– y usted compartió efectivamente una ca…
Shanna levantó la cabeza en altanero despliegue de indignación.
– ¡Señor Ralston! ¿Trata de insultarme con groserías? ¿O le parece desusado que un esposo y una esposa duerman juntos en su noche de bodas?
– Le pido perdón, señora. -Las mejillas de Ralston enrojecieron cuando comprendió el peligro de su pregunta.
– No tolero que duden de mi palabra y me desagrada que usted me presione de este modo. Pero puesto que ha exhibido tan descaradamente su curiosidad, permítame calmarla. Le aseguro, señor, que ya no soy doncella Y que puedo estar esperando un niño.
Después de hacer esa declaración como hubiera podido hacerla cualquier indignada viuda, Shanna se volvió, con expresión preocupada, porque en realidad se preguntaba si podría llevar en su seno la simiente de Ruark. Había sido un encuentro muy breve pero la posibilidad era real. No deseaba criar a un hijo sin padre. Contó mentalmente los días que tendrían que pasar hasta poder saber la verdad. Solamente el tiempo podría poner fin a su inquietud.
Ralston interpretó erróneamente la actitud de ella. Shanna podía muy bien perjudicar la lucrativa relación de él con el padre de ella y ahora él habló sinceramente preocupado.
– Señora, no fue mi intención disgustada.
Shanna lo enfrentó nuevamente y se detuvo cuando vio a Hergus más allá de él. Advirtió la expresión de disgusto en la cara de la escocesa cuando Ralston también se volvió. Como llevaba con la familia Trahern casi veinte años, Hergus solía tomarse confianza y a menudo se expresaba con una franqueza completa que no era necesariamente adulonería. Ella no había aprobado – a los hombres que el señor Ralston le presentó a su joven ama y su disgusto, por Ralston fue creciendo juntamente con el desdén que le inspiraban los candidatos que él traía. Era a Shanna a quien ella entregaba su lealtad, y cualquiera que dudara de ello como para amenazar a Shanna no tardaría en comprobar su error.
– ¿Qué sucede, Hergus? -preguntó Shanna, agradecida por la interrupción.
La sirvienta se acercó más.
– No quise interrumpir -dijo- pero como usted me dijo que me diera prisa me pareció mejor preguntarle. ¿Qué desea que haga con esto?
Shanna quedó sin aliento cuando Hergus le mostró la capa y la chaqueta que Ruark dejara en el carruaje. Ralston arrugó la frente cuando vio que eran prendas de hombre y miró inquisitivamente a Shanna. Con un esfuerzo de voluntad, ella se puso de pie, suspiró pensativa y tomó las prendas. Acarició casi con ternura la suave tela de terciopelo de la chaqueta.
– Era de Ruark -murmuró tristemente-. El era guapo, varonil, encantador, y con la más persuasiva de las sonrisas. Temo que jamás podré olvidarlo.
Shanna devolvió las ropas a su criada.
– En uno de mis baúles, Hergus. Las conservaré como recuerdos. Pero ya estaba pensando cómo se libraría de ellas porque los recuerdos que le traían eran cualquier cosa menos reconfortantes.
Ralston apretó el puño alrededor de su fusta y su mandíbula se puso rígida.
– Su padre me interrogará sobre el asunto, señora Beauchamp. Yo debo darle respuestas. Debo conocer el lugar donde se celebró la boda y examinar los documentos. El apellido Beauchamp es muy conocido aquí en Londres pero hay cosas de las cuales debo asegurarme y no puedo presentarme en la casa de esa familia a preguntar por su pariente, especialmente ahora que están de luto. Sin embargo, debo. comprobar la viudez del matrimonio para tranquilidad de su padre.
Shanna experimentó una fugaz tentación de lanzar la cáustica acusación de que él haría cualquier cosa con tal de engordar su bolsa. Sin embargo, consiguió aparentar que se sentía sólo levemente herida.
– Pero desde luego, señor. Supongo que mi padre no se conformaría con mi palabra. Fue hasta el escritorio y tomó el paquete de documentos que se había ganado al precio de un beso y de su virtud-. Aquí, tiene la prueba.
Ralston, quien ya estaba a su lado, tomó el paquete y desató rápidamente la cinta escarlata. Pero cuando sus ojos fueron hasta la hoja de pergamino que estaba sobre el escritorio, su interés cambió y quedó mirando fijamente el dibujo. Shanna siguió su mirada y vio, impotente, que el hombre levantaba? el- boceto para inspeccionarlo más de cerca. No pudo soportar que los ojos de él escudriñaran en sus pensamientos secretos, porque ciertamente de eso se trataba, de una grosera y descarada invasión de su intimidad, como si él hubiera presenciado lo que sucedió con Ruark en el interior del carruaje.
Irritada, Shanna trató de apoderarse del boceto pero Ralston lo puso rápidamente fuera de su alcance.
