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Peter vaciló un momento en el umbral y se volvió con rapidez hacia la mujer despeinada.

– ¿Dónde? -preguntó con una voz que reflejaba autoridad.

La mujer señaló hacia el final del pasillo, hacia una puerta cerrada que daba acceso a una escalera. Acto seguido, soltó una carcajada y casi con la misma rapidez prorrumpió en sollozos incontrolables.

Peter avanzó con Francis pisándole los talones y alargó la mano hacia el pomo de la gran puerta metálica. La abrió de un empujón y se detuvo.

– ¡Ave María Purísima! -exclamó con un grito ahogado, y susurró la segunda parte-: Sin pecado concebida. -Fue a santiguarse. Al parecer, su formación católica le había vuelto en un instante, pero se detuvo a mitad del movimiento. Francis estiró el cuello para ver y retrocedió de golpe, con la sensación de quedarse sin aire. Se hizo a un lado, mareado de repente. Tuvo miedo de desmayarse.

– No te acerques, Pajarillo -susurró Peter. Puede que no quisiera decir eso, pero sus palabras parecieron plumas atrapadas en una ráfaga de viento.

Los Moses detuvieron su carrera justo detrás de los dos pacientes y abrieron los ojos como platos.

– ¡Joder! ¡Joder! -exclamó Negro Chico en voz baja pasado un segundo. Su hermano se volvió hacia la pared.

Francis se obligó a mirar.

De una horca improvisada, hecha con una sábana gris retorcida y atada a la barandilla de la escalera, colgaba Cleo.

Tenía su regordeta cara hinchada, distorsionada como una gárgola de la muerte. La soga que le rodeaba el cuello le había arrugado la piel de modo que recordaba al nudo del globo de un niño. El cabello le caía sobre los hombros, despeinado y enredado, y tenía los ojos abiertos, con la mirada vacía. Su boca, abierta y algo torcida, reflejaba una expresión de espanto. Llevaba una simple enagua gris, que le colgaba como una bolsa, y una chancleta rosa chillón le había caído del pie al suelo. Tenía las uñas de los pies pintadas de rojo.

Francis quiso desviar la mirada, pero aquel retrato de la muerte poseía una urgencia enfermiza, imperiosa, y siguió clavado en su sitio, con los ojos puestos en la mujer colgada del hueco de la escalera, intentando conciliar a Cleo, con su torrente de palabrotas y su habilidad devastadora en la mesa de ping-pong, con la figura grotesca, llena de bultos, que tenía delante. La escalera se encontraba en una media penumbra, como si las bombillas desnudas que iluminaban cada rellano fueran insuficientes para contener los zarcillos de oscuridad que penetraban en esa zona. El aire parecía húmedo y caluroso, como si apenas hubiera circulado, como en el interior de un desván cerrado.

Dejó que sus ojos recorrieran de nuevo la figura y, entonces, vio algo.

– Peter -susurró-, mírale la mano.

La mirada de Peter descendió del rostro de Cleo a su mano.

– Mierda -soltó tras un momento de silencio.

A Cleo le habían cortado el pulgar derecho. Un hilo rojo le bajaba por el costado de la enagua y por la pierna desnuda para encharcarse en el suelo. Francis observó el círculo de sangre y sintió náuseas.

– Mierda -repitió Peter.

El pulgar seccionado estaba en el suelo, a medio metro del pequeño charco granate de sangre pegajosa, dejado ahí casi como si lo hubieran desechado tras pensárselo mejor.

A Francis se le ocurrió algo y examinó la escena rápidamente, en busca de una sola cosa. Dirigió los ojos a derecha e izquierda, pero no vio lo que buscaba. Quiso decir algo, pero se abstuvo. Peter también guardaba silencio.

Fue Negro Chico quien habló por fin:

– Se pagará un precio muy alto por esto -dijo con tristeza.

Francis esperó junto a la pared, sentado en el suelo, mientras varias cosas ocurrían delante de él. Tenía la extraña sensación de que todo era una simple alucinación, o tal vez un sueño del que fuera a despertarse en cualquier momento y que, entonces, el día habitual del hospital Western volviera a empezar.

