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– Cuatro dólares -dijo el camarero-. Eh, chicos, ¿queréis algo de comer antes de que la cocina cierre? Tenemos buenas hamburguesas, pero dentro de quince minutos Tommy, el cocinero, estará demasiado borracho para manejar la parrilla.

– ¿Lo tiene cronometrado? -preguntó Melford.

– Solo hay que mirar de qué color tiene la cara. De aquí a unos quince minutos o se queda grogui o se sienta a llorar en un rincón. Se aceptan apuestas.

– Prefiero esperar hasta que conozca mejor a Tommy.

– Me parece bien, aunque esta noche lo seguro sería apostar por las lágrimas. Bueno, ¿qué, ponemos unas hamburguesas?

A pesar de todo lo que había pasado, me di cuenta de que estaba hambriento, tanto que me sentía como si mi organismo estuviera al borde del colapso.

– Yo quiero una -dije-. Mediana.

– ¿Con cebolla o patatas fritas?

– Cebolla.

– Que sea solo la cebolla -dijo Melford toqueteando la etiqueta de su botella de cerveza.

– Vale. Una hamburguesa con cebolla y una ración de cebolla.

– No, ninguna hamburguesa -lo corrigió Melford-. Yo no quiero nada, y él solo tomará los aros de cebolla. Bueno, mejor que sea una ración doble. Parece hambriento.

El camarero se inclinó hacia delante.

– ¿Y cómo es que sabes lo que quiere tu amigo mucho mejor que él?

– ¿Cómo sabes tú que tu cocinero se pondrá a llorar y no a dormir?

El camarero ladeó la cabeza en un gesto de concesión.

– Tienes razón.

Melford sonrió.

– Aros de cebolla. -Puso un billete de cinco en la barra-. Quédate el cambio.

El camarero hizo un gesto de asentimiento.

– ¿Tengo que comer aros de cebolla? -pregunté-. ¿Eso también es parte del código secreto de la ideología?

– Más o menos. Si quieres que seamos amigos, tendrás que dejar de comer carne.

– No quiero que seamos amigos. Quiero que desaparezcas de mi vida, que este día desaparezca de mi vida. ¿No es bastante castigo tener que ir contigo? ¿Encima tengo que renunciar a las hamburguesas?

– Entiendo cómo te sientes -dijo Melford-. Sé que no es nada personal. Ha sido un día muy intenso para ti.

– Gracias por ser tan jodidamente comprensivo. -Aparté la vista y respiré hondo para tranquilizarme. Que Melford hubiera dicho que Karen y Cabrón merecían morir no significaba que fuera verdad. Quizá lo mejor era no contrariarle. Así que cambié de tema-. ¿Nada de carne? ¿Qué eres, vegetariano o algo así?

– Sí, Lemuel, al ver que no como carne, has deducido correctamente que soy vegetariano. Y ¿sabes qué? Si supieras cómo torturan a los animales, tú también dejarías de comer carne por ti mismo. Pero no lo sabes, y seguramente tampoco te importa, así que tendré que obligarte. Después volveremos sobre el tema y sabrás por qué. Pero de momento, puedes seguirme por el camino de la ética.

– ¿Me vas a dar clases de ética?

– Es curioso, ¿verdad?

– Nunca había conocido a un vegetariano -comenté-. No me extraña que estés tan delgado.

– ¿Es que eres mi madre? Maldita sea, Lemuel. No comas nada que implique la muerte o explotación de otros animales y estarás bien. Y ni se te ocurra decirme que mira quién fue a hablar. Si solo comiéramos animales malvados que hubieran tomado opciones éticamente reprobables, me parecería perfecto. Antes me comería a aquellos dos de la caravana que una hamburguesa.

– No me estás ayudando mucho a convencerme de que no estás loco.

– Hablemos de algo más agradable. Háblame de esa encantadora damisela. ¿Cómo se llamaba, Chanda?

– Chitra -dije, en parte sintiéndome como un perfecto idiota por estar hablando sobre aquello en medio de una crisis tan grave y deseando darle las gracias por darme la oportunidad de hablar de Chitra.

– ¿Vais a ser novios? -preguntó él, sin asomo de burla.

Me encogí de hombros, algo abochornado.

– Tengo cosas más importantes de las que preocuparme en estos momentos. Además, casi no la conozco. La conocí la semana pasada.

– A mí me has conocido hoy y mira qué unidos estamos.

