La mano fría del miedo se cerró sobre el corazón de Reiko al sopesar el significado de sus palabras. Estaba segura de sentarse al lado de un asesino que representaba las perversas fantasías implícitas.
– El amor prohibido es muy romántico -dijo ella-. Vuestro poema me recuerda un rumor que oí sobre la dama Harume.
– El castillo de Edo está lleno de rumores -dijo acerbamente la dama Miyagi-, y muy pocos son ciertos.
El caballero Miyagi no le prestó atención.
– ¿Qué oísteis?
– Harume se veía con un hombre en una posada de Asakusa. -Al ver un destello de preocupación en sus ojos húmedos, Reiko mantuvo su expresión de inocencia-. Qué osada fue al hacer una cosa así.
– Sí… -murmuró el daimio, como si hablara para sus adentros-. Los amantes en tales situaciones se exponen a consecuencias funestas. Qué suerte ha tenido él de que el peligro haya pasado.
Reiko apenas podía contener su emoción.
– ¿Creéis que el amante de Harume la mató para mantener en secreto su relación? También he oído que ella vivía otro romance -improvisó, preguntándose si Sano habría localizado al amante misterioso y deseando que pudiera ver lo bien que le iba su interrogatorio-. Se la estaba jugando de verdad, ¿no os parece?
«¿Los espiasteis, caballero Miyagi? -Reiko deseaba preguntar sin ambages-. ¿Estabais celoso? ¿Por eso la matasteis?»
– ¿Qué importancia tiene lo que hiciera Harume, ahora que está muerta? De verdad, este tema me parece repugnante -espetó la dama Miyagi.
– Es natural interesarse por los conocidos de uno -dijo el caballero con suavidad.
– No sabía que conocierais a Harume -mintió Reiko-. Decidme, ¿qué pensabais de ella?
Los ojos del daimio se enturbiaron al hacer memoria.
– Ella…
– Primo -dijo entre dientes la dama Miyagi, con una mirada fulminante.
El daimio pareció caer en la cuenta de la locura que era hablar de su amada asesinada.
– Todo forma parte del pasado. Harume está muerta. -Recorrió a Reiko con su mirada aceitosa-. Mientras que vos y yo estamos vivos.
– Esta mañana habéis dicho que Harume flirteaba con el peligro e invitaba al asesinato -insistió Reiko, decidida a concluir su causa contra el caballero Miyagi. Tenía la declaración que lo situaba en la escena del crimen; necesitaba la confesión-. ¿Fuisteis vos quien le dio lo que se merecía?
En el mismo momento en que lo decía, supo que había ido excesivamente lejos. Al ver la expresión anonadada del caballero Miyagi, esperó que fuera demasiado lento para darse cuenta de que prácticamente lo había acusado de asesinato. Entonces la dama Miyagi la agarró por la muñeca. Con una exclamación de sorpresa, Reiko se volvió hacia su anfitriona.
– En realidad no habéis venido aquí a ver la luna, ¿verdad? -dijo la dama Miyagi-. Trabasteis amistad con nosotros para poder espiarnos por orden del sosakan-sama. ¡Estáis tratando de cargarle el asesinato de Harume a mi marido! ¡Queréis destruirnos!
Su rostro había experimentado una asombrosa transformación. Sobre sus ojos llameantes, las arrugas trazaban muescas profundas en su ceño. Bufaba y mostraba los dientes negros en un gruñido. Reiko la miró atónita. Era como el punto álgido de un drama no cuando el actor que interpreta a una mujer amable y corriente revela su auténtica naturaleza al cambiarse de máscara y convertirse en un feroz dragón.
– No, no es verdad. -Reiko trató de zafarse de ella, pero las uñas de la dama Miyagi se le hundían en la carne-. ¡Soltadme!
– Prima, ¿de qué hablas? -lloriqueó el caballero Miyagi-. ¿Por qué tratas de este modo a nuestra invitada?
