En ese momento se acercó Gaitlier, y Shanna, avergonzada, se apartó de Ruark y se sentó sobre sus talones.
– ¡Oh, Ruark, no te levantes! -rogó Shanna-. Yo haré lo que sea necesario. Quédate quieto.
– No puedo, Shanna, debo ocuparme del barco a fin de que no terminemos encallados en la costa de África.
Shanna vio que estaba decidido. Con cierta dificultad, Ruark se levantó y pronto estuvo junto a la rueda del timón.
Ruark miró a su alrededor. El viento había cambiado ligeramente y pronto tendría que corregir el rumbo.
Entonces vio nubes bajas sobre una sombra alargada. Eso anunciaba una isla. Sintió que Shanna le ponía una mano en el pecho y la miró. Ella tenía en el rostro una expresión de honda preocupación.
– Pronto llegaremos -dijo él-. No tienes por qué inquietarte.
– ¿Capitán? -preguntó Gaitlier, aparentemente intrigado-.¿Trahern es tan malo como dice Madre? ¿Yo también seré capturado como siervo? ¿A qué amo deberé servir? ¿A él o a usted?
– No tendrá amo, señor Gaitlier -repuso Ruark con osadía. El mismo no hubiera podido decir cuál sería su destino, pero a este hombre podía asegurarle un retorno a la dignidad-. Quizá la isla sea de su agrado y usted prefiera quedarse. Si no, estoy seguro de que Trahern le pagará pasaje a cualquier puerto de su elección. Se mostrará agradecido con usted por haber ayudado a rescatar a la hija, y lo recompensará con una, bonita suma.
– ¿Y qué será de usted, señor? -preguntó Gaitlier, pero Ruark prefirió fingir que había entendido mal el significado de la pregunta.
– Yo no tengo necesidad de dinero. -Miró al hombre-. Sin embargo, hay una cosa que voy a pedirle, señor Gaitlier.
El hombre asintió. -Lo que usted diga, señor.
Ruark se rascó el mentón con el pulgar. – Trahern me conoce como siervo. A menos que la señora Beauchamp le diga otra cosa, le pido que guarde silencio sobre nuestro casamiento. Yo soy, para la gente de Los Camellos, John Ruark, y la señora es señora Beauchamp, viuda.
– No tema, señor. Dora y yo nada diremos de usted y la señora.
Los cuatro compartieron una comida alrededor de la yacija de Ruark. Shanna se ocupó rápidamente de que Ruark estuviera cómodo, puso, una almohada bajo su pierna, le llenó el plato y tomó la copa de vino cuando él hizo ademán de dejarla sobre la cubierta. Ruark apoyó posesivamente una mano en el muslo de Shanna y explicó a Gaitlier la forma de manejar el barco. Fue un momento tranquilo, un momento descansado, y cuando terminó, Ruark volvió cojeando a la rueda del timón.
Ruark levantó el anteojo de bronce y estudió la isla todavía distante que se hallaba a popa y babor. Era la última de la cadena, altos acantilados caían verticalmente al mar en su extremo oriental. Una vez que la hubieran pasado, pondrían proa a Los Camellos.
Regresó a su yacija y estiró nuevamente la pierna. La herida le dolía y los músculos empezaban a saltar en su muslo, enviando oleadas de dolor hacia todo su cuerpo. Empezó a masajearse el muslo para relajar los músculos que palpitaban pero Shanna se hizo cargo de la tarea. Bajo las tiernas caricias, él se adormiló y soñó con unos labios suaves y rosados que lo besaban en la boca.
La isla había quedado atrás y el sol estaba alto en el cielo cuando Ruark viró y puso proa a Los Camellos. Después volvió a tenderse sobre las mantas. Gaitlier había improvisado un toldo para él y ahora Shanna compartía con Ruark ese pequeño punto de frescura. La pierna dolía intensamente y cada vez que se levantaba debía hacer un esfuerzo mayor. Bebió más ron, pero esta vez la bebida no calmó su sufrimiento.
Apoyó la cabeza.en el regazo de Shanna y ella le acarició la frente hasta que el dolor cedió. Mientras sostenía la cabeza de él, Shanna tarareó unos pocos versos de una tonada que súbitamente le vinieron a la memoria y Ruark, con su rica voz de barítono, empezó a acompañarla en el canto. Shanna dejó de cantar y escuchó con atención. Súbitamente reconoció la voz que había llegado hasta ella desde la cubierta inferior del Marguerite, cuando viajaba de Inglaterra a Los Camellos.
– ¡Oh, Ruark! -susurró suavemente ella y lo besó en la frente.
En ese momento les llegó un grito y ambos se levantaron. Ruark se apoyó en la batayola para no caerse y miró a Gaitlier, quien venía por la cubierta agitando los brazos, seguido por Dora.
– ¡Barcos! ¡Barcos a la vista! -gritó el hombre-. ¡Y de los grandes!
Ruark tomó el largo telescopio y enfocó las velas que relucían blancas en el sol y se acercaban rápidamente. Dirigió el anteojo hacia la mancha de color que flameaba en el palo mayor.
