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– Permiso y documentación del vehículo, señora.

Ella ya los tenía preparados y se los entregó.

– ¿Me quiere decir qué pasa? Tengo un poco de prisa.

– Sí, por la forma en que conducía ya me he dado cuenta -dijo Doe-. Lisa Roland, de Miami, ¿eh? Miami está muy lejos.

– Vengo de visitar a un compañero de trabajo que se ha mudado aquí. Ahora iba hacia la autopista.

Siempre se empeñaban en contarle su vida, como si necesitaran su aprobación o algo así.

– ¿Y por qué tiene tanta prisa por volver a casa, Lisa? ¿No le gusta esta parte del estado?

– Quería llegar a casa, nada más.

– ¿No eran tan amantes de los hoteles y los turistas en Miami?

– Ahí es donde vivo.

– Tiene un novio esperándola, ¿es eso?

– Oiga, ¿de qué va todo esto?

– ¿Que de qué va? Lisa, ¿sabe que conducía demasiado rápido?

– No, no lo creo.

– No lo cree, ¿eh? Bueno, pues resulta que en mi radar he visto que conducía bastante por encima del límite.

– Debe de haberse confundido. -La mujer se mordió el labio, miró a un lado, atrás. Estaba nerviosa por algo. Si no conducía demasiado rápido, ¿por qué estaba nerviosa?

– Así que me he confundido. A mí me parece que no.

– Venga, agente. Resulta que voy controlando el velocímetro y sé que estaba cerca de la rayita de los ochenta y cinco.

– A mí me marcaba noventa, Lisa.

– Noventa. Dios. Vamos, hombre. No puedo creer que me haya parado por conducir a cinco kilómetros por encima del límite.

– Bueno -dijo él quitándose otra vez el sombrero y limpiándose la frente-, en mi opinión, el límite es el límite. No significa que tenga que ir uno siempre a esa velocidad, sino que no debe sobrepasarla. Es el límite. Mire, si tuviera un hervidor y en las instrucciones dice que no puede dejar que el agua hierva a más de noventa grados porque si no explotará… ¿qué haría, dejar que llegara a noventa y dos y luego quejarse porque solo pasaba dos grados del límite? Yo creo que cuando llegara a ochenta y cinco intentaría por todos los medios hacer que bajara. Pues con el límite de velocidad es lo mismo.

– ¿Esos radares que usan no tienen un margen de error de unos pocos kilómetros por hora?

– Es posible -dijo Doe-. Pero da la casualidad de que dentro del término de Meadowbrook Grove el límite es de setenta kilómetros por hora. Está claramente indicado en las señales, señora. Así que no es que superara un poco el límite de velocidad, lo sobrepasaba ampliamente.

– Jesús -hizo la mujer-. Meadowbrook Grove. ¿Y eso qué demonios es?

– Es este municipio, Lisa. Ya lleva casi un kilómetro en él, y aún se extiende unos dos kilómetros más en dirección este.

– Una trampa para conductores -dijo ella sin hacer ningún esfuerzo por disimular su desprecio-. Ese parque de caravanas es una trampa de velocidad para automovilistas.

Doe meneó la cabeza.

– Es triste que los que tratamos de ayudar a mantener la seguridad tengamos que oír ciertas cosas. ¿Es que quiere tener un accidente? ¿Es eso? ¿Y llevarse por delante a otras personas?

La mujer suspiró.

– De acuerdo. Lo que usted diga. Deme la multa.

Doe se inclinó hacia delante, con los codos apoyados en la ventanilla bajada.

– ¿Qué ha dicho?

– He dicho que adelante, que me dé la multa.

– A un agente de la ley no se le debe decir lo que tiene que hacer.

En la cara de Lisa asomó una expresión de reconocimiento, como cuando azuzas con un palo a una falsa coral y de pronto te das cuenta de que no es una falsa coral, sino una coral de verdad, y que podría matarte en cualquier momento si quisiera. Lisa comprendió lo que tenía que haber comprendido antes.

– Agente, no pretendía ser irrespetuosa. Solo quería…

¿Estaba flirteando? Probablemente, la muy puta. La mujer sacó la mano y con suavidad, solo con las uñas, le pasó los dedos por el antebrazo, sin apenas rozar los pelillos negros y enroscados de su piel.

