Era a Ralston a quien esperaban ahora, a Ralston y a loS' siervos que había ido a buscar. Desde hacía tiempo era costumbre del acepte recorrer los callejones y las posadas hasta último momento, en busca de quienes aceptaran., entrar en servidumbre como una posibilidad de librarse de la miseria de la vida en Londres. En esta época de relativa paz había abundancia de mano de obra, aunque poca de algún valor. En el pasado, algunos habían sido comprados de la prisión por deudas pero los buenos trabajadores eran aquellos que trataban de progresar y mejorar su situación. Eran éstos los que más apreciaba el patrón y a menudo él había expresado objeciones a que pusieran a un hombre en servidumbre en contra de su voluntad y severamente instruyó a Ralston este sentido. Empero, había nuevos campos de caña de azúcar que cosechar y la necesidad de más mano de obra era urgente y aguda.
La última parte de la carga ya estaba estibada y se cerraron las escotillas para Zarpar al día siguiente. Cuando la densa niebla se extendió sobre la cubierta, el suave crujir del barco y el golpear del agua contra el muelle pareció el único contacto con la realidad. En el muelle, las linternas eran pálidas islas de luz en la oscuridad circundante, las linternas que colgaban en la proa del barco disminuían y aumentaban su luz como estrellas titilantes. De alguna parte, entre los jirones de niebla, la risa de un hombre y una aguda risita femenina sonaron fantasmales y extrañas en la oscuridad. Pero cesaron esos sonidos, el silencio volvió a cerrarse como una cosa tangible.
Aterida por el frío que atravesaba su traje de lana, Shanna se envolvió apretadamente en la capa de terciopelo verde, levantó un mechón de cabello, y 1o acomodó en el rodete que había hecho en la
nuca. Después se cubrió la cabeza con el capuchón para protegerse de la humedad.
De abajo llegó un ruido de ruedas sobre el empedrado y Shanna se inclinó sobre la borda. De la espesa bruma surgió un carro que se detuvo cerca del barco. El landó de Ralston venía pocos metros más atrás pero los dos vehículos eran solamente sombras oscuras en medio de la niebla. Shanna tuvo que esforzar la vista para reconocer la silueta delgada y huesuda del agente de su padre, quien dirigía la descarga de los siervos. Un ruido de cadenas hizo que Shanna se pusiera alerta y cuando vio que los hombres venían encadenados unos a otros, soltó, una exclamación. Las cadenas presentaban una gran dificultad porque no eran 1o suficientemente largas para permitir que un hombre descendiera solo. Se producían tropezones y caídas a medida que abandonaban el carro. Los guardias que los empujaban con sus bastones no servían para aliviar la situación, ni tampoco los insultos que proferían y que herían considerablemente los oídos de Shanna.
– ¿Por qué tiene que encadenarlos? -preguntó Shanna mientras Hergus se inclinaba sobre la borda para mirar mejor.
– No 1o sé, señora.
– Bueno, veremos si tiene una buena razón.
Shanna descendió por la planchada, muy irritada, y caminó hacia donde estaba Ralston con deseos de dar rienda suelta a su cólera.
– ¡Señor Ralston! -llamó con tono iracundo.
El -agente giró rápidamente y al ver que Shanna se acercaba, se apresuró a interceptada.
– Señora -dijo- no se acerque. Estos no son los habituales…
– ¿Qué significa esto? _preguntó Shanna Indignada, y sólo se detuvo cuando él estuvo frente a ella-. No veo la razón para tratar como cerdos a hombres buenos, señor Ralston. ¡Quíteles las cadenas! -Pero señora, no puedo.
– ¡No puede! -repitió Shanna, incrédula. Puso los brazos en jarras debajo de la envolvente capa-. ¡Usted olvida su lugar, señor Ralston! ¡Cómo se atreve a decirme no!
– Señora -imploró él-, estos hombres…
– No fastidie mis oídos con excusas -replicó ella secamente-.
Si estos hombres han de ser de alguna utilidad a mi padre, no pueden ser golpeados, heridos y lastimados con cadenas. El viaje ya será bastante duro para ellos. El hombre flaco medio objetó y medio imploró:
– Señora, no, puedo dejados libres aquí, en el muelle. He pagado por ellos con buen dinero de su padre y la mayoría huirían si se les diera la oportunidad. Por lo menos, déjeme que los…
– Señor Ralston -dijo Shanna en tono firme, pero autoritariamente calmo-. He dicho que los suelte. ¡Ahora!
– ¡Pero, señora Beauchamp!
Súbitamente, uno de los siervos encadenados se detuvo en mitad de un paso y los otros que iban con él cayeron cuando sus cadenas les tironearon de los tobillos. Un guardia gritó y corrió hacia él.
