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Tomapastillas se volvió hacia los tres guardias de seguridad.

– Muy bien, señores. El señor Evans les indicará cómo descolgar a Cleo. Traigan una bolsa para cadáveres y una camilla. Llevémosla enseguida al depósito…

– ¡Espere un segundo!

La objeción llegó desde detrás, y todos se volvieron. Era Lucy Jones, que, a poca distancia, observaba el cadáver de Cleo.

– ¡Dios mío! -soltó Gulptilil casi sin aliento-. ¿Señorita Jones? Pero ¿qué ha hecho?

En opinión de Francis, la respuesta a eso era obvia. Su larga cabellera negra había desaparecido, sustituida por un pelo teñido de rubio y cortado muy corto, casi al azar. La contempló medio mareado. Le pareció que era como ver una obra de arte desfigurada.

Me separé de las palabras en la pared y me eché en el suelo como una araña asustada que intenta esquivar una bota. Apoyé la espalda contra la pared de enfrente, encendí un cigarrillo y esperé un instante. Sostuve el cigarrillo con la mano y dejé que el fino hilo de humo ascendiera hacia mi nariz. Estaba atento a la voz del ángel, esperando la sensación de su aliento en la nuca. Sabía que, si no estaba ahí, no andaría lejos. No había señales de Peter ni de nadie más, aunque por un instante me pregunté si Cleo me visitaría en ese momento.

Todos mis fantasmas estaban cerca.

Me imaginé como un nigromante medieval junto a un caldero burbujeante, lleno de ojos de murciélago y raíces de mandrágora, capaz de conjurar cualquier visión maligna que necesitara.

– ¿Cleo? -pregunté al abrir los ojos-. ¿Qué pasó? No tenías que morir. -Sacudí la cabeza y cerré los ojos, y en la oscuridad la oí hablar con su habitual tono bronco y divertido.

– Pero lo hice, Pajarillo. Malditos cabrones. Tenía que morir. Los muy hijos de puta me mataron. Desde el principio sabía que lo harían. Miré alrededor buscándola, pero al principio era sólo un sonido. Y entonces Cleo surgió despacio, como un velero de entre la niebla, y cobró forma delante de mí. Se apoyó contra la pared de la escritura y encendió un cigarrillo. Llevaba un vestido de tono pastel con volantes y las mismas chancletas rosadas que recordaba de su muerte. Sujetaba el cigarrillo con una mano y, como era de esperar, una pala de ping-pong con la otra. Una especie de regocijo maníaco iluminaba sus ojos, como si se hubiera liberado de algo difícil e inquietante.

– Quién te mató, Cleo?

– Esos cabrones.

– ¿Quién, en concreto?

– Tú ya lo sabes, Pajarillo. Lo supiste en cuanto llegaste a la escalera donde yo esperaba. Lo viste, ¿verdad?

– No. -Sacudí la cabeza-. Fue todo muy confuso.

– Pero de eso se trataba, Pajarillo. Precisamente de eso. Todo era una contradicción, y en ella pudiste ver la verdad, ¿no?

Quería decir que sí, pero seguía sin estar seguro. Entonces era joven e inseguro, y ahora seguía igual.

– Estaba ahí, ¿verdad?

– Por supuesto. Siempre estuvo ahí. O puede que no. Depende de cómo lo mires, Pajarillo. Pero tú lo viste, ¿no?

Seguía indeciso.

– ¿Qué pasó, Cleo? ¿ Qué pasó realmente?

– Pues que me morí, ya sabes.

– Sí. Pero ¿cómo?

– Tenía que haber sido por la mordedura de un áspid.

– No fue así.

– No, cierto. No fue así. Pero, a mi modo, se le acerca bastante. Incluso pude decir las palabras, Pajarillo. «Me estoy muriendo, Egipto. Muriendo…», lo que fue satisfactorio.

– ¿Quién estaba ahí para oírlas?

– Ya lo sabes.

Intenté otro enfoque.

– ¿Te defendiste, Cleo?

– Siempre me defendí, Pajarillo. Toda mi vida fue una maldita lucha.

– Pero ¿peleaste con el ángel, Cleo?

