Despojado de la combatividad, Kushida parecía un pequeño y trágico mico.
– Cuando escoltaba a la dama Harume y a las otras mujeres en sus excursiones, ella se escabullía del grupo. Tres veces la seguí, y le perdí la pista. La cuarta la rastreé hasta una posada de Asakusa. Pero no pude pasar por la puerta porque había soldados custodiándola. No llevaban ningún emblema, y no quisieron decirme quiénes eran.
Los hombres del caballero Miyagi, pensó Sano, que velaban por la intimidad de su amo durante su cita con Harume.
– Nunca vi al hombre al que eligió en vez de a mí -continuó Kushida-. Pero sabía que existía. ¿Por qué otro motivo desaparecía de aquel modo? Por las noches no pegaba ojo preguntándome quién sería y envidiándolo por disfrutar de ella. No soporto no saberlo. ¡Me está matando! -Sus ojos ardían con una obsesión que no se había extinguido, ni siquiera a la muerte de Harume-. ¿Todavía tenéis el diario? -Tenso por la esperanza, le imploró-: Os lo ruego, ¿puedo verlo?
Sano se preguntaba si el teniente tendría otro motivo de índole más práctica para tratar de robar el diario. Quizá creyera que contenía pruebas que lo incriminaban, y quería destruirlas.
– Cuando estuviste en la habitación de la dama Harume, ¿encontraste también un frasco de tinta y una carta de amor en la que se le pedía que se tatuase? -inquirió Sano.
Kushida sacudió la cabeza con impaciencia.
– Ya os lo he dicho, jamás vi ese bote de tinta. Ni ninguna carta. No buscaba esas cosas. Todo lo que quería era un… recuerdo íntimo de Harume. -Bajó los ojos y murmuró-: Así es como encontré el diario. Estaba con su ropa interior. Ya os dije que no sabía lo del tatuaje. Yo no la envenené.
– Tengo entendido que la dama Harume estuvo gravemente enferma el verano pasado -dijo Sano- y que alguien le lanzó una daga. ¿Lo sabías? ¿Fuiste el responsable? -Sano quería verificar la historia de Reiko, y al mismo tiempo se preguntaba si el teniente Kushida temía que el diario lo implicase.
– Lo sabía. Pero si creéis que yo tuve algo que ver con lo que pasó, estáis equivocado. -Kushida miró a Sano con desdeñoso desafío-. Jamás le habría hecho daño a Harume. La amaba. ¡Yo no la maté!
Enfrente, brillante como un camino iluminado por el sol en pleno bosque tenebroso, Sano vio una salida a su personal dilema. El intento de robo del teniente Kushida lo convertía en el principal sospechoso. Las falsedades previas restaban credibilidad a sus desmentidos. Si Sano lo acusaba de asesinato, era prácticamente seguro que lo encerrarían: la mayoría de los juicios terminaban con un veredicto de culpabilidad. Sano podría evitar los peligros políticos de seguir con la investigación, y la deshonra de la ejecución si fracasaba. Y desaparecida una de las mayores causas de conflicto entre él y Reiko, podrían darle otra oportunidad a su matrimonio. Pero todavía no estaba dispuesto a cerrar el caso.
– Teniente Kushida -anunció-, os pongo bajo arresto domiciliario hasta que finalice la investigación del asesinato de la dama Harume. En ese momento se decidirá vuestro destino. Entretanto, permaneceréis en vuestro domicilio bajo guardia permanente; no se os permite salir bajo ningún pretexto, excepto un incendio o un terremoto. -Eran los términos habituales de cualquier arresto domiciliario, la alternativa a la cárcel de los samuráis, un privilegio de clase-. Escoltadlo al bancho -le dijo a los detectives; se trataba del barrio al oeste del castillo donde vivían los vasallos hereditarios de los Tokugawa.
Hirata lo miró consternado.
– Esperad, sosakan-sama. ¿Puedo comentaros algo antes?
Salieron al pasillo y dejaron a los detectives a cargo del teniente Kushida.
– Disculpad -susurró Hirata-, pero creo que cometéis un error. Kushida está mintiendo, es culpable. Mató a Harume porque tenía un amante y estaba celoso. Tendría que ser acusado y llevado ante un tribunal. ¿Por qué sois tan indulgente con él?
– ¿Y tú por qué estás tan ansioso por aceptar la solución fácil cuando acaba de empezar la investigación? -replicó Sano-. Esto no es propio de ti, Hirata-san.
Hirata se ruborizó y dijo con testarudez:
– Creo que él la mató.
Sano decidió que aquél no era el mejor momento para arreglar los problemas de su vasallo, cualesquiera que fuesen.
– Las flaquezas de la acusación contra Kushida son evidentes. En primer lugar, el allanamiento es prueba de que está trastornado, pero no necesariamente de que sea culpable de asesinato. Segundo, el que mintiese sobre algunas cosas no significa que debamos descartar todo lo que dice. Y tercero: si cerramos el caso antes de tiempo, puede que el auténtico asesino quede libre mientras se ejecuta a un hombre inocente. Podrían producirse más asesinatos. -Le contó a Hirata la teoría de la conspiración del magistrado Ueda-. Si hay una conjura contra el sogún, tenemos que identificar a todos los criminales, o la amenaza al linaje de los Tokugawa persistirá.
Hirata asintió a regañadientes y Sano se asomó por la puerta.
– En marcha. -Después se volvió hacia Hirata-. Además, no estoy dispuesto a descartar mis dudas sobre los otros sospechosos.
Aunque el silencio apesadumbrado de Hirata lo inquietaba, Sano no pretendía abandonar su investigación de los Miyagi o de la dama Ichiteru.