– ¿No ves que intenta demostrar que tú envenenaste a Harume y apuñalaste al vendedor de drogas del muelle de Daikon? Y contigo no hay manera de protegerse. ¡Has caído en la trampa!
El daimio sacudió la cabeza, aturdido.
– ¿Qué vendedor? ¿Cómo puedes atribuirle tan maliciosas intenciones a esta dulce y joven dama? Suéltala de inmediato. -Se inclinó hacia ellas y tiró de los dedos de su esposa-. ¿Por qué íbamos a necesitar protección? Yo no cometí todos esos horrores. Nunca he matado a nadie.
– No -dijo la dama Miyagi con voz llena de queda amenaza-. Tú, no.
De repente la verdad golpeó a Reiko como un puñetazo en el estómago. Las coartadas desbaratadas no incriminaban tan sólo al caballero Miyagi. La intención de su mujer había sido protegerse también ella.
– Vos sois la asesina -exclamó Reiko.
La dama Miyagi rió con sorna, un grave gruñido en las profundidades de su garganta.
– Si os ha hecho falta tanto tiempo para imaginároslo, es que no sois tan lista como os creéis.
– ¡Prima! -Cuando el caballero Miyagi cobró conciencia de la situación, cayó de rodillas. Su cara pareció desmoronarse: la carne blanda se hundía en torno a los agujeros de su boca abierta y a sus horrorizados ojos-. ¿Tú mataste a Harume? Pero ¿por qué?
– No importa -dijo con aspereza la dama Miyagi-. Harume ya no tiene importancia. Ahora el problema es ésta. Sabe demasiado. -Sus labios se curvaron en una maliciosa sonrisa dedicada a Reiko-. ¿Sabéis?, en realidad estoy bastante contenta de que seáis una espía. Ahora siento que lo que he planeado todo este tiempo está todavía más justificado.
– ¿Qué… qué es? -Todavía aturdida por su descubrimiento, Reiko se encogió ante la hostilidad que goteaba de la voz de la dama Miyagi.
– No os he dejado venir para que pudierais robarme el afecto de mi marido. No, os he traído aquí porque vi la ocasión perfecta para que salgáis de nuestra vida para siempre. Igual que hice con sus dos concubinas.
El caballero Miyagi se quedó boquiabierto.
– ¿Copo de nieve? ¿Gorrión? ¿Qué les has hecho?
– Están muertas. -La dama Miyagi asintió con petulante satisfacción-. Las até y las degollé.
A Reiko la asaltó el horror como un torrente enfermizo. Al ver la furia maníaca en los ojos de su anfitriona, lamentó haber derrochado su miedo en la persona equivocada. El daimio era inocente e inofensivo. El peligro real residía en la mujer a la que Reiko había descartado como mera sombra insignificante. Ahora anhelaba empuñar el cuchillo que llevaba atado a su brazo izquierdo, pero la dama Miyagi mantenía inmovilizada su mano derecha. No podía llegar al arma escondida.
– Pero ¿por qué, prima, por qué? -dijo el caballero Miyagi. Blanco de asombro, contemplaba a su esposa-. ¿Cómo pudiste matar a mis chicas? Nunca hicieron nada para ofenderte. No será… ¿No será que estás celosa? -Su voz se alzó con la incredulidad-. No eran más que diversiones inofensivas, como el resto de mis mujeres.
– A mí no me engañaron -espetó la dama Miyagi-. Podrían haberte apartado de mí y echarlo todo a perder. Pero me he librado de ellas. Y ahora voy a asegurarme de que ésta tampoco se interponga entre nosotros.
