– ¡Manos arriba! ¡Mantenga las manos donde yo las vea!
Gideon alzó la vista, con aire sorprendido.
– ¿Qué pasa?
– ¡No se mueva! ¡Las manos bien arriba!
Un guardia hincó la rodilla en tierra y cubrió a su compañero con su pistola reglamentaria mientras este se acercaba cautelosamente a Gideon, apuntándolo con la escopeta.
– Ahora, las manos detrás de la cabeza -ordenó.
Gideon obedeció.
Uno de los agentes era blanco; el otro, negro; pero ambos estaban en forma y eran musculosos. Vestían una camisa azul con el emblema del Departamento Correccional de Nueva York en la espalda. Uno de ellos lo registró y le vació los bolsillos; le quitó la foto de Google Earth, la libreta, la cartera y un trozo de pergamino que Gideon había preparado previamente.
– Está limpio -dijo el guardia.
El otro se levantó y enfundó su Glock.
– Veamos su documentación.
Gideon, con las manos en la nuca, gritó con voz de pánico:
– ¡No he hecho nada, lo juro! ¡Solo soy un simple turista!
– ¡Documentación! ¡Ya! -exigió el agente.
– Está en mi cartera.
El otro agente se la entregó, y Gideon buscó frenéticamente su permiso de conducir expedido en Nuevo México.
– ¿Qué pasa? ¿Hay algún motivo por el que no pueda estar aquí o qué?
Los dos guardias examinaron el documento.
– ¿No ha visto los carteles?
– ¿Qué carteles? -farfulló Gideon-. No soy más que un simple turista que…
– Corte el rollo -le espetó con cara de pocos amigos el policía negro, que evidentemente era quien estaba al mando-. Los carteles que hay en la orilla. Están por todas partes. ¿Va a decirme que no los ha visto?
Por la radio del agente sonó una voz que preguntaba qué ocurría con los intrusos. El hombre cogió el walkie-talkie.
– Es solo un tipo de Nuevo México. Tenemos la situación controlada. -Guardó la radio y miró a Gideon con aire suspicaz-. ¿Le importa decirnos cómo ha llegado hasta aquí y qué demonios está haciendo?
– Bueno, he salido en un bote de pesca y me ha parecido buena idea venir a explorar la isla.
– Ah, ¿sí? ¿Qué le pasa, está ciego o algo parecido?
– No. De verdad que no he visto ningún cartel. Estaba preocupado por el oleaje y supongo que no me habré fijado, se lo juro -gimoteó de forma poco convincente.
El agente blanco sacó el pergamino.
– ¿Se puede saber qué es esto?
Gideon se ruborizó, pero no dijo nada. Los dos vigilantes cruzaron una mirada divertida.
– Parece el mapa de un tesoro -dijo el blanco, agitándolo ante las narices de Gideon.
– Yo… yo… -balbuceó y se quedó callado.
– Ahórrese las historias. Está aquí en busca de un tesoro, ¿verdad? -preguntó el guardia, sonriendo malévolamente.
– Pues… sí -contestó Gideon tras unos segundos de vacilación, agachando la cabeza.
– Cuéntenoslo.
– Verá… he venido de vacaciones desde Nuevo México. Un tío de…, creo que era Canal Street, me vendió este mapa. Soy cazador de tesoros aficionado, ¿sabe?
– ¿De Canal Street, dice? -Los dos guardias intercambiaron otra mirada, y uno de ellos no pudo reprimir echar la vista al cielo. El negro tuvo que hacer un gran esfuerzo para contener la risa mientras examinaba el pergamino-. Según este mapa, se ha equivocado de isla.
– Ah, ¿sí?
– La «x» de este mapa indica Davids Island, que es aquella isla de allí. -La señaló con un gesto de cabeza.
– ¿O sea, que esto no es Davids Island?
– Esto es Hart Island.
– No estoy acostumbrado a navegar por el mar. Me habré confundido.
Esta vez las risas fueron más de diversión que de desprecio.
– Está usted más perdido que un tonto con una brújula.
– Me temo que tienen razón.
– Bueno, ¿y quién es el pirata que se supone que enterró ese tesoro, el capitán Kidd? -Más risas, pero de repente el guardia negro se puso serio-. Ahora, en serio, señor Crew, usted sabía que estaba entrando en una zona prohibida. Vio los carteles, no quiera tomarnos el pelo.
Gideon volvió a bajar la cabeza.
– Es verdad, los vi. Lo siento.
La radio volvió a sonar, y otra voz entrecortada preguntó por el intruso. El guardia respondió.
