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– Si no fuiste tú, ¿quién fue? -preguntó la dama Miyagi-. No sería el sogún, ese alfeñique impotente. -Miró a su marido con furia y bajó la daga-. Todos estos años he tolerado tus romances con otras mujeres sin quejarme jamás, porque no creía que fueras a tocarlas; no creía que pudieras. Tenía fe en que, de corazón, me eras fiel.

Con la atención dividida entre la dama Miyagi, el cuchillo y Reiko, Sano se acercó disimuladamente mientras le enviaba a su esposa un mensaje sin palabras: «¡Un momento más y te salvaré!»

– Pensaba que éramos amantes espirituales. Emparejados para siempre, como los cisnes de nuestra divisa familiar. Que lo compartíamos todo. -La dama Miyagi bajó las comisuras de la boca; se le saltaban las lágrimas-. Pero ahora ya sé la verdad. Te escabulliste para acostarte con la dama Harume sin decírmelo. ¡Me traicionaste!

– Prima, yo nunca…

– Sé cuánto ansías tener un hijo. No podía permitir que naciera el niño de Harume. Eso te habría animado a engendrar otro, de una de tus damas. Se convertiría en tu nueva esposa, y el chico en tu heredero. Me habrías dejado de lado. ¿Cómo iba yo a sobrevivir sin tu protección?

Por fin Sano entendía el verdadero móvil del asesinato de la dama Harume. Un malentendido había encendido los celos. El objetivo del veneno era la criatura nonata, y no la madre. Sano se aproximó sigilosamente a Reiko y a la dama Miyagi.

– Mataste a Gorrión y a Copo de Nieve para que no pudieran tener hijos míos. -Desconcertado, el caballero Miyagi sacudió la cabeza-. Pero ¿por qué matar a un vendedor de drogas?

La mirada llorosa de la dama Miyagi se endureció.

– Lo hice para que no pudiera identificarme como la persona que compró el veneno. Pensaba matar a ese odioso propietario de la casa de los monstruos que lo había descubierto y trataba de hacerme chantaje, pero perdí mi oportunidad. ¿No entiendes que lo hice todo para que las cosas no cambiaran entre nosotros?

– Prima, yo nunca te apartaría de mi lado -lloró el caballero Miyagi-. Te necesito. A lo mejor nunca te lo había dicho, pero te quiero. -Extendió las manos juntas-. ¡Por favor, devuélvele su mujer al sosakan-sama y ven conmigo!

– No puedo. -La dama Miyagi dio otro paso hacia el borde del precipicio. El corazón de Sano golpeaba contra su caja torácica; se detuvo en seco y extendió un brazo para indicarle a Hirata que no se adelantara. Cualquier movimiento podía hacer que la dama Miyagi se sintiera acosada y le hiciera daño a Reiko-. He visto cómo la miras. Sé que la deseas. La única forma de asegurarme de que nunca te dé un hijo es matarla.

Alzó la daga con un movimiento brusco y la punta se hundió en la tierna carne del mentón de Reiko. Sano se estremeció de terror.

– Escuchad. Vuestro marido no era el padre del hijo de Harume -le dijo, luchando por mantener la calma-. No os traicionó. Harume tenía otro amante. Además, Reiko es mía. No está a disposición del caballero Miyagi. Así que dádmela, ahora mismo.

La dama Miyagi respondió a su ruego con una mirada inexpresiva. Ensimismada en su mundo de percepciones sesgadas, parecía insensible a la lógica. Se volvió poco a poco, arrastrando a Reiko hacia el borde del precipicio.

– ¡No!

Sano corrió hacia las dos mujeres, pero Hirata se le avanzó. El joven vasallo aferró al caballero Miyagi con los dos brazos.

– Dama Miyagi, si le hacéis daño a la esposa del sosakan-sama, tiraré a vuestro marido por el precipicio -aulló.