Negro Grande había dejado a Peter, Francis y su hermano en la escalera, contemplando el cadáver de Cleo, y había regresado diligentemente al puesto de enfermería para llamar a seguridad, al despacho del doctor Gulptilil y, por último, a casa del señor del Mal. Se había producido una breve calma tras las llamadas telefónicas, durante la cual Peter había rodeado despacio el cadáver para valorar, memorizar y grabárselo todo en la cabeza. Francis admiraba la diligencia y el profesionalismo de Peter, aunque, en el fondo, dudaba de que él pudiera ser capaz de olvidar ningún detalle de aquella muerte atroz. Aun así, Francis y Peter repitieron lo que habían hecho cuando encontraron el cadáver de Rubita. Estudiaron toda la escena, midieron y fotografiaron mentalmente como especialistas de la policía científica, salvo que no tenían ni cinta métrica ni cámara.

En el pasillo, los Moses procuraban restablecer algo de calma en un escenario que desafiaba toda calma. Los pacientes estaban consternados, lloraban, reían, sollozaban, otros trataban de actuar como si nada hubiese pasado y los había que se encogían en los rincones. En algún sitio, una radio emitía los 40 Principales de los años sesenta, y Francis oyó los compases inconfundibles de In the Midgnight Hour, seguida de Don't Walk Away, Renee. La música hacía que toda la situación fuera aún más demencial de lo que ya era, con las guitarras y las voces mezcladas con aquel caos. Un paciente exigía en voz alta que se sirviera de inmediato el desayuno, mientras otro preguntaba si podía salir a recoger flores para una tumba.

Los de seguridad no tardaron en llegar, seguidos en rápida sucesión por Tomapastillas y el señor del Mal. Ambos médicos llegaron a un paso rápido que les hizo parecer algo descontrolados. Evans iba apartando a empellones a los pacientes, mientras que Gulptilil se limitó a recorrer el pasillo sin prestar atención a sus ruegos y súplicas.

– ¿Dónde está? -preguntó Gulptilil a Negro Grande.

Había tres guardias de seguridad de pie en el umbral de la puerta a la espera de que alguien les dijera qué hacer. Ninguno de ellos había hecho nada desde su llegada excepto contemplar el cadáver de Cleo, y se apartaron para dejar que Gulptilil y Evans accedieran al lugar de la tragedia.

El director del hospital soltó un grito ahogado.

– ¡Dios mío! -exclamó-. ¡Pero esto es terrible! -Sacudió la cabeza.

Evans estiró el cuello y vio también la escena. Su reacción, por lo menos al principio, fue limitarse a exclamar:

– ¡Mierda!

Los dos administradores siguieron examinando la escena. Ambos vieron el pulgar mutilado y la horca atada a la barandilla del hueco de la escalera. Pero Francis tuvo la curiosa sensación de que los dos hombres veían algo distinto a lo que él veía. No era que no vieran a Cleo ahorcada, sino que reaccionaban de otra forma. Era un poco como estar delante de un cuadro famoso en un museo y que la persona a tu lado tuviera la impresión contraria, de modo que soltara una carcajada en lugar de un suspiro, o un gemido en lugar de una sonrisa.

– Qué mala suerte -dijo Gulptilil en voz baja. Se volvió hacia Evans-. ¿Presentó algún indicio…? -empezó a decirle pero no tuvo que terminar la pregunta.

Evans ya estaba asintiendo con la cabeza.

– Ayer hice una anotación en el registro diario porque su angustia parecía aumentar. La semana pasada hubo otros indicios de que se estaba descompensando. Le envié un memorando sobre varios pacientes que necesitaban una nueva evaluación médica, y ella figuraba la primera en la lista. Quizá debería haber procedido con más decisión, pero no parecía sufrir una crisis tan aguda como para actuar de inmediato. Evidentemente, fue un error.

– Recuerdo el memorando -asintió Gulptilil-. Lamentablemente, a veces hasta las mejores intenciones… -dijo. Y añadió-: Bueno, es difícil prever estas cosas, ¿no? -No esperaba una respuesta y se encogió de hombros-. ¿Podrá encargarse de todo?

– Por supuesto -respondió Evans.

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