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– Disculpe -contestó ella-. Tiene razón, por supuesto. Es sólo que supuse que, dadas las circunstancias, podría ser un poco más flexible.

– Por supuesto -sonrió él-. Y deseo ofrecerle la máxima colaboración en su búsqueda inútil. Pero no puedo violar la ley, ni es justo que me lo pida, ni a mí ni a cualquier otro supervisor del hospital.

El señor del Mal llevaba el cabello largo y gafas de montura metálica, lo que le confería un aspecto desaliñado. Para compensarlo solía ponerse corbata y camisa blanca, aunque siempre tenía los zapatos raspados y deslustrados. Francis pensaba que era como si no quisiera que lo relacionaran con el cambio ni con el statu quo. No desear pertenecer a ninguna de esas cosas ponía al señor del Mal en una situación difícil.

– Claro -dijo Lucy-. Yo no haría eso.

– Sobre todo porque sigo esperando que me enseñe algún indicio real de que la persona que busca está aquí.

La fiscal sonrió.

– Y ¿exactamente qué clase de prueba le gustaría que le enseñara? -preguntó.

Evans también sonrió, como si le gustara esa especie de esgrima. Estocada. Parada. Ataque.

– Algo que no sean suposiciones. Quizás un testigo creíble, aunque dónde podría encontrar uno en un hospital psiquiátrico se me escapa… -Soltó una risita, como si bromease-. O quizás el arma del crimen, que hasta ahora no se ha encontrado. Algo concreto. Algo consistente. -Parecía como si todo eso le resultase muy divertido-. Claro que, como ya habrá averiguado, señorita Jones, «concreto» y «consistente» no son conceptos apropiados para este lugar. Además, sabe tan bien como yo que, estadísticamente, es más probable que los enfermos mentales se lastimen a sí mismos que a los demás.

– Quizás el hombre que estoy buscando no sea exactamente lo que usted llamaría un enfermo mental -replicó Lucy-. Puede que pertenezca a una categoría muy distinta.

– Bueno -respondió Evans-, puede que sí. De hecho, es probable. Pero lo que tenemos aquí en abundancia es lo primero, no lo segundo. -Hizo una pequeña reverencia y señaló con el brazo su despacho-. ¿Todavía quiere examinar los expedientes? -preguntó.

– Tengo que hacerlo -dijo Lucy a Peter y Francis-. Empezar, por lo menos. Nos veremos después.

Peter observó con ceño a Evans, que no le devolvió la mirada y se llevó