Era una estrategia que no se le había ocurrido a Sano; su pensamiento había estado centrado en Reiko. Contuvo el aliento mientras veía que la dama Miyagi volvía la cabeza. Cuando vio al daimio, se quedó petrificada y tomó aliento con un susurro.

– ¡Prima, ayúdame, no quiero morir! -El caballero Miyagi pataleaba y sollozaba entre los brazos de Hirata.

– Está en vuestras manos salvarlo -dijo Sano. En su corazón brotó un manantial de esperanza-. Basta con que tiréis la daga. Después venid hacia aquí. -Dio unos pasos colina abajo y le indicó a la dama Miyagi que lo siguiera-. Traedme a Reiko.

La mirada de la dama voló de su marido a Sano, y después a Reiko. Profirió un gemido de angustia. Sano notaba que la duda debilitaba su determinación, como el agua fría que agrieta la porcelana caliente, aunque no se movió.

– ¿Hirata? -dijo Sano.

El joven vasallo empujó al caballero Miyagi hacia el borde.

– Socorro, prima -lloriqueó el daimio.

Nadie más habló. Nadie se movió. Tan sólo el viento y el correr del agua perturbaban el silencio. La gran rueda de los cielos parecía haberse detenido, frenando a la luna y a las estrellas en sus caminos celestiales. Enloquecida por los celos, la dama Miyagi al parecer quería salvar a su marido, pero no sin asegurar la posición que ella ocupaba en su vida. Quizá también necesitaba castigarlo por su imaginaria traición. Sano sentía que la noche se extendía, vasta y terrible como el punto muerto al que habían llegado las negociaciones. La desesperación lo abrumaba.

Entonces se oyeron unos crujidos procedentes del bosque. Un hombre apareció por detrás de Reiko y la dama Miyagi. Llevaba un quimono sucio y una lanza en la mano.

– Teniente Kushida. -El asombro aquietó la exclamación de Sano. Vio que Hirata se enervaba con la sorpresa, y oyó que el daimio profería un gruñido. La dama Miyagi se volvió un poco, mirando a todas partes en un intento de observar a todo el mundo a la vez.

– Él debía de ser el que nos seguía por el bosque -dijo Hirata-. ¿Qué hace aquí?

El teniente hizo caso omiso de Sano, Hirata, Reiko y el caballero Miyagi. Señaló a la esposa del daimio con la lanza y gritó:

– ¡Asesina! -Su cara de mono estaba manchada de polvo; el pelo enmarañado le flotaba suelto por los hombros-. He perseguido día y noche al asesino de mi amada Harume. Al fin te he encontrado. ¡Ahora vengaré su muerte, aplacaré su espíritu y reclamaré mi honor!

Por fin Sano entendía el motivo de que Kushida hubiese ido al muelle de Daikon. Había rastreado a Choyei y lo había obligado a revelarle la identidad del cliente que había comprado el veneno para flechas. Era el hombre al que el casero había oído en la habitación de Choyei. Después había acechado a la dama Miyagi. Antes de que Sano pudiera reaccionar, el teniente se abalanzó hacia las mujeres. La dama Miyagi chilló y, dando un traspié, se situó a un lado por el camino que llevaba al pabellón. El filo de la lanza le atravesó una de las mangas. Con una maldición, el teniente Kushida atacó de nuevo. Cuando la dama Miyagi asestó un golpe de su daga en un intento de defenderse, Reiko se liberó. Avanzó tambaleándose por el sendero, tratando de esquivar las fieras acometidas de Kushida. Cuando Sano corrió en su ayuda, el asta de la lanza lo golpeó en el hombro.

Hirata apartó al caballero Miyagi de un empujón. Desenvainó la espada y cargó contra el teniente.

– Yo me encargo de él, sosakan-sama. Salvad a Reiko.

Entre estocadas e intentos de esquivar sus ataques, alejó a Kushida colina abajo. Sano se acercó a Reiko, pero la dama Miyagi le hizo un corte en el brazo con el cuchillo.

– ¡Apartaos! -chilló.

