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El hombre sonrió y le indicó la etiqueta junto al botón correspondiente: el 4-C.

– Este es Fa.

– Muchas gracias.

El hombre se alejó. Gideon contempló los caracteres chinos y los memorizó. Luego, llamó.

– ¿Sí? -respondió enseguida una voz en un inglés desprovisto de acento.

– ¿Roger? -dijo Gideon en voz baja-. Soy amigo de Mark. Ábrame, por favor.

– ¿Quién? ¿Cómo ha dicho que se llama?

– No tengo tiempo de explicárselo. Me están siguiendo. Ábrame, por favor.

El pestillo se abrió, y Gideon entró. Subió hasta el cuarto piso por una escalera endeble. Encontró el 4-C y llamó.

– ¿Quién es? -preguntó una voz.

– Ya se lo he dicho -repuso Gideon, viendo que tras la mirilla lo observaba un ojo-. Soy amigo de Mark Wu. Me llamo Franklin Van Dorn.

– ¿Y qué quiere?

– Tengo los números.

El cerrojo se descorrió y la puerta se abrió, dejando ver a un hombre bajo, de raza blanca y de unos cuarenta años, con la cabeza afeitada, en buena forma y despierto. Llevaba una camiseta ceñida y un pantalón holgado, como de pijama.

Gideon dio un paso.

– ¿Es usted Roger Marion?

El otro asintió.

– ¿Mark le dio los números? Pues démelos.

– No puedo hacerlo hasta que me diga de qué va todo esto.

Una expresión de suspicacia apareció en el rostro del hombre.

– No necesita saber nada. Si de verdad fuera amigo de Mark no lo preguntaría.

– Tengo que saberlo.

Marion lo miró fijamente.

– ¿Por qué?

Gideon no contestó y se mantuvo firme. Entretanto, echó una ojeada al interior del pequeño pero pulcro apartamento. Había ideogramas chinos en las paredes y un curioso tapiz con un dibujo de una cruz gamada al revés rodeada por el símbolo del yin y el yang y motivos en forma de espiral. También vio aparadores y unos títulos enmarcados que, vistos más de cerca, resultaron ser premios en competiciones de kung-fu. Volvió la atención a su interlocutor, que lo miraba como si estuviera sopesando la situación. No parecía en absoluto nervioso. Había algo en su actitud que hizo que Gideon comprendiera que no era de los que iban por ahí imponiéndose por la fuerza, pero que, llegado el caso, era capaz de recurrir a ella.

– ¡Fuera de aquí! -dijo Marion, dando un paso hacia Gideon con aspecto amenazador-. ¡Lárguese ahora mismo!

– Pero si tengo los números…

– No me fío de usted. Es un mentiroso. ¡Márchese!

Gideon hizo ademán de ponerle la mano en el hombro.

– ¿Cómo sabe que le estoy min…?

Con aterradora rapidez, Marion lo agarró por la muñeca, le dio la vuelta y le retorció el brazo contra la espalda.

– ¡Joder! -gritó Gideon, sintiendo un dolor lacerante.

– ¡He dicho fuera! -exclamó Marion, empujándolo al pasillo y cerrando de un portazo.

De pie, en el corredor, Gideon se masajeó el brazo dolorido con aire pensativo. No estaba acostumbrado a que lo echaran a patadas de los sitios y desde luego no le había parecido una sensación agradable. Había supuesto que inventar una historia sería peor, pero era posible que se hubiera equivocado. Confió en no estar perdiendo el olfato.

***

Encontró a Orchid en el salón de té, devorando una ración de pato con arroz.

– No tenían dim sum, pero esto también está bueno -dijo mientras la salsa le goteaba por la barbilla.

– Tenemos que irnos.

Haciendo caso omiso de sus protestas, la sacó a la calle y fueron hasta Grand, donde cogieron un taxi.

– Al hospital Monte Sinaí -indicó al conductor.

– ¿Vamos a visitar a tu amigo? -preguntó Orchid.

Gideon asintió.

– ¿Está enfermo?

– Mucho.

– Lo siento. ¿Qué le ha ocurrido?

– Un accidente de coche.