– ¡Inglés! -gritó-. ¡Son ingleses! Pero hay otra bandera. -Miró nuevamente por el anteojo.
Después de un momento, se volvió y miró sonriente a Shanna-. ¡Es tu padre! ¡El Hampstead y el Mary Christian!
Shanna soltó un grito de alegría y Ruark luchó para conservar el equilibrio cuando ella le echó los brazos al cuello.
– ¡Arríe las velas! -gritó Ruark a Gaitlier-. ¡Nos detendremos y los aguardaremos!
El hombre no necesitó que le repitieran la orden. Saltó a la batayola, tomó el hacha y con un solo golpe cortó el cabo de la vela mayor. Luego corrió a la cubierta de proa, donde hizo lo mismo con las cebaderas.
El Hampstead se acercó y pronto no hubo ninguna duda. Junto al flaco hombre de negro que sólo podía ser Ralston, había un bulto blanco que sólo podía ser Trahern. Shanna dio un grito de alegría y corrió a unirse con Gaitlier y Dora en la batayola. Ruark se hubiera reunido con ellos, pero su pierna no hubiese soportado el peso de su cuerpo. Mientras la enorme masa del Hampstead seguía acercándose, él permaneció aferrado a la rueda del timón. Las troneras fueron abiertas y los cañones asomaron. Detrás de las bocas negras y amenazadoras, él pudo ver las caras ansiosas de los artilleros, alerta ante cualquier señal de hostilidad.
Fueron arrojados garfios de abordaje y los dos barcos quedaron unidos. Entonces, a un grito del piloto, un pelotón de hombres saltó a la cubierta del Good Hound empuñando pistolas y machetes y preparados, como si esperaran tener que librar batalla. El Mary Christian se mantenía a babor con sus cuatro cañones listos para disparar.
Cuando cualquier posible resistencia hubo sido conjurada, Ralston abordó cautelosamente la goleta y dio varias órdenes a los hombres.
Uno de los marineros, al ver que no había peligro, dejó a un lado su machete y ayudó a Shanna a pasar al Hampstead.
Apenas estuvo en el gran barco, ella corrió al alcázar y se arrojó en los brazos de su padre, llorando de alegría y alivio. Trahern luchó por conservar su equilibrio y se apartó un paso.
– Ciertamente, eres mi hija -dijo el hacendado- y no un pillete que viene a aprovecharse de mi bondad.
Shanna rió alegremente y abrió la boca para replicar, pero al desviar la mirada se apartó y las palabras se atascaron en su garganta cuando miró hacia la cubierta de la goleta.
Ruark había estado dispuesto a saludar a Ralston como a un salvador y tendió una mano cuando el hombre flaco se le acercó, pero Ralston ignoró el gesto y en cambio lo golpeó cruelmente con el grueso mango de su fusta de montar. El golpe dio a Ruark en medio de la cara y lo hizo caer pesadamente sobre la cubierta. Cuando Ruark trató de levantarse, Ralston puso un pie en medio de su espalda, apretándolo contra las tablas. El hombre flaco hizo un gesto imperioso a dos corpulentos marineros. Sin ceremonia, los hombres levantaron a Ruark, le ataron las muñecas a la espalda y cuando él recobró el sentido lo amordazaron para acallar sus maldiciones. Ralston caminó hacia la escalera y allí aguardó a que trajeran al prisionero. Los hombres empujaron a Ruark hacia adelante. El no podía caminar y cayó, retorciéndose para proteger su pierna herida. Cuando nuevamente lo levantaron, tenía un gran magullón en la frente, por la que corría un hilillo de sangre. Lo arrastraron entre los dos y Ralston encabezó la procesión, henchido de orgullo por su victoria.
Horrorizada, Shanna se volvió hacia su padre pero él no estaba de humor para escuchar sus ruegos.
– Será colgados por piratería -dijo el hacendado- no bien lleguemos a Los Camellos. Los hombres que los piratas dejaron en libertad me han contado todo acerca de nuestro señor Ruark.
Orlan Trahern bajó cuidadosamente del alcázar y fue a recibir al grupo que venía de la goleta.
– ¡Nooo! -gimió. Shanna y corrió en pos de su padre. Cuando llegó, a la cubierta principal vio a Pitney apoyado en la batayola, con los brazos cruzados, enormes pistolas en su cinturón y un ceño sombrío en su cara.
Pitney miró a Shanna un largo momento, chasqueó la lengua y le volvió la espalda, como si no pudiera soportar tener que mirada. Se oyó un gemido cuando los hombres de Ralston arrojaron a Ruark en la cubierta.
– Este esclavo es culpable de una docena de crímenes -gritó Ralston, enhiesto y autoritario-. Icenlo en el penol de la verga.
Los marineros levantaron los brazos de Ruark y se los ataron sobre la cabeza. Después, obedeciendo la orden, lo izaron hasta que los dedos de los pies del prisionero apenas rozaron la cubierta.
Nuevamente Shanna apeló frenéticamente a su padre y él la ignoró.
En vez del color gris habitual, la cara de Ralston estaba encendida. El hombre tosió cubriéndose la boca con una mano enguantada y habló con atrevimiento a Trahern.