Preferí pasar por alto el comentario.

– No creo que sea posible. Yo tengo que trabajar todo el año para pagar la universidad, y ella entrará en Mount Holyoke dentro de un par de meses.

– Podéis mantener la relación a distancia -señaló.

– Sí, supongo. Parece difícil conservar algo con todas esas distracciones. Aunque imagino que es menos arriesgado si ella va a una escuela de chicas.

– Una universidad para mujeres.

– ¿Qué?

Dio un sorbo a su cerveza.

– No es una escuela de chicas. Es una universidad para mujeres.

– ¿Y a quién le importa, si se puede saber? -No estaba de humor para correcciones estúpidas.

– A mí me importa. Y a ti también. Las palabras importan, Lemuel, tienen poder y resonancia. Nunca habrá una verdadera igualdad si no nos sensibilizamos con el tema del vocabulario.

Fue entonces cuando noté un fuerte golpe en la nuca. Fue algo repentino y, más que doler, me sobresaltó. Me di la vuelta y vi a dos hombres con dos tacos de billar. Reían.

Los dos llevaban unos vaqueros gastados y camisetas, una medio rota y negra y la otra amarillo claro, con la leyenda Bob's Oysters. Debajo había una fotografía de una ostra con la palabra Ábreme saliendo de su… no sé cómo se llama, boca, agujero o como se diga.

Aunque se me había cerrado la garganta y tenía el corazón embalado, sentí que la rabia crecía en mi interior. La rabia de pensar «¿Por qué yo?». Éramos dos. Yo parecía un chico normal. Llevaba corbata, claro, pero ¿y qué? Melford era un objetivo más apropiado, con aquel pelo tan raro y blanco de postelectrocutado. Y en cambio habían ido a por mí. Siempre iban a por mí.

El silencio no duró más que un par de segundos. Ellos mantuvieron la mirada. Yo la aparté.

– Estáis un poco lejos de la mesa de billar, ¿no os parece, chicos? -dijo Melford.

«Los va a matar», pensé, entumecido por la impotencia. «Habrá más asesinatos, aquí mismo. Tendré que ver morir a más gente, a toda una sala.»

Bob's Oysters sonrió enseñando sus bonitos dientes marrones.

– Puede -dijo-. ¿Qué piensas hacer?

– ¿Yo? -Melford se encogió de hombros-. En realidad no quiero hacer nada. Y tú, ¿qué piensas hacer?

– ¿Qué?

– ¿Qué? -repitió Melford.

– ¿Qué has dicho?

– ¿Y tú, qué has dicho?

– No sé qué demonios pretendes.

– La verdad, no pretendo nada.

– No me gusta ver maricones por aquí -dijo el de la camiseta negra.

– Pues yo creo que nuestra política exterior con El Salvador es equivocada -repuso Melford.

El de la camiseta negra juntó las cejas.

– ¿De qué coño hablas?

– No sé, pensaba que se trataba de decir lo que piensa cada uno. Tu comentario me ha parecido bastante aleatorio, así que he pensado que yo podía hacer otro. -Levantó su cerveza y se terminó lo que quedaba de un trago. La agitó ante ellos, poniendo de manifiesto que estaba vacía-. ¿Queréis otra cerveza?

– ¿Y a ti qué te importa?

– Nada. Pero es que voy a pedir una para mí y, como estábamos en medio de una conversación, me ha parecido educado pedir una para vosotros. ¿Queréis?

El tipo calló. Su deseo de cerveza chocaba con su ira absurda. Quizá si Melford hubiera parecido nervioso, o inquieto, o asustado, la cosa habría sido distinta, pero empezaba a entender el poder de su tranquilidad.

– Claro -dijo el de la camiseta negra. Pestañeó con rapidez y se mordió el labio, como si hubiera malinterpretado algo y no quisiera admitirlo.

Los dos hombres cruzaron una mirada. Bob's Oyster se encogió de hombros.

Melford hizo una señal al camarero y pidió las cervezas. Los jugadores de billar cogieron sus jarras, el de la camiseta negra dio las gracias a Melford con la cabeza y él y su amigo volvieron a la mesa. Estaban confusos, y no se miraban entre ellos.

– Qué demonios -susurré ante una fuente de humeantes aros de cebolla que habían llegado durante la confrontación-. Pensaba que nos iban a dar una buena patada en el culo.

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