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Ya había dejado atrás el parque de caravanas y me encontraba en una zona de casas pequeñas y antiguas. De esas donde ves coches desmontados y medio oxidados en los patios traseros, donde el césped está surcado por tramos sin hierba y los columpios rotos chirrían en la brisa.

Me resultaba familiar. Estaba seguro de que había estado allí. Por un momento me puse a andar para recuperar el aliento. Tres kilómetros no eran gran cosa, pero había corrido muy deprisa. Y entonces, cuando andaba jadeando, medio doblado, me di cuenta de que había estado allí vendiendo libros.

Estaba cerca de la calle de Galen Edwine, en cuya fiesta de barbacoa había vendido cuatro enciclopedias, el famoso grand slam que al final no cuajó.

Pero a Galen Edwine le caí bien, como les pasa a veces a los vendedores de libros. Me dijo que volviera cuando quisiera, que si necesitaba lo que fuera no dudara en decírselo. Bien, pues ahora necesitaba algo. Necesitaba un sitio donde refugiarme y descansar, donde supiera que Jim Doe no me buscaría.

Tardé unos cinco minutos en encontrar la casa. Estaba seguro de que era aquella por los gnomos del jardín que tanto me atrajeron la primera vez. Eran más de las dos de la mañana y la casa estaba a oscuras.

Llamé al timbre.

Llamé un par de veces para que se viera que era urgente y para asegurarme de que el timbrazo no se desvanecía en medio de un sueño. Vi que una luz se encendía en el dormitorio y oí un chirrido detrás de la puerta.

– ¿Quién es? -preguntó una voz asustada.

– Galen, soy Lem Altick. No sé si se acuerda, pero traté de venderle una enciclopedia hará un par de meses. Me dijo que si alguna vez necesitaba algo… -y dejé la frase suspendida en el aire.

La puerta se abrió lentamente y los ojos somnolientos de Galen, que llevaba unos boxers y una camiseta, me miraron desde la base de su calva incipiente.

– No esperaba que me tomaras la palabra -dijo, aunque el tono no era desagradable; si acaso parecía divertido.

– Tengo una especie de emergencia -le dije-. Necesito un sitio donde quedarme. Solo por unas horas.

Galen se rascó la cabeza con una mano y abrió la puerta del todo con la otra.

– Pasa.

Lisa, su mujer, salió en bata, dijo «Hola» con un bostezo y se volvió a la cama. Si le pareció extraño que un vendedor apareciese en su casa en mitad de la noche, no dijo nada. Galen y yo fuimos a la cocina y el hombre preparó café y sacó una caja de donuts recubiertos de chocolate. Yo miré los ingredientes y vi que incluían mantequilla, leche y huevos. Me abstuve.

– ¿Me quieres contar qué pasa?

Y se lo conté. No todo, ni siquiera casi todo. Pero sí lo suficiente. Le dije que había huido de Jim Doe de Meadowbrook Grove y que quería inculparme por un crimen que seguramente había cometido él.

Galen meneó la cabeza.

– Sí, ya lo conozco. Aquí todos lo conocemos. No es trigo limpio, Lem. Pero te diré una cosa, sé que la gente del sheriff lo tiene vigilado, y no me extrañaría que también el FBI. No se librará. Ve a la policía del condado y cuéntaselo todo. Créeme, te tratarán como a un héroe.

Yo asentí y traté de parecer aliviado, pero la verdad era que la sugerencia no me ayudaba. No quería tener que sobrevivir mientras durara una investigación que tal vez me libraría de los cargos y los haría recaer sobre Doe. Lo único que quería era salir de allí con vida.

– Bueno -dijo Galen al cabo de unos minutos-, a lo mejor encuentras algo útil en esas enciclopedias que me vendiste.

Le miré.

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Cómo que qué quiero decir?

– No llegó a comprar las enciclopedias -le dije.

– Claro que sí.

– No aprobaron la solicitud de crédito.

– Claro que sí. No tengo ningún problema con mi crédito.

Galen me llevó a la sala de estar: la enciclopedia al completo ocupaba un lugar de honor en la estantería que había junto al televisor. En el resto de los estantes había adornos y fotografías de su hijo y de gente mayor que supuse que serían los padres y los suegros. No se veía ningún otro libro.

