– No me importa su apellido. Llamémoslo con uno nuevo. Ante eso, los ojos del carcelero adquirieron una expresión taimada y Ralston no perdió un momento.
– Vamos, hombre, decídase. Use su cabeza. -Su voz se hizo más persuasiva-. ¿Quién tiene que saberlo? Vaya, esto podría significar tanto como… -Se alzó de hombros y casi susurró al oído del carcelero-: Bueno, doscientas libras en su bolsillo, dos peniques para estos guardias y nadie se enterará.
La codicia de Hicks empezó a brillar en sus ojillos porcinos.
– Ajá -murmuró suavemente, casi para sí mío-. Hasta hay un cadáver, un viejo que ha estado años aquí, olvidados, y que murió anoche en su celda. Sí, es posible. ¡Ajá!
Se acercó a Ralston y habló en voz baja para que ningún otro pudiera oído.
– ¿Doscientas libras? ¿Por un tipo corno él?
– Sí, hombre. -Ralston asintió-. Es joven y fuerte. Partiremos dentro de pocos días pero usted debe mantenerlo oculto. ¿Habrá parientes que lo reclamen? -Hicks asintió y Ralston agregó-: Entonces déles el otro cuerpo mañana, en un ataúd cerrado y con el sello del magistrado para que no se atrevan a abrirlo. Yo lo recogeré con el resto de los hombres el día antes de zarpar.
Ralston atravesó a Hicks con su penetrante mirada.,.
– Espero. -dijo- que el hombre será cuidadosamente tratado para cumplir con nuestro pacto. ¿Comprende?
Hicks asintió enérgicamente y los rollos de grasa alrededor de su cuello temblaron con un movimiento ondulante.
Concluido el negocio, Ralston regresó al landó sonriendo y haciendo cálculos mentalmente: doscientas para Hicks, y Trahern pagaría quince mil por un hombre como éste de modo que quedaban trece mil para Ralston. Sonrió satisfecho y se puso los guantes. Empezó a canturrear desafeadamente, se acomodó en el asiento y disfrutó del viaje de regreso a la casa de la ciudad
Era el veinticuatro de noviembre cuando Pitney se dirigió a Tyburn. No le agradaba presenciar ejecuciones y sintió la necesidad de alguna cosa para fortificarse. Con esto en la mente entró a una taberna y pidió a gritos un pichel de ale para animarse. Las ejecuciones atraían siempre grandes multitudes y la taberna estaba llena de individuos que aguardaban el comienzo del espectáculo. Pitney ocupó el único asiento disponible junto a un escocés pequeño, nervudo y pelirrojo que casi lo doblaba en edad. El hombre ya estaba bien lleno de ginebra y le dirigió una sonrisa tímida. Pitney no tenía intención de conversar pero el escocés se encontraba evidentemente afligido por una gran tragedia, de modo que Pitney escuchó en silencio, asintiendo de tanto en tanto mientras el otro relataba la historia de su vida. Momentos más tarde Pitney se puso súbitamente de pie, soltó un juramento, tomó un tricornio y salió de la taberna para dirigirse al cadalso. La multitud era densa y más de una vez Pitney estuvo a punto de arremeter contra grupos de personas que parecían inclinadas a cerrarle el paso Se abrió camino con los codos y llegó cerca de donde los guardias que estaban descargando a los prisioneros del carromato. A ninguno de los condenados lo reconoció como a Ruark Beauchamp. Pasó uno de los hombres del carcelero y Pitney lo tomó de la chaqueta.
– ¿Dónde está el colonial, Ruark Beauchamp? -preguntó-. ¿No Iban a colgado hoy?,
– ¡Suélteme, entremetido! Tengo cosas que hacer. Con una mano enorme y poderosa, Pitney atrajo al guardia hacia sí hasta que quedaron casi tocándose las narices.
– ¿Dónde está Ruark Beauchamp? -rugió Pitney-. ¿O quiere que le arranque la cabeza?
El guardia dilató los ojos y tragó ruidosamente.
– Ha, muerto. Se lo llevaron en el carro y lo colgaron al amanecer, antes de que se juntara la multitud.
Pitney sacudió al hombre hasta hacerle rechinar los dientes.
– ¿Está seguro?
– ¡Sí! graznó el guardia-. Hicks lo trajo de vuelta en una caja sellada para los parientes. ¡Suélteme!
Lentamente, las manos de Pitney se abrieron y el hombre, aliviado, volvió a tocar el suelo con los pies. Pitney se golpeó furioso una palma con un puño y soltó una maldición. Giró sobre sus talones, regresó rápidamente a la taberna, abrió la puerta de un golpe y sus ojos grises, entrecerrados, recorrieron atentamente todo el salón. Pero no vio al escocés.
El viaje de regreso a Newgate fue largo y Pitney lo disfrutó todavía menos que el que hiciera anteriormente. Hicks le relató la misma historia acerca de la muerte de Ruark de modo que nada pudo hacer fuera de aceptar el ataúd cerrado con' el nombre de Ruark Beauchamp grabado a fuego en la tapa. John Craddock lo ayudó a poner la caja en un carro tirado por un caballo y Pitney viajó hasta un pequeño establo abandonado, en las afueras de Londres. Allí, después de asegurar bien las puertas, empezó a trabajar. Arrastró hasta el carro un ataúd más pesado y ornamentado y lo colocó cerca del de la prisión.