Sonrió y agitó la pala de ping-pong para apartar el humo del cigarrillo.-Por supuesto que sí-respondió-. Ya sabes cómo era. No iba a dejarme vencer fácilmente.

– ¿Te mató?

– No. No exactamente. Pero más o menos. Fue como todo en el hospital, Pajarillo. La verdad era tan loca y complicada como todos nosotros.

– Eso pensaba yo -contesté.

– Sabía que podías verlo. -Rió un poco-. Cuéntaselo, como intentaste hacer entonces. Habría sido más fácil si te hubieran escuchado. Pero ¿quién quiere escuchar a los locos?

Esta observación nos hizo sonreír, porque era lo más cercano a la verdad que ninguno de los dos podía decir en ese momento.

Inspiré hondo. Notaba una gran pérdida, como un vacío interior.

– Te echo de menos, Cleo.

– Y yo a ti, Pajarillo. Echo de menos vivir. ¿Te apetece una partida de ping-pong? Te daré dos puntos de ventaja.

Sonrió antes de desaparecer.

Suspiré y volví a la pared. Una sombra parecía haberse deslizado sobre ella, y el siguiente sonido que oí fue la voz que quería olvidar.

– El pequeño Pajarillo quiere respuestas antes de morir, ¿verdad?

Cada palabra era confusa, como si me martilleara la cabeza, como si hubiera alguien llamando a la puerta de mi imaginación. Me eché hacia atrás y pensé si habría alguien intentando entrar en mi casa. Me encogí de miedo y me oculté de la oscuridad que se colaba en la habitación. Busqué palabras valientes para responder, pero eran escurridizas. Me temblaba la mano y creí estar al borde de un gran dolor, pero en algún recoveco encontré una contestación.

– Tengo todas las respuestas -dije-. Siempre las tuve.

Pero era una idea tan dura como cualquier otra que se me hubiera ocurrido alguna vez de modo espontáneo. Me asustó casi tanto como la voz del ángel. Retrocedí y, cuando me encogía de miedo, oí sonar el teléfono en la habitación contigua. Eso me puso más nervioso aún. Pasado un instante se detuvo, y oí cómo se disparaba el contestador automático que me habían comprado mis hermanas.

«Señor Petrel, ¿está ahí? -La voz sonaba distante pero familiar-. Soy el señor Klein del Wellness Center. No ha venido a la cita a la que prometió asistir. Conteste el teléfono, por favor. ¿Señor Petrel? ¿Francis? Póngase en contacto conmigo en cuanto reciba este mensaje. En caso contrario, me veré obligado a tomar alguna medida…»

Permanecí clavado en el sitio.

– Vendrán a buscarte -oí decir al ángel-. ¿No lo ves, Pajarillo? Estás en una caja y no puedes salir.

Cerré los ojos, pero no sirvió de nada. Era como si los sonidos hubieran aumentado de volumen.

– Vendrán a buscarte, Francis, y esta vez, querrán encerrarte para siempre. Se acabó lo del apartamento. Se acabó lo del trabajo contando salmones para el Wildlife Service. Se acabó lo de Francis paseando por las calles y llevando una vida cotidiana. Se acabó la carga para tus hermanas o tus padres, que nunca te quisieron demasiado desde que vieron en qué te ibas a convertir. No; querrán encerrar a Francis hasta el fin de sus días. Con llave, con la camisa de fuerza, babeando. Así acabarás, Francis. Seguro que lo sabes… -Rió antes de añadir-: A no ser, claro, que yo te mate antes.

Estas palabras me sonaron tan afiladas como la hoja de un cuchillo.

«¿A qué estás esperando?», quise decir, pero en lugar de eso gateé como un bebé, con lágrimas en los ojos, para llegar a la pared de las palabras. Estaba ahí conmigo, a cada paso, y todavía no entendía por qué no me había hecho nada. Intenté ahuyentar su presencia, como si la memoria fuera mi única salvación, con el recuerdo de aquella orden de Lucy que parecía trascender los años.

– Que nadie toque nada -pidió Lucy, y avanzó hacia la escalera-. Esto es el escenario de un crimen.

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