Era la excusa que necesitaba. Técnicamente, no necesitaba ninguna, pero a Doe le gustaba tenerla. Dejar que pensaran que era por algo que ellas habían hecho. Dejar que después pensaran «Si no le hubiera tocado…». Mejor que se echaran la culpa a sí mismas.

Aquella acción era justo lo que buscaba. Doe dio un paso atrás, sacó el arma de la pistolera y apuntó a la mujer, con la pistola a medio metro de su cabeza. Sabía muy bien cómo ella vería aquello… aquella cosa grande, oscura, caliente apuntándole directamente a la cara.

– Nunca hay que tocar a un agente -gritó-. Acaba de agredir a un oficial de policía, y eso es un delito muy grave. Ponga las manos sobre el volante.

Ella chilló. A veces lo hacían.

– ¡Las manos sobre el volante! -Hablaba como si realmente creyera que su vida estaba en peligro, como si fuera necesario que ella hiciera aquello para que Doe no le disparara-. ¡Las manos sobre el volante! ¡Ahora! ¡Mire al frente! Si no lo hace dispararé.

Ella siguió chillando. Sus pequeños ojos se abrieron como diminutos platos y su pelo rubio y rizado se le puso de punta. A pesar de los gritos, consiguió levantar ligeramente las manos y las puso sobre el volante.

– Muy bien, Lisa. Haga lo que yo le diga y nadie saldrá herido, ¿de acuerdo? Está detenida por agredir a un agente de policía. -Cogió la manija de la puerta, abrió y retrocedió rápidamente, como si pensara que iba a salir una riada de rocas.

Era mejor actuar como si fuera real. Si te hacías el engreído, a veces se ponían nerviosas o reaccionaban con indignación, y entonces podías encontrarte con un bonito problema. En cambio, si actuabas como si les tuvieras miedo, eso les daba una especie de esperanza, como si todo aquel malentendido aún tuviera arreglo.

Sin dejar de apuntarla, le puso una mano a la espalda, luego la otra. Las sujetó con fuerza, se guardó el arma en la pistolera y luego le puso las esposas. Demasiado apretadas, eso ya lo sabía. Le dolería bastante.

La fea cara de la mujer se puso más fea cuando la empujó hacia el coche patrulla. Los coches que pasaban por la carretera -en aquel tramo casi parecía una autovía, había más de ocho kilómetros entre semáforo y semáforo- aminoraban para mirar, pensando que ella sería una traficante o sabe Dios qué. No se imaginaban que lo único que había hecho era conducir deprisa y luego quejarse. La veían esposada y veían el uniforme de él y sabían instantáneamente quién tenía la razón.

Doe la obligó a subir en la parte de atrás de su coche, detrás del asiento del pasajero, y luego fue a ocupar su asiento ante el volante. Esperó a que hubiera un respiro entre el tráfico y se incorporó a la circulación.

Ya habían recorrido unos cuatrocientos metros cuando la mujer consiguió decir algo entre sollozo y sollozo.

– ¿Qué me va a pasar?

– Ya lo verá.

– No he hecho nada malo.

– Entonces no tiene por qué preocuparse. ¿No es así como funciona la ley?

– Sí -consiguió decir ella en un suspiro.

– Bueno, allá vamos.

Doe salió de la carretera justo antes de llegar al complejo de la granja de cerdos. Un olor nauseabundo llegaba de la laguna de desechos, que es como la llamaban. Un jodido pozo de mierda de un puñado de cerdos a los que tenían que matar antes de que se murieran ellos solos, así es como lo llamaba él. Y olía a mierda. Peor que mierda. Como la peor mierda que puedas imaginarte. Rancia y putrefacta. Olía como la mierda que caga la mierda. Había días que casi no lo notabas hasta que te acercabas, pero cuando el tiempo era húmedo, que era casi siempre, y soplaba el viento del este, todo Meadowbrook Grove apestaba a mierda fermentada. Pero esa era la función de la granja. Oler mal. Para que nadie pudiera notar el otro olor, el tufillo de cómo se fabrica el dinero.

Y el olor a mierda de cerdo tenía otros rasgos muy útiles, que es el motivo por el que a Doe le gustaba llevar a sus chicas allí. No solo porque estaba aislado y nadie iba nunca por aquel camino, sino porque sabía el efecto que causaba. Antes de ser conscientes de que lo olían, lo intuían. Las iba calando poco a poco, como el pánico.

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