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Sano sabía que podía confiar en Hirata, que había dado sobradas muestras de su competencia y su inquebrantable lealtad durante el tiempo que habían trabajado juntos. En Nagasaki, el joven vasallo lo había ayudado a solucionar un caso difícil, y le había salvado la vida.

– Y, sosakan-sama, lamento lo del banquete de bodas. -Salieron de la habitación, e Hirata hizo una reverencia-. Enhorabuena por vuestro matrimonio. Será un privilegio hacer extensibles mis servicios a la honorable dama Reiko.

– Gracias, Hirata-san.

Sano correspondió a la reverencia. Apreciaba la amistad de Hirata, que lo había apoyado a lo largo de un periodo solitario de su vida. Una de las cosas más duras de aquel trabajo había sido aprender a compartir la responsabilidad y los riesgos, pero Hirata le había enseñado la necesidad -y el honor- de hacerlo. Estaban unidos por la antigua tradición samurái de señor y vasallo, absoluta y eterna. Contento de dejar las cosas en manos de confianza, Sano salió del palacio y se encaminó hacia el depósito de cadáveres de Edo.

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