Gideon dio su verdadero nombre en el mostrador de recepción, asegurándose de que no lo oyera nadie salvo la enfermera de turno. A pesar de que tenía un aspecto muy diferente al del Gideon Crew que se había presentado allí poco después del accidente, confiaba en que, siendo un hospital tan grande, no se encontraría con nadie de aquella noche. Ese mismo día, cuando había llamado se enteró de que a Wu lo habían trasladado a Cuidados Intensivos y de que seguramente saldría del coma. No había recobrado la lucidez, pero eso podía ocurrir en cualquier momento.

El momento sería en ese instante.

Había ido preparado con un brillante plan de ingeniería social: pensaba hablar con Wu haciéndose pasar por Roger Marion y conseguir que el científico se lo confesara todo: la ubicación de los planos, el significado de los números; todo. Lo había repasado con detalle y estaba seguro de que tenía al menos un noventa por ciento de posibilidades de que funcionara. No creía que Wu hubiera visto alguna vez o conociera a Roger. Como mucho, habrían hablado por teléfono. Tras su encuentro con él, Gideon tenía una idea bastante aproximada de cómo hablaba y sonaba. Además, Wu seguramente estaría desorientado y con la guardia baja. Por otra parte, la noche del accidente estaba demasiado traumatizado para recordar los rasgos del individuo que lo había sacado de entre los hierros del taxi. Iba a ser pan comido. A pesar de que le hubieran disparado y obligado a zambullirse en el río, aquellos cien mil dólares serían los que le habían costado menos esfuerzo ganar en toda su vida.

La atareada enfermera no se molestó siquiera en comprobar su identidad y simplemente se limitó a enviarlo, a él y a Orchid, a una espaciosa sala de espera. Gideon miró a su alrededor, pero no vio a nadie conocido. Aun así, estaba seguro de que quienes lo seguían no se hallaban lejos.

– El doctor bajará enseguida -les dijo la enfermera.

– ¿No podemos ir a visitar a Mark sin más?

– No.

– Pero si me dijeron que se encontraba mejor.

– Lo siento, tendrá que esperar al doctor.

El médico llegó unos minutos después. Tenía buen porte y un abundante cabello blanco.

– ¿El señor Crew? -preguntó al entrar en la sala de espera con aire contrito.

Gideon se puso en pie de un salto.

– Soy yo, doctor. ¿Cómo está Mark?

– ¿Y esta joven es…?

– Una amiga. Ha venido para acompañarme.

– Muy bien -dijo el médico-. Vengan conmigo, por favor.

Entraron con él en una sala de espera más pequeña, que parecía un despacho. El médico cerró la puerta tras ellos.

– Señor Crew, lamento mucho tener que decirle esto, pero el señor Wu falleció hará cosa de una media hora.

Para Gideon fue como recibir un mazazo.

– No sabe cuánto lo siento -insistió el médico.

– Pero… ustedes no me han llamado, no me han llamado para que estuviera a su lado en los últimos momentos.

– Intentamos ponernos en contacto con usted en el teléfono que nos dio, pero no lo conseguimos.

«¡Maldición!», pensó Gideon al caer en la cuenta de que su móvil no había sobrevivido al chapuzón.

– La situación del señor Wu dio muestras de estabilizarse. Durante unas horas tuvimos esperanzas de que se recuperaría, pero sus lesiones eran muy graves y la septicemia se extendió. Es frecuente en casos como este. Hicimos todo lo que pudimos, pero no fue suficiente.

Gideon tragó saliva y notó la reconfortante mano de Orchid en su hombro.

– Tengo aquí unos papeles relacionados con la disposición de los restos mortales del señor Wu que, como pariente más próximo, debería usted rellenar -explicó el médico, entregando un sobre marrón a Gideon-. No tiene que hacerlo ahora, pero cuanto antes mejor. Dentro de tres días, los restos mortales de su amigo serán trasladados al depósito de la ciudad, a la espera de sus instrucciones. ¿Quiere que me ocupe de los detalles para que pueda ver el cadáver?

– No, no será necesario. -Gideon recogió el sobre-. Gracias, doctor. Gracias a todos por su ayuda.

El médico asintió.

– Por casualidad… -añadió Gideon-. ¿Sabe si Mark dijo algo antes de morir? Cuando hablé con el hospital, esta mañana, la enfermera me dijo que creía que había recobrado la conciencia. Si dijo algo, lo que fuera, aunque pareciera no tener sentido, me gustaría saber qué fue.

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