Shanna quedó mirando hacia las sombras vacías. Un dolor empezó a crecer dentro de su pecho y a corroerla hasta el alma. Súbitamente deseó llamar a Ruark. Aun en sus batallas sentía más alegría que en el doloroso vacío en que se hallaba ahora. No había dicha en el mundo; el mismo era cruel y frío, sin calidez para calmar su helado corazón.
– Oh, Dios -gimió acongojada-, por favor…
Pero aun mientras rogaba, no hubiera podido poner un nombre a lo que pedía. Sacudió la cabeza y luchó contra la abrumadora depresión. Se levantó y sacó del guardarropa una larga bata blanca.
Sus habitaciones ya no eran para ella un refugio y como un espectro extraviado empezó a recorrer la mansión hasta sus rincones más remotos y oscuros buscando algo que calmara su turbado espíritu, pero en ninguna parte encontró lo que buscaba. Por fin se detuvo ante la puerta del salón donde se encontraba su padre. Trahern levantó la vista de sus papeles.
– ¿Shanna? -dijo en tono sorprendido-. ¿Qué haces aquí, criatura? Estaba por irme a la cama.
– Pensé dar un paseo por el jardín, papá -replicó suavemente ella-. Volveré pronto. No me esperes levantado.
Orlan Trahern contempló a su hija que se alejó de la puerta y después esperó, rodeado por el silencio de la casa, mientras los pies desnudos de ella cruzaban el piso de mármol del hall. Se abrió la puerta principal, en seguida se cerró y volvió a reinar el silencio. Orlan Trahern suspiró profundamente, se levantó de su sillón y lentamente subió a sus habitaciones.
Shanna caminó entre los árboles pero en cada sendero que tomaba le parecía oír una voz enronquecida por la pasión y sentía como si unos ojos ardientes de color ámbar estuvieran observándola. Había llegado a cierta distancia de la casa y pasaba cerca de los establos cuando oyó un suave relincho. En la oscuridad, fue hacia el origen del sonido, rozando con sus pequeños pies la hierba mojada por el rocío.
Cuando estuvo cerca de la puerta de las caballerizas oyó la voz de Ruark que trataba de tranquilizar a la yegua. Shanna se sintió más animada. Se asomó y vio el perfil de él recortado en la luz de una linterna. Sus dedos largos y ágiles curaban las heridas de la yegua con la misma suavidad a la que Shanna había respondido tan a menudo.
– Vamos, Jezebel -dijo él en tono admonitorio.
Shanna se sorprendió al oído usar el nombre de la yegua pues ella no 1o había mencionado.
– ¿Cómo sabes su nombre? -preguntó.
Ruark se irguió y miró hacia la oscuridad más allá del círculo de luz proyectado por la linterna. Se secó las manos mientras Shanna se le acercaba y la miró como si la bata no existiera..
– ¿Su nombre? -Se alzó de hombros-. El muchacho. Elot.
– Oh. -La voz de ella perdió el tono desafiante.
Shanna miró a su alrededor, preguntándose por el muchacho del establo.
Ruark señaló con el pulgar hacia el cuarto de arneses.
– El es bueno para limpiar y ensillar los caballos pero no para curarlos. Lo envié a la cama.
Shanna cruzó sus manos en la espalda y dejó que sus ojos vagaran por las caballerizas, incapaz de enfrentar la mirada directa de Ruark.
– ¿Qué es eso? _dijo, señalando un pequeño cazo de madera que contenía una sustancia maloliente.
– Hierbas y ron en sebo caliente -replicó Ruark secamente-. Bueno para limpiar y curar las heridas.
– Oh.- Nuevamente él pareció no escucharla.
Después de un momento de silencio Ruark volvió, a su trabajo y hundió sus dedos en la odiosa mixtura. A espaldas de él, sobre un banco alto, Shanna vio el círculo de paja aplastada que era su sombrero. Lo levantó, se sentó en el banco y apoyó los pies en el travesaño. Hizo girar lentamente en sus manos el sombrero estropeado.
– Siento lo de tu sombrero, Ruark. No fue mi intención destruirlo -dijo, luchando contra el pesado silencio que había caído sobre los establos.
Ruark gruñó sin interrumpir su trabajo.
– Es un regalo de la compañía -dijo-. Tengo otro.
Shanna se sintió picada por la seca respuesta de él y replicó, en tono cortante: Por la mañana dejaré un chelín en tu plato por el costo del sombrero.
La carcajada de Ruark fue rápida y la irritó aún más.,
– Vaya, Shanna. Me pagas por un daño sufrido en tu cama.
– Maldita sea, Ruark -exclamó Shanna con furia y su tono hizo que él la mirara fijamente. La, cólera de ella desapareció bajo esa mirada tranquila, dorada. En tono mas suave, continuó:
– Ruark, perdón por todo. No fue mi intención herirte.
