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Ruark Beauchamp, dragón de sus sueños, pesadilla de sus horas de vigilia, ¿por qué la acosaba tanto? Antes de haberlo sacado de su calabozo, ella era frívola e ingeniosa, hasta alegré, pero ahora vagaba sin rumbo y soñando como una doncella enloquecida por la luna.

Shanna miró hacia el prado de césped moteado de sombras.

– Ruark Beauchamp -susurró tan suavemente como la brisa -¿estás allí en la oscuridad? ¿Qué hechizo has ejercido sobre mí? Siento tu presencia cerca de mí y la misma me toca con atrevimiento. ¿Mis pasiones tienen que atormentarme tanto cuando mi mente dice que no? Shanna se inclinó sobre la barandilla y trató de controlar su imaginación súbitamente exaltada.

– ¿Qué embrujo ejerce este hombre sobre mí? -se preguntó-.

¿Por qué no puedo liberarme y ver mis propios objetivos claramente? Me siento atrapada, como si yo fuera su esclava. Aun ahora él debe de estar sentado en su cabaña, murmurando un sortilegio para atraerme a su lado.

¿Acaso es un brujo o un mago que yo debo doblegarme ante sus exigencias? ¡No, no lo haré! ¡No puede ser!

Shanna se apartó de la barandilla y continuó su caminata con los ojos bajos y la mente ocupada en sus cavilaciones.

Súbitamente una sombra se movió a su lado y ella se sintió envuelta en una nube de humo fragante. El corazón le aleteó en la garganta.

¡Ruark! El nombre casi le brotó de sus labios pero ella lo contuvo a tiempo.

– Perdóneme, señora. La voz grave, profunda de Nathanial Beauchamp la sorprendió-. No quise sobresaltarla. Sólo estaba fumando una pipa al aire libre.

Shanna miró fijamente, tratando de penetrar las sombras que ocultaba la cara de él. Su padre había invitado al capitán a pasar la noche pero ella no había pensado en eso, ocupada como estaba en su obsesión por Ruark.

– Ese olor… tabaco -dijo vacilante- -. Mi esposo… solía…

– Un hábito bastante común, supongo. Cerca de mi casa cultivan tabaco. Los indios nos enseñaron a fumarlo.

Nathanial rió por lo bajo.

– No todos salvajes, señora.

Shanna se preguntó como haría para tocar el tema que ardía en su mente. Sumida en sus pensamientos, se sobresaltó cuando la voz rompió el largo silencio.

– Su isla es muy hermosa, señora. -Su mano con la pipa fue iluminada brevemente por, la luna y la larga boquilla trazó un arco abarcando las onduladas colinas más allá de los árboles y después descendió para señalar hacia la aldea-. Su padre parece haber construido casi todo.

– Los Camellos -murmuró Shanna distraídamente-. Los Camellos. El nombre lo pusieron los españoles.

Se volvió y miró directamente las sombras que rodeaban al capitán.

– Señor -dijo-, hay una pregunta que debo hacerle.

– A sus órdenes, señora. -Se metió la pipa en la boca, la chupó y sus facciones se iluminaron ligeramente.

Aunque su deseo de saber era fuerte, Shanna no sabía cómo formular su pregunta.

– Yo… yo conocí a mi esposo en una forma más o menos frívola, en Londres, y nos casamos pocos días más tarde. Estuvimos juntos muy poco tiempo hasta que… hasta que él me fue quitado. Nada sé de su familia, ni siquiera si tenía una. Me gustaría muchísimo saber si él ha… quiero decir… si dejó…

Su voz se apagó y la pausa se cargó de tensión mientras ella trataba de encontrar las palabras adecuadas. Fue él quien respondió la pregunta no formulada.

– Señora Beauchamp, puedo hablar de todos mis familiares cercanos y que yo sepa no tengo ningún primo ni pariente lejano llamado Ruark Beauchamp.

– Oh. -Su voz sonó empequeñecida por la decepción-. Yo había esperado… -Tampoco pudo terminar esta afirmación porque no sabía qué había esperado.

– Es un apellido muy difundido, y aunque Beauchamp habitualmente podemos rastrearlo hasta un origen común, no pretendo conocer a todos los de ese nombre. Quizá hay algunos a quienes yo no conozca.

– No tiene importancia, capitán. -Shanna se alzó de hombros y suspiró-. Siento haberlo molestado con mi impertinencia.

– De ninguna manera, señora, y ciertamente no ha sido una impertinencia.

Aplastó las cenizas de su pipa con el pulgar. Sus manos eran enormes y aunque parecían tener fuerza suficiente para partir en dos una bala de cañón, eran sorprendentemente suaves y la fina pipa de arcilla parecía entre ellas un frágil pájaro.

– Tenga la seguridad, señora, de que es para mí un placer y que hablar con una mujer en una noche de luna en una isla tropical jamás puede ser desagradable. Y con usted, señora Beauchamp -se inclinó levemente- ha sido un gusto incomparable.