Sano desenvainó la espada y golpeó la hoja de la dama Miyagi. Reiko sacó el arma de su manga y se unió a la batalla. Entonces Sano sintió que se le acercaba alguien por la espalda. Se volvió y vio al caballero Miyagi blandiendo una espada.

– No permitiré que le hagáis daño a mi mujer. -Con las facciones colgantes tensadas por el miedo, lanzó un torpe golpe hacia Sano.

Sano lo esquivó. Acometió con su espada la hoja del daimio, más con la intención de someter que de matar.

– No podéis ganar, caballero Miyagi. Rendíos.

Reiko asestó un tajo a la dama Miyagi, que lo paró. Sus esbeltas hojas chocaron con un dulce tintineo de acero. Girando y fintando al borde del abismo, entre ropajes y cabelleras ondeantes, se enzarzaron en un baile de violenta gracilidad. Reiko combatía con la habilidad que da la práctica, la dama Miyagi con implacable ferocidad. De la parte baja de la colina, Sano oía que el teniente Kushida le gritaba a Hirata:

– Dejadme en paz. Tengo que vengar la muerte de la dama Harume. Sólo así conoceré la paz.

El caballero Miyagi se afanaba contra la superior destreza de Sano. Su afligido rostro estaba empapado en sudor. Una vida entera de hedonismo lo había preparado poco para el combate. En un momento, Sano le había arrebatado la espada de las manos. Impotente, se acurrucó en el suelo. Miró a su mujer, cuyas vestiduras pendían en retazos ensangrentados allí donde Reiko la había cortado. Exhaló un quejido. Sano se imaginaba su visión de una vida sin una esclava devota; cárcel, exilio o confiscación de las propiedades familiares como castigo por los crímenes de su mujer. Entonces alzó las manos en señal de rendición.

– Acepto la derrota -dijo con tranquila dignidad-. Os ruego que me concedáis el privilegio del haraquiri.

El daimio desenvainó su espada corta y la aferró con manos temblorosas con la punta hacia el abdomen. Cerró los ojos y murmuró una oración. O estaba tomando la salida cobarde de una situación difícil, o le quedaba algún vestigio de honor samurái. Después tomó aliento en profundidad. Con un grito ensordecedor, se clavó la espada.

– ¡Primo! -La dama Miyagi se acercó corriendo y se arrodilló junto a su marido, que se debatía y gemía en la agonía de la muerte. Soltó la daga y acarició el rostro del daimio con las manos ensangrentadas.

El caballero se retorció en un espasmo. Alzó la vista hacia su mujer y sus labios articularon unas palabras ininteligibles. Después quedó flácido entre sus brazos.

– Oh, no. Mi amor. ¡No! -Unos sollozos asfixiados sacudieron el cuerpo de la dama Miyagi.

Jadeando exhausta, Reiko se unió a Sano. Este se aprestó a agacharse para recoger el arma de la asesina, aunque no creía que ya fuera a resistirse al arresto. Pero la dama estiró el brazo y aferró la daga, con la que lo apuntó. El dolor le deformaba las facciones; tenía la cara lívida de furia, surcada de sangre y de lágrimas.

– Habéis destruido a mi marido -susurró-. Pagaréis por esto.

Sano alzó la espada. Pero, en vez de atacarlo, la dama Miyagi asaltó a Reiko.

– Me habéis quitado a mi amado -gritó-. ¡Ahora yo os quitaré a la vuestra!

Desprevenida, Reiko esquivó demasiado tarde; el filo erró su corazón, pero le cortó en el hombro. Después volvían a combatir, Reiko de espaldas al precipicio y la dama Miyagi entre ella y Sano. Éste envainó la espada y la agarró por detrás, cerrando las manos sobre las de ella en la empuñadura de su daga. Mientras manoteaban para controlar el arma, la dama Miyagi se derrumbó hacia delante encima de Reiko. Sano cayó con ella. Aterrizaron en el borde del abismo, con las cabezas asomadas al espacio vacío.

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