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Grupos de trabajadores se trasladaban de un campo a otro a medida que el trabajo lo requería.

Habitualmente, sus primeras tareas eran rehabilitar o construir alojamientos para los capataces y ellos mismos. La regla eran sencillas chozas con techo de paja y media pared, lo bastante sólidas para proporcionar protección de la lluvia o del constante sol.

John Ruark fue entregado rápidamente a, uno de estos capataces. Mostrase diligente en su labor y ofreció muchas ideas para mejorar el trabajo. Fue bajo su dirección que un arroyo fue desviado hacia un canal, y ya no fue necesario arrastrar laboriosamente los troncos hasta el borde del acantilado sino que se los hizo deslizar por el canal, merced a su propio peso, de modo que llegaban rápidamente al mar, ahorrando así muchas fatigas a hombres y a mulas. El capataz quedó muy agradecido a este brillante joven, porque los trabajadores hábiles eran bastante escasos y hasta las mulas se cansaban rápidamente en el aplastante calor. El capataz mencionó el nombre del siervo en su informe a Trahern.

John Ruark fue destinado a otro grupo encargado de cosechar la caña de invierno antes de que llegaran los meses secos. Allí, les enseñó a quemar los campos, lo cual reducía la planta a un tallo chamuscado, todavía rico en jugos, a la vez que eliminaba arañas e insectos ponzoñosos que hubieran reducido aún más la cantidad de trabajadores. Modificó el pequeño trapiche para que pudiera hacerlo girar una mula en vez de la media docena de hombres -que se necesitaban habitualmente. Nuevamente el nombre de Ruark apareció en los informes.

No pasó mucho tiempo antes de que sus conocimientos de maquinarias se hicieran conocidos en la isla y los capataces se lo empezaran a pasar unos a otros para que resolviera sus problemas. A veces la tarea era fácil, a veces difícil, y como sucedió con la quema de los campos, él tenía que probar la validez de sus ideas. Empero, progresaba continuamente. Su paga fue duplicada y pronto triplicada. Sus posesiones aumentaron a una mula que le entregó un comerciante de la aldea por trabajos realizados en sus momentos libres.

Por encima de todos sus talentos poseía un don especial para los caballos, y el brioso semental Attila le fue traído cojeando por un tendón desgarrado en una pata delantera. Cuando John Ruark supo que el animal era el favorito de la hija de Trahern lo cuidó amorosamente, frotó con linimento el miembro lesionado y aplicó una apretada venda. Con paciencia, hizo caminar y mimó al animal hasta que éste aprendió a comer azúcar de su mano, algo que ni siquiera había conseguido la joven ama. Le enseñó a acudir cuando el lo llamaba con un silbido especial y entonces lo declaró sano y lo envió nuevamente a la joven.

Para Shanna, el regreso del caballo fue motivo de gran alegría. Ella pasaba los días cabalgando o nadando en el mar de cristal, zambulléndose bajo su superficie y en ocasiones arponeando algunos peces comestibles para añadidos a la mesa de la mansión.

Shanna renovaba su amistad con la gente de Los Camellos y se ocupaba del bienestar de las familias más necesitadas. Una de sus mayores preocupaciones era que en los últimos años no habían podido encontrar un maestro para los niños, y la pequeña escuela que había construido su padre permanecía vacía. En su mayor parte, sus días deslizábanse en un perezoso idilio, como perlas en un collar. Otros barcos se detenían en Los Camellos para comerciar y sus oficiales habitualmente cenaban en la mansión y daban a Shanna una excusa para vestirse apropiadamente y agasajarlos con su ingenio efervescente. Ella era la señora de la isla, la hija de Trahern, y casi daba trabajo recordar constantemente a todos que ahora era la señora Beauchamp.-Era para ella una época dichosa, un interludio de paz con obligaciones suficientes mezcladas con el placer a fin de que no llegara a aburrirse. Los recuerdos desagradables que la habían acosado empezaban por fin a borrarse.

Una tarde, ya bien entrado febrero, Shanna pidió que le preparasen a Attila. y se dispuso a realizar una agradable cabalgata. Tomó el camino central entre las colinas, cerca de los campos de caña de azúcar, muy cerca de los grupos de hombres que su padre le había advertido a menudo que eran peligrosos, aunque pocos en Los Camellos se hubieran atrevido a molestar a la hija de Trahern. Sin embargo, no era prudente tentar al destino y aquí, en los cañaverales, los hombres trabajaban día por medio.

Sin embargo, Shanna era muy de aventurarse donde le diera la gana, sin pensar mucho en las consecuencias.

Era un día caluroso y los cascos de Attila levantaban nubeci1las de polvo que quedaban flotando perezosamente sobre el camino.

Después de haber pasado entre las colinas, Shanna empezaba a descender la cuesta del norte cuando vio a un hombre que venía con una mula.