– Sí, capitán. Es un tipo que está buscando un tesoro enterrado. Tiene un mapa y todo lo demás, que compró en Canal Street. -Gideon pudo oír las risas al otro lado de la transmisión-. ¿Qué quiere que haga? -El policía escuchó y contestó-: Está bien. Corto y cierro. -Se volvió hacia Gideon-. Hoy debe de ser su día de suerte. ¿Dónde ha dejado su bote?
– En la playa, cerca de esa chimenea grande.
– Voy a acompañarlo hasta su barca, ¿entendido? Para su información, esta isla tiene el acceso completamente prohibido al público.
– Ah… Entonces… ¿qué hacen ustedes aquí?
– Disfrutar del paisaje -respondió el guardia, entre más risas-. Vámonos.
Gideon lo siguió cruzando el campo hasta la carretera.
– De verdad -insistió-. ¿Qué hacían en ese campo, enterrando todas esas cajas? Parecen ataúdes.
El guardia titubeó.
– Son ataúdes.
– ¿Qué es esta isla, una especie de camposanto?
– Sí. Es donde están las fosas comunes de la ciudad de Nueva York. Potter's Field.
– ¿Qué es eso?
– Cuando alguien muere en la ciudad y no tiene familia o dinero para costearse un funeral, lo entierran aquí. Los reclusos de Rikers Island son los que hacen el trabajo. Por eso no podemos tener visitas paseándose por aquí. ¿Lo entiende ahora?
– Claro. ¿Cuántos cuerpos hay enterrados en la isla?
– Más de un millón -contestó el guardia, con una nota de orgullo en la voz.
– ¡Madre de Dios!
– Es el cementerio más grande del mundo. Lleva funcionando desde la guerra civil.
– Es increíble. ¿Y les dan a todos un entierro cristiano?
– Aquí llegan muertos de muchas confesiones, de manera que tenemos distintos religiosos que vienen por turnos, sacerdotes, rabinos, imanes… A todos les llega el momento.
Dejaron atrás la vieja central eléctrica. El edificio derruido Dinamo se alzaba entre la vegetación, junto a un campo muy extenso.
– ¿Dónde tiene la barca? -quiso saber el guardia, mirando hacia la orilla.
– Está en la playa, junto al dique.
En lugar de atravesar el campo, el guardia dio un rodeo, siguiendo la carretera.
– ¿Por qué vamos por aquí?
– Está prohibido cruzar ese campo.
– ¿Por qué?
– No lo sé, pero en esta isla hay un montón de sitios peligrosos.
– ¿De verdad? ¿Y cómo sabe cuáles son?
– Tenemos un mapa que nos muestra las zonas de paso prohibido.
– ¿Y lo lleva encima?
El guardia se lo mostró.
– Estamos obligados a llevarlo.
Gideon lo cogió y lo examinó tanto tiempo como pudo antes de que el agente se lo quitara de las manos y lo guardara. Tras dar un largo rodeo, llegaron por fin a la playa y fueron hasta la barca.
– Perdone -dijo Gideon-, pero ¿podría devolverme mis cosas?
– Sí, supongo que no hay problema -respondió el guardia, que sacó de su bolsillo la libreta, el pergamino y lo demás y se lo entregó.
– ¿Podría decirme si Davids Island está abierta al público? -preguntó Gideon.
El hombre se echó a reír.
– Es un parque; pero yo que usted no iría a excavar agujeros por allí. -Vaciló y añadió-: ¿Le importa si le doy un pequeño consejo?
– Faltaría más.
– Ese mapa que le han vendido… es falso.
– ¿Falso? ¿Cómo lo sabe?
– Ha dicho que lo compró en Canal Street, ¿verdad? ¿No vio todos los Rolex y los bolsos de Vuitton que venden allí? Aquello es el emporio de las falsificaciones. De todas maneras, debo reconocer que lo de los mapas de tesoros falsos es nuevo para mí. -Rió y apoyó afablemente la mano en el brazo de Gideon-. Mire, amigo, no me gustaría que se metiera en más problemas. Créame, ese mapa es falso.
Gideon adoptó la expresión más abatida que pudo.
– No sabe cuánto lamento oírlo.
– Y yo lamento que Nueva York esté lleno de chorizos que se aprovechan de los turistas. -El guardia miró el cielo, que estaba totalmente encapotado de nubes negras. El viento arreciaba, y el canal se había llenado de crestas de espuma-. Yo, en su lugar, me olvidaría de Davids Island y saldría del canal a toda prisa. Cuando hay tormenta, aquí se forman corrientes y remolinos muy peligrosos. La que se avecina es de las gordas.