– ¡Eh, tú, maldito mendigo! Muévete. ¿Crees que estás dando un paseo por Covent Gárden?
Levantó su bastón para castigar al encadenado y su mirada se cruzó con la de Shanna. Ella giró furiosa, el capuchón cayó sobre sus hombros y el siervo retrocedió y Se cubrió la cabeza con los brazos, como si le temiera más a ella que a cualquier garrote que pudiera usar su torturador.
– ¡Usted está maltratando la propiedad de mi padre! dijo Shanna, indignada por la audacia del guardia. Dio un paso como si fuera a intervenir personalmente pero Ralston la tomó de un brazo
– Señora, no se confíe en estos hombres-dijo él, con preocupación sincera porque sabía que sería severamente castigado si la hija de Trahern sufría algún daño-. Son unos desesperados s Y podrían…
Shanna, hirviendo de furia, enfrentó al agente. Su tono.fue grave e hiriente.
– ¡Quíteme la mano de encima! -exigió.
Con un gesto de impotencia, Ralston asintió y obedeció.
– Señora Beauchamp -dijo- su padre me encargó de su seguridad…
– Mi padre lo expulsaría de Los Camellos si supiera la forma en que trata usted a estos hombres -replicó Shanna-. No me tiente a informar a mi padre, señor Ralston.
Ralston endureció su mandíbula.
– A la señora le han crecido espuelas desde su casamiento -dijo.
– Ajá -repuso Shanna con decisión- Y son filosas. Tenga cuidado de que no lo hieran.
– Me intriga, señora, el?echo de que siempre se muestre dispuesta contra mi. ¿Acaso no sigo las instrucciones de su padre?
– Sólo que demasiado bien -respondió e a cáusticamente.
– Entonces, señora, ¿qué tiene ello de malo? -dijo él, con sus ojos de halcón fijos en los de ella.
– Lo malo está en lo que usted hace para cumplir las órdenes de mi padre -dijo ella vivamente-. Si tuviera usted un poco de decencia…
Ralston enarcó las cejas burlonamente.
– ¿Cómo su difunto esposo, señora?
El primer impulso de Shanna fue abofetearlo. Sentíase llena de un desprecio casi incontrolable hacia ese hombre y las palabras no hubieran bastado para expresar lo que ella quería decir.
Miró severamente al guardia que estaba detrás de Ralston, en actitud ahora menos amenazadora y con los brazos colgando a los lados. Al ciervo encadenado apenas se lo veía pues se había retirado hacia donde estaban sus compañeros, como para ponerse fuera de peligro.
Un grito llegó desde el barco y el capitán Duprey saltó por la planchada y se reunió con ellos. Shanna se volvió.
– ¡Mon Dieu! ¿Qué es esto? -preguntó el capitán.
Vio a los hombres encadenados que parecían aguardar en silencio y rápidamente comprendió la situación.
– ¡Ustedes! -dijo agitando los brazos hacia los guardias!. Lleven estos hombres a bordo. El piloto los dirigirá. ¡Váyanse ahora!
El rostro trigueño del capitán Duprey se iluminó con una amplia sonrisa cuando enfrentó a Shanna. Se quitó el tricornio emplumado y se, inclinó ceremoniosamente.
– Señora Beauchamp, usted no debería estar aquí, en el mulle
– la amonestó muy tiernamente-. ¡Y ciertamente, no cerca de estos sucios miserables!
Shanna imploró taimadamente, tanto con el tono de su voz como con la mirada:
– Capitán Duprey, no puedo tolerar las cadenas y querría ver que estos pobres hombres sean tratados más razonablemente.-Hizo una pausa hasta que el último de los encadenados hubo subido a bordo; y entonces continuó-: Ahora ellos están en, su barco, capitán. Le ruego que haga cortar las cadenas y que se asegure de que serán bien tratados.
– ¡Madame! -El fino bigote negro apuntó hacia arriba cuando él sonrió, y sus ojos negros se encendieron con cálidas luces-:
No puedo negarme. Me ocuparé de ello inmediatamente.
– ¡Señor! -El cortante ladrido de Ralston lo detuvo-. ¡Se lo advierto! Están a cargo mío y yo daré las órdenes…
El capitán Duprey levantó una mano para interrumpirlo y miró nuevamente esos ojos suaves e implorantes de color azul verdoso.
– ¡La señora Beauchamp tiene razón! -dijo galantemente-.
Ningún hombre debería ser cargado con cadenas de hierro. Con la sal los eslabones herirían la piel y las llagas demorarían semanas para sanar.
El francés tomó impulsivamente la pequeña mano de Shanna y la besó con fervor.
– Me ocuparé de satisfacer sus deseos, madame -dijo y se alejó a toda prisa.