– Señora, sus talentos son muchos. No estaba enterado de que llagaban a la capacidad de dibujar retratos de las personas en pergamino. -La miró con desconfianza-. ¿Su difunto esposo?
Shanna asintió de mala gana.
– Démelo -ordenó.
– Su padre sentirá curiosidad…
Con un rápido movimiento Shanna le arrebató el dibujo y lo rompió en pequeños pedazos.
– ¿Por qué destruye un retrato de su marido, señora-? Se diría que él tenía todas las cualidades que usted ha declarado. Ciertamente, fue dibujado con amor. Quizá, como usted dice, le será imposible olvidarlo.
Shanna gritaba interiormente: ¡farsante! Pero respondió en tono manso, sereno y humilde:
– Así es, Y me siento tan apenada que no puedo soportar la vista de su imagen.
El día siguiente amaneció con el mismo tiempo despejado y estimulante. El viento frío soplaba entre los edificios cuando Ralston se apeó del landó y se envolvió apretadamente con su capa. Golpeó la gran puerta con su fusta hasta que le respondieron desde el interior.
– Tengo que hablar con el carcelero. Abra la puerta -ordenó. Después de un breve sonar de llaves, la puerta de hierro se abrió y él entró. Un guardia lo condujo por los corredores hasta que llegó donde se encontraba el carcelero.
– Ah, señor Hicks -empezó en tono jovial-. Debo regresar- a la isla antes de lo esperado. He venido a ver qué buena mercadería tiene para mí.
– Pero señor… -el hombre obeso se puso de pie con dificultad y empezó a frotarse las manos- pero señor Ralston, no tengo nada más de lo que usted a ha elegido.
– Oh, vamos hombre -rió Ralston sin mucho humor, se quitó los guantes de cuero, los envolvió en el mango de su fusta y empezó a golpearse el muslo con ella-.
Debe tener algunos buenos deudores jóvenes o aun un par de ladrones que podrían verse redimidos y con una oportunidad de salir de este agujero.
Usted sabe que mi amo paga bien a quienes les sirven. -Tocó la barriga de Hicks con su fusta y sonrió torcidamente-. Eso significaría algo de dinero para su bolsa.
– Pero señor… -el carcelero sonrió preocupado-. Le juro que no hay ninguno.
– ¡Oh, vamos! -dijo Ralston ahora con cierta irritación-. El ultimo grupo apenas durará un año o dos en los campos de caña de azúcar. -Golpeó impaciente su muslo con la fusta_. Usted debe de tener algunos nuevos. y por supuesto, usted sabe que las mujeres sanas y los niños crecidos no carecen de valor en el Caribe. -Sus facciones adquirieron una expresión ominosa'-. Mi amo me tratará muy mal si no le muestro algo mejor por su dinero.
– ¡Pero señor! -gritó Hicks y empezó a sudar aún más-. Aquí hay simplemente…
Los interrumpió una conmoción fuera de la habitación y la puerta de la celda principal se abrió violentamente. Entró un guardia trayendo una larga cadena que estaba asegurada al prisionero, quien mostraba señales de haber sido muy maltratado recientemente. Un ojo hinchado y un labio partido y ensangrentado le deformaban la cara. Los grilletes que llevaba en los tobillos lo hicieron tropezar y por esa torpeza recibió un fuerte golpe en las costillas. De la boca magullada salió un gruñido de dolor. Los dos guardias se disponían a llevar al prisionero a través del patio exterior cuando Ralston, buen juez de carne humana, levantó una mano para detenerlos.
– ¡Deténganse! -dijo y miró fieramente a Hicks-. Cerdo astuto -dijo-, me lo estaba ocultando para obtener un precio más alto.
Ralston se acercó para examinar mejor al prisionero, y después de un momento se volvió irritado hacia el carcelero.
– No perdamos tiempo, hombre -dijo-. Lo necesito. Dígame el precio. ¿Cuánto pide?
– ¡Pero señor mío! -dijo el pobre Hicks, casi apoplítico-. No lo vendo… quiero decir que no puedo venderlo. El ha estado en un calabozo y ahora se lo llevan a la celda común, con los demás, para ser colgado.
Ralston, sin dejar de golpearse el muslo con su fusta, miró largamente a Hicks. Por fin se irguió y cruzó los brazos. Sus ojos sombríos eran como los de un halcón fijos en un gordo conejo.
– Vamos, Hicks-… El gordo saltó con el sonido de la voz.
– Lo conozco y sé de algunas de… las maravillas que ha realizado, en el pasado. Una bonita suma por un joven como este…
El carcelero tembló y pareció a punto de caer de rodillas.
– Pero… no puedo. Es un asesino, condenado a la horca. Yo debo certificar que lo cuelguen… Y este es su apellido. -Las palabras no alcanzaron a salir de la garganta de Hicks.