– Pese a tus buenas intenciones -dijo Ruark, con los dedos metidos en la mezcla de hierbas y ron-, nunca dejas de golpear donde mas duele. -Sonrió ácidamente-. Si quieres pregúntale a cualquiera de tus pretendientes y ellos, sin duda, estarán de acuerdo. El más leve golpe de ti llega hasta el alma.
Shanna protestó:
– ¿Acaso tú me has tratado bien? Me zahieres cruelmente, aunque te he dado mucho más de lo que convinimos.
– ¡Al demonio con el pacto! -estalló Ruark, y volvió junto a la yegua- ¿Crees que eso ahora me deja contento? -preguntó bruscamente-. Yo era un hombre condenado, mis horas estaban contadas. El pacto fue un dulce respiro y yo pude tranquilizar mi mente aguardando su consumación. -Rió brevemente-. ¿Qué más me atreví a esperar de ti?
En el silencio que siguió, Shanna estiró el cuello para poder verlo pero con las sombras que había en el establo no 1o consiguió.
Buscó una de las linternas encendidas, trepó a las tablas del establo contiguo y sostuvo la luz en alto. Ruark aceptó el servicio y no hizo ningún comentario hasta que terminó de curar unas heridas y cambió de lugar para ocuparse de otra lastimadura en la pata trasera de la yegua. Se agachó, casi entre los cascos del animal, y señaló con el cazo de madera.
– Un poco más hacia aquí -dijo por encima del hombro. Cuando Shanna movió la lámpara, agregó-: Así está bien.
Al primer contacto de la mezcla Jezebel resopló y empezó a agitarse, sorprendiendo a Shanna.
– Ruark, ten cuidado -exclamó ella.
El se limitó a palmear el flanco de la yegua y a hablarle en tono suave, tranquilizador.
– Tranquila, muchacha. Tranquila, Jezebel
El animal se calmó, pero cuando Ruark aplicó nuevamente la mixtura en la herida, resopló, levantó las patas y agitó los cascos peligrosamente cerca de la cabeza de Ruark…
– ¡Quieres hacerte atrás! -exclamó Shanna, irritada por la imprudencia de él.
Ruark la miró.
– Se pondrá bien, Shanna. Es sólo que esta cortadura es más profunda que las otras. Al principio duele pero después se calmará.
Shanna ahogó un gemido. -Oh, testarudo. Sal de abajo de sus cascos de una buena vez.
Ruark aplicó una última dosis de medicina en la pata de la yegua y en seguida retrocedió apresuradamente para evitar las coses. Dejó el cazo sobre un travesaño, salió del establo y cerró la puerta tras de sí. Se apoyó en un poste y miró a Shanna con una amplia sonrisa en su rostro atractivo.
– Vaya, mi amor -dijo en torno burlón-. ¿Entonces has venido a cuidar de mí?
– Sí como cuido de todos los tontos y de los niños -replicó Shanna malhumorada y bajó de las tablas donde se había encaramado-. Es un milagro que tu ángel guardián no se haya desplomado por exceso de cansancio con todo el trabajo que tú le das.
– Sí, Shanna. – Ruark empezó a hablar con una graciosa imitación de sir Gaylord, con sílabas entrecortadas-. Pero fue maravilloso el trabajo que ha hecho hasta ahora el muchacho ¿eh?
Shanna no pudo reprimir una sonrisa. Pasó junto a él, le entregó la linterna y se sentó nuevamente en el banco. Ruark dejó la lámpara en una repisa y empezó a lavarse las manos en un cubo de agua y con abundante jabón. Shanna observó fascinada el juego de los músculos en la espalda desnuda hasta que él se volvió para mirada. Entonces desvió rápidamente la vista:
– ¿Soy un tonto si tengo la esperanza de que tú ya no deseas mi muerte, Shanna? -preguntó él sonriendo.
Shanna 1o miró con ojos dilatados.
– Nunca deseé tal cosa -se defendió rápidamente-; ¿Cómo puedes creer eso?
– El pacto… -empezó él, pero la réplica de Shanna llegó rápidamente, como un eco de la de él.
– ¡Al demonio con el pacto!
Ruark rió suavemente y se le acercó.
– ¿No has dicho que me odiabas, amor mío? -preguntó él suavemente y mirándola a los ojos.
– ¿y cuándo has dicho tú que me amabas? -repuso Shanna- He tenido lores a montones, príncipes en abundancia y libertinos fervorosos, todos implorando que les concediera mi mano o por lo menos algún favor singular. Me decían palabras tiernas destinadas a conmover mi corazón y hacerme saber que me deseaban, hasta que me admiraban. ¿Pero tú? ¿Dónde están esas palabras para alimentar mi vanidad femenina? ¿Alguna vez me has tomado la mano y me has dicho que soy -se alzó de hombros y tendió las manos en1 un gesto de interrogación- bonita? ¿Agraciada? ¿Deseable? ¿Adorable? No, me acosas con argumentos como un niño llorón que pide una golosina.