Mucho más tarde Pitney tomó un cincel y alisó las cabezas de los tornillos de la tapa del ataúd ornamentado a fin de que no pudiera ser abierto sin gran dificultad. Su contenido quedé bien protegido de miradas indiscretas. Mientras Pitney trabajaba, una extraña sonrisa le cruzaba la cara de tanto en tanto, como el vuelo caprichoso de una polilla alrededor de una vela.
Pitney llevó el ataúd a un cementerio lejano, lo dejó junto a una tumba abierta e informó al rector que sería sepultado por la mañana. Después se dirigió a toda prisa a informar a su ama.
Ralston se encontraba en la casa y Shanna parecía impaciente. Pitney empezó a sentirse incómodo al no saber cómo decírselo a ella sin que Ralston oyera.
Finalmente, Pitney habló:
– Su esposo -hizo girar su tricornio en sus manos mientras Shanna ahogaba una exclamación y lo miraba con gran atención-…su esposo… el señor Beauchamp…
Ralston levantó las cejas con interés.
– Me he ocupado de lo necesario y el prior fijó el sepelio para dos horas después del mediodía de mañana.
Shanna empezó a suspirar aliviada pero terminó con un sollozo, se cubrió el rostro y huyó. Subió la escalera, entró en su dormitorio y cerró violentamente la puerta tras de sí. Un dolor sordo se le anudó dentro del pecho. Miró fijamente la cama y casi deseó que las cosas fueran diferentes. Ahora su papel de viuda era verdadero. Se contempló tristemente en el alto espejo, aguardando una sensación de triunfo, pero extrañamente la misma no llegó.
El Marguerite, como la flor cuyo nombre llevaba, era pequeño y construido modestamente, con sencillez. Era un bergantín de dos Palos, hecho en Boston, más largo, más bajo y más esbelto que el barco inglés que estaba amarrado a su lado. La carga que no cabía en sus bodegas estaba amarrada en todos los lugares disponibles. El peso de la carga hacía que el casco estuviera hundido hasta que la cubierta principal del bergantín quedaba solamente a pocos centímetros por encima de la superficie empedrada del embarcadero. Su capitán, Jean Duprey, un francés, bajo y fornido, tan rápido para sonreír como para ponerse ceñudo y con un ingenio muy rápido, era muy apreciado por su tripulación. Llevaba seis años al servicio de Trahern y si tenía algún defecto era su debilidad por las mujeres. Conocía cada tabla de su barco, cada hendidura y cada rincón bajo cubierta y se ocupaba que todo el espacio estuviera completamente lleno. El Marguerite era pequeño pero tenía un aspecto limpio, recién pintado, que sugería muchos cuidados y su velamen, aunque remendado en partes, era muy adecuado.
Este era el final de la temporada comercial en los climas septentrionales. Las mercaderías destinadas a Los Camellos, acumuladas en el depósito de Trahern, tenían que ser divididas entre Marguerite y un barco mucho más grande, el Hampstead, que zarparía en diciembre. Rollos de cuerda, brea y alquitrán irían en el barco más pequeño, junto con otras mercaderías necesarias cotidianamente. De interés especial eran cuatro barriles largos y delgados, cuidadosamente embalados y tratados con mucho respeto por los cargadores. El capitán Dupray verificó que fueran debidamente asegurados en la bodega principal. Trahern había encargado cañones á un fabricante alemán y se rumoreaba que los mismos podían disparar dos veces más lejos que cualquier otro cañón fundido hasta entonces. El capitán la pasaría muy mal si esos cañones sufrían algún daño.
El pálido sol ya se había puesto y empezó a hacer más frío. De las aguas del Támesis se elevaban jirones de vapor. Se aceleraron los preparativos finales para zarpar al día siguiente porque esos vapores se unirían y formarían una densa y peligrosa niebla que pondría fin a la labor. Los baúles de Shanna fueron subidos a bordo y los más grandes quedaron en la bodega mientras que los más pequeños que contenían las cosas necesarias para el viaje fueron depositados en su cabina, recientemente desocupada por el primer oficial y el piloto. Estas comodidades resultaban insuficientes; la cabina apenas proporcionaba espacio para que Shanna y Hergus pudieran moverse al mismo tiempo. Como únicas mujeres a bordo, ellas compartirían la pequeña cabina. Pitney había colocado en la puerta, del lado de adentro, un sólido pasador de hierro para limitar, la posibilidad de visitantes indeseables. Cualquier idea que los marineros hubieran podido tener acerca de las dos mujeres fue rápidamente disipada, porque el servidor colgó su hamaca sobre cubierta, cerca del pasadizo que llevaba a la cabina de ellas. Aunque ahora Pitney no estaba a la vista, Shanna y Hergus no tenían duda de que su seguridad a bordo del barco estaba garantizada, tanto por el conocimiento de la justicia que el mismo Trahern aplicaría a cualquiera que lastimara u ofendiera seriamente a su hija y la criada, como por el hecho seguro y cierto de que la venganza de Pitney caería mucho más rápidamente sobre el culpable.
La niebla había hecho que disminuyera gran parte de la actividad a bordo y empezó a percibirse una sensación de; impaciencia. Shanna, de pie con Hergus junto a la borda, notó el humor de la tripulación y también del capitán, pero siguió sintiéndose ansiosa por marcharse de Londres y partir de regreso a su casa. La asistencia al sepelio de Ruark había sido sumamente desagradable. Le resultó difícil explicar, a Ralston la ausencia de la familia Beauchamp y finalmente insistió en que ella había deseado un servicio privado y que como estaría solamente unos pocos días en Inglaterra, la familia Beauchamp accedió a sus deseos y concedió a la reciente novia este último privilegio con su esposo.