Shanna rió y se llevó una mano a su cabello suelto y a su bata. -Usted es muy gentil, señor, para elogiar mi descuidada apariencia. Pero ahora debo retirarme. Buenas noches, capitán Beauchamp. Nathanial dejó pasar un momento antes de responder.

– En este momento, señora, considero que usted hace honor a su apellido. Buenas noches, señora Beauchamp.

Shanna todavía estaba reflexionando sobre las últimas palabras de él cuando comprendió que las sombras que la rodeaban estaban vacías. Sin: un sonido, él se había marchado.

Las brisas de la mañana entraban a través del intrincado enrejado y agitaban suavemente las plantas en tiestos del comedor informal. El aire, refrescado por el mar, traía consigo la fragancia de los jazmines que florecían a lo largo de la veranda, mezclada.con el aroma apetitoso de carne asada, pan, café recién preparado y jugosas frutas que engalanaban la mesa de la comida matutina y que el capitán Beauchamp, después de largos meses de alimentos de alta mar, aspiró con fruición.

– Buenos días, señor Trahern -saludó Nathanial.

Trahern dejó un ejemplar del Whitehall Evening Post, que recibía en pequeños paquetes traídos por sus barcos. El periódico era el único vínculo con Londres que le quedaba, después de años de separación.

– Tenga usted muy buenos días, señor -replicó jovialmente Trahern-. Siéntese y acompáñeme con un poco de comida. -Indicó a Nathanial que ocupara una silla a su lado-. Es malo empezar el día con la barriga vacía y le aseguro que hablo por experiencia.

– Ajá -dijo Nathanial, riendo suavemente, y aceptó de Milán una

taza de humeante café-. O con un trozo de carne salada rancia.

Orlan Trahern señaló el periódico que tenía adelante.

– La paz separa rápidamente a los verdaderos comerciantes de

los que alientan la guerra. -El capitán lo miró con expresión de interrogación y Trahern continuó-: Casi cualquiera puede obtener buenas ganancias durante una guerra pero solamente los buenos comercian

tes se mantienen a flote cuando reina la paz. Los qtir hacen dinero adul

terando mercaderías y mezclando con arena la pólvora de los barcos del rey no pueden competir en un mercado honrado.

– Aceptaré su sabiduría en el asunto -dijo Nathanial y se echó hacia atrás en su silla-. En las colonias la traición es castigada con gran severidad y aunque es necesario cierto grado de cautela, uno se encuentra raras veces con un estafador.

Ahora fue Trahern quien se apoyó en su silla para mirar al otro. -Cuénteme más de ese lugar, de sus colonias. La idea de ir allá me fascina..

El capitán jugó un momento con su taza antes de hablar.

– Nuestra tierra está en las colinas de Virginia. No tan colonizada

como Williamsburg o Jamestown, pero hay mucho que decir de allá. Colinas verdes y onduladas, bosques dé millas de extensión. La tierra es rica en oportunidades tanto para hombres pobres como ricos. Mis padres criaron una familia de tres muchachos y dos mellizas en lo que la mayoría de la gente consideraría una tierra incivilizada. A su vez, cada uno de nosotros, salvo el hijo menor y una de las muchachas, nos hemos casado y si Dios lo quiere criaremos nuestras familias con el mismo éxito. Nos han llamado vigorosos porque hemos sobrevivido. Quizá lo somos. Pero es el amor y el orgullo por nuestra tierra lo que nos hizo así. Si usted pudiera verlo, señor, estoy seguro de que entendería.

Trahern asintió pensativo.

– Iré -dijo; golpeó la mesa con la mano y se rió de su decisión-. Maldición, iré y lo veré todo.

– Me alegro, señor, pero dudo de que lo vea todo. -También Nathanial Beauchamp estaba eufórico-. Hay tanta tierra que un hombre no podría re correrla en un año. Me han hablado de praderas como el mar donde si un hombre no marca su camino se pierde, porque no puede ver otra cosa que hierba. En el oeste hay un río tan ancho que es difícil ver la otra orilla y animales como no se conocen en otras partes del mundo. Existe un extraño ciervo, más alto que un caballo y con astas como enormes palas. Le digo, señor, que en esa tierra hay maravillas que no se pueden describir.

– Su entusiasmo es sorprendente, capitán -dijo? Trahern-. Yo creía que la mayoría de los coloniales eran unos quejosos desconformes.

– No conozco otra tierra tan bella, señor, ni que tenga tantas promesas -repuso Nathanial, seriamente, y un poco embarazado por su propio entusiasmo.

Los dos hicieron una pausa cuando oyeron que se cerraba la puerta principal de la mansión. Unas pisadas se acercaban al comedor por el piso de mármol. El sonido -se detuvo en la puerta del comedor y Trahern se volvió en su silla. Ruark estaba con una mano apoyada en el marco, sorprendido por encontrar ocupado al hacendado. Murmuró una disculpa y medio se volvió para retirarse.

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