La urgencia de su demente resolución debía de haberse acumulado con rapidez en el interior de la dama Miyagi desde la muerte de Harume, conduciéndola a matar una y otra vez. El súbito pánico dotó de fuerza al cuerpo de Reiko. ¡Esa mujer pretendía asesinarla también a ella! Se liberó de sus garras, se puso en pie de un salto y se abalanzó hacia la entrada del pabellón. Pero la dama Miyagi la cogió del extremo de su faja y la volteó con un tirón. Agarró a Reiko por el tobillo. Esta perdió el equilibrio y cayó de espaldas sobre la mesa. La comida y la vajilla salieron disparadas. Mientras el golpe le inundaba la espalda de dolor, la dama Miyagi se le puso encima de un salto.
– Copo de Nieve, Gorrión -gemía el daimio, acurrucado en un rincón-. No, no… Prima, has perdido la cabeza. Detente, por favor. ¡Detente!
Reiko trató de quitarse de encima a la esposa del daimio, pero tenía los brazos atrapados en los voluminosos pliegues de su quimono y las piernas inmovilizadas entre las de ella. No llegaba a la daga. Se agitó con impotencia mientras su adversaria intentaba cerrar las manos alrededor de su garganta. Estrelló con fuerza su frente contra la cara de la dama Miyagi y sintió el choque violento del hueso contra el hueso. Por un instante, lo vio todo negro. La dama Miyagi aulló y se retiró. Reiko se enderezó, pero la esposa del daimio se recuperó antes de que pudiera aferrar el cuchillo. Chorreando sangre por la boca, con los incisivos rotos a la altura de las encías, arremetió contra Reiko con ojos enloquecidos. Se estrellaron juntas contra la celosía y la redujeron a astillas. Una ráfaga de aire frío entró en el pabellón.
– Prima, detente -imploró el caballero Miyagi.
Con gran desilusión, Reiko se dio cuenta de que ella, que creía en el poder de las mujeres, había infravalorado a la esposa del daimio. El ansia de la dama Miyagi por proteger a su marido era equivalente a la determinación de Reiko de compartir el trabajo de su esposo. Sano la había considerado una mera esclava de su marido y no una auténtica sospechosa; como una boba insensata, Reiko había seguido su ejemplo. Había subestimado a la dama Miyagi por vieja y débil, incapaz de violencia o asesinato. En ese momento, Reiko deploraba su estupidez. Había atribuido correctamente la culpa de los asesinatos a la casa de los Miyagi, pero había fallado al identificar al responsable real. Había tomado la manía homicida de la dama Miyagi por excitación sexual, pasando por alto las pruebas aportadas por su comportamiento. Incluso el poema, una confesión escalofriante y oblicua, se le había escapado. Las costumbres sociales la habían cegado tanto como a Sano.
– ¡Socorro! -gritó Reiko. En ese momento, recibiría de buen grado la protección de un hombre-. ¡Detective Fujisawa, detective Ota, socorro!
La dama Miyagi rió entre jadeos mientras arañaba y daba patadas y puñetazos. Le tiró a Reiko del pelo, y agujas y peinetas saltaron por los aires.
– Gritad todo lo que queráis. No vendrán.
Sujetó la barbilla de Reiko con una mano y la hizo retroceder a la fuerza. Reiko pugnó por liberarse, pero la dama Miyagi poseía la fuerza sobrenatural de la locura. La mantuvo pegada al suelo con las rodillas. Se sacó una daga de debajo de la ropa y acercó el filo a la cara de Reiko, tocándole los labios.
Reiko se puso rígida de inmediato y dejó de forcejear. Fascinada por la hoja de acero afilado, era incapaz de respirar. Se imaginó a las dos concubinas, sacrificadas como animales, y sintió que su espíritu entero retrocedía del filo capaz de derramar su sangre. El único momento en que había afrontado un peligro semejante fue durante la remota batalla a espada en Nihonbashi. En aquel momento se había sentido invencible: era tan joven, tan insensata. La asaltó la terrible conciencia de su propia mortalidad. Anhelando la presencia de Sano, lamentó con amargura el error de estar a solas con una asesina. Pero Sano estaba lejos, en Edo; el arrepentimiento no iba a salvarla.