– Pero si me dijeron que no habían aprobado la solicitud de crédito… No lo entiendo. -Pero sí lo entendía. Lo entendía muy bien-. ¿Y sus amigos? ¿También tienen su enciclopedia?

– Sí.

Bobby. El bueno de Bobby estaba robando a su equipo de ventas. Nos decía que no se aprobaban las solicitudes para quedarse él la comisión.

– Te han robado, ¿verdad? -dijo Galen en un tono inesperadamente grave.

– Sí -dije-. Sí.

– No puedo decir que me sorprenda. Este tipo de negocios no siempre son tan honrados como debieran, y seguramente el tuyo lo es aún menos. ¿Sabes?, el mismo fin de semana que tú estuviste aquí, un par de chicos pasaron por la casa de mi hermano menor, a unos diecinueve kilómetros de aquí. También vendían libros y hablaban como tú. Mi hermano no está casado y no tiene hijos, así que cuando les dijo que no quería nada trataron de venderle speed. Uno pareció molesto porque su compañero lo hubiera mencionado, pero es que mi hermano da esa imagen. Está muy delgado, tiene el pelo largo, tatuajes… Debieron de pensar que era un alma gemela y decidieron arriesgarse. ¿Te lo puedes creer?

Asentí. Me lo creía, sí. De eso se trataba. Todo aquello no era más que una tapadera para distribuir speed. Por eso Ronny Neil había dicho que Bobby no sabía nada, que era mejor estar con el Jugador que con Bobby.

Cabrón trabajaba en la granja de cerdos. Me daba la impresión de que también estaba metido en lo de la droga, y cuando le dispararon, Jim Doe y el Jugador debieron de pensar que el motivo era ese. Por eso se deshicieron de los cuerpos. No les interesaba que la policía del condado y el FBI metiera las narices y les echara a perder el negocio.

– ¿Cree que podría acompañarme a cierto lugar por la mañana? -pregunté.

– Claro.

– Tengo que estar de vuelta en el motel antes de las nueve. -¿Qué piensas hacer?

– Recogeré a una amiga, saldré pitando y no volveré nunca más.

Galen asintió.

– Es un buen plan.

El agotamiento obró su magia sobre mí y conseguí dormir unas horas en el sofá de Galen antes de la mañana. Desayuné extrañamente feliz. En realidad, solo comí algo de fruta, con Galen, Lisa y su hijo de seis años, Toby. Galen me dijo que me llevaría de camino a su trabajo.

Le pedí que me dejara en la parte de atrás del motel y le di las gracias con vehemencia. Llamé a la puerta de la habitación de Chitra.

No parecía haber dormido mucho. Tenía los ojos hundidos y enrojecidos y hasta es posible que hubiera estado llorando.

– Lem -dijo con un jadeo.

Me hizo entrar, se pegó a mí y me abrazó con fuerza. En aquellas circunstancias, era justo lo que necesitaba.

Lo malo es que no parecía el momento más oportuno para tener una erección. Era imposible que no lo notara pero, si le pareció de mal gusto, fue lo bastante delicada para callárselo.

– Dime qué está pasando.

Le conté todo lo que pude de forma algo desordenada. Le hablé de Jim Doe y las drogas, de los cerdos y los asesinatos, aunque no mencioné a Melford. No habría sabido cómo explicar que Melford era un asesino y yo no le había denunciado y hasta me había convertido en su amigo. No tenía sentido, así que mejor no mencionarlo, sobre todo porque ella desconfiaba de Melford.

– Tenemos que irnos -le dije-.Al Jugador no le hará mucha gracia verme, ni tampoco a ese Doe. Llamaremos a un taxi y nos iremos. No importa adónde. No me quieren por aquí, y si me encuentran seguro que me harán daño, pero no creo que nos sigan. Solo quieren que me vaya, y es lo que pienso hacer.

– ¿No quieres venir conmigo? A mi casa, solo unos días, por si van a buscarte a la tuya.

– Sí -susurré-. Quiero ir contigo.

Llamamos a un taxi y diez minutos más tarde salimos, decididos a abandonar cualquier objeto personal que quedara en nuestras habitaciones: ropa de trabajo, artículos de tocador… No, no pensaba volver a por esas cosas por nada del mundo.

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