Por sus ropas era uno de los siervos, aunque su vestimenta había sido curiosamente alterada. llevaba el familiar sombrero de alas anchas y su camisa estaba cruzada sobre el lomo de la mula, pero tenía los pantalones arremangados por encima de las rodillas. Su espalda estaba tostada por el sol y los músculos vibrantes indicaban una fuerza ágil y pronta.

Attila resopló y sacudió la cabeza. Shanna hubiera querido hacer desviar a su montura a fin de dejar paso al hombre, pero cuando se cruzó con el siervo este tendió un brazo tostado por el sol y aferró firmemente

Las riendas del caballo. En cualquier otra ocasión, Attila se hubiese revelado y apartado violentamente del desconocido, pero ahora se limitó a relinchar- y a acariciar con los belfos el brazo extendido. Shanna, momentáneamente atónita por la reacción del corcel, al principio sólo pudo observar con ojos dilatados mientras el caballo acariciaba al individuo. Pero en seguida se recobró y se sintió furiosa por esta incursión en su libertad. Abrió la boca para exigir que soltara la rienda. El hombre se volvió y la ira de ella desapareció. Dejó caer la mandíbula mientras una incredulidad abrumadora le atontaba el cerebro.

– ¡Tú! -dijo, semiahogada.

Los ojos color ámbar la miraron burlones.

– Sí, Shanna. Soy el bueno de John Ruark, a tu servicio. Se diría que tu, amor mío, has ganado un nombre mientras que yo perdí el mío.-Sonrió con confianza-. Pero es claro que no sucede muy a menudo que un hombre pueda burlar tanto al verdugo como a su esposa.

Shanna recobró algo de cordura pero con ella había cierta dosis de pánico.

– ¡Suelta! -estalló y tiró de las riendas. Hubiera querido huir, pero el peso de Ruark mantuvo al corcel inmóvil. La voz de Shanna se quebró por el miedo que sentía-. ¡Suelta!

– Tranquila, amor mío. -Los ojos color ámbar relucieron como metal duro-. Tenemos un asunto que discutir.

– ¡No! -dijo ella, casi en un chillido, casi en un sollozo. Levantó la fusta como para golpearlo pero la misma le fue arrancada de las manos y sintió que la tomaban con fuerza de la muñeca.

– Por Dios, Shanna -dijo él, en tono amenazante- tú tendrás que escucharme.

Las manos de él la tomaron de la cintura Y la levantaron de la silla como si fuera una criatura, para dejarla en seguida en el suelo frente a él.

Shanna luchó frenéticamente Y empujó con sus pequeñas manos enguantadas el pecho moreno y velludo que parecía llenar toda su visión. El le dio una brusca sacudida que hizo que el sombrero de Shanna cayera al suelo, sobre la hierba, y que el prolijo rodete de cabellos dorados se deshiciera en una cascada que cayó sobre la espalda.

Shanna finalmente se calmó y miró con fijeza dentro de esos ojos llameantes.

– Así está mejor -dijo Ruark y aflojó un poco la mano con que la tenía de la muñeca.

Shanna reunió unas fuerzas que no sentía del todo y levantó su tembloroso mentón.

– ¿Crees que tengo miedo de ti? -,-dijo desafiante.

Los blancos dientes relampaguearon contrastando con la piel bronceada cuando él rió, y Shanna no pudo deJar de notar el parecido que él tenía con un atezado pirata. LA palidez de la cárcel había desaparecido, y en su lugar la piel tostada brillaba con el saludable sudor de alguien que ahora goza de su libertad.

– Sí, mi amada esposa -se burló él-. Y quizá tengas motivos. Hicks me declaró loco después que tú me traicionaste y yo sentí un violento deseo de vengarme de mi bella esposa.

El color desapareció de las mejillas de Shanna cuando las palabras de él le hicieron recordar 1o que había dicho Pitney. Con un sollozo ahogado, renovó sus esfuerzos por escapar pero debió resignarse, en silenciosa agonía, cuando los dedos de él se cerraron como una cruel tenaza.

– Quieta -ordenó Ruark, Y Shanna no tuvo más remedio que obedecer.

Estaba lejos de someterse aunque seguía temblando violentamente de miedo.

– ¡Si no me sueltas, gritaré hasta que te cuelguen! ¡Y esta vez no fallará! ¡Maldición! ¡Haré que toda la isla acuda a mis gritos!

– ¿De veras, querida? -dijo él despreocupadamente-. ¿Y qué dirá entonces tu padre de nuestro casamiento?

Picada por el tono de él, ella replicó: – ¿Entonces qué te propones hacer? ¿Violarme?

Ruark rió cáusticamente.

– No temas, Shanna -dijo-. No tengo ninguna clase de urgencia. por tumbarte entre esta enmarañada maleza.

Ella estaba desconcertada. ¿ Qué quería él? ¿No sería posible comprado?

Como si le hubiera leído los pensamientos, Ruark aclaró las cosas:

– y no quiero nada de las riquezas de tu padre -dijo- así que si piensas sobornarme, perderás el tiempo.

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