depósito vacío hasta la puerta por donde había entrado. Cuando vio a Shanna al lado de su padre, Ruark se animó pero su humor cambió rápidamente cuando advirtió que sir Gaylord estaba sentado frente a ella. Había pensado saludarlos, pero ahora, irritado y silencioso, se retiró a la sombra y vio que el odioso petimetre tendía una mano a su esposa para ayudada a apearse del birlocho. El disgusto de Ruark se acentuó cuando Gaylord tomó un codo de Shanna. Era doblemente difícil para él soportar eso cuando él mismo no podía tocarla en público. Ruark hundió en su cabeza el sombrero blanco de ala recta y se apoyó contra la pared del trapiche, lleno de frustración.
Una alegre multitud se había congregado alrededor del carruaje de Trahern y pronto el hacendado empezó a presentar a su huésped con título a los varios comerciantes y otras personas de importancia en la isla. Sir Gaylord viose obligado a apartarse de Shanna para recibir los cumplidos y saludos. Shanna se alisó el vestido y buscó entre la gente el rostro de Ruark. Lo vio en la sombra del edificio, con los brazos cruzados y un hombro apoyado en la pared. Tenía el sombrero echado hacia adelante, oscureciéndole el rostro, pero ella conocía las facciones finas, delicadas. Estaba informalmente vestido y ello, en ese día caluroso, parecía lo más sensato. Una camisa blanca, abierta en el pecho y con mangas abollonadas contrastaba marcadamente con su piel bronceada. El era moreno como cualquier español y su cuerpo esbelto y musculoso era acentuado por los calzones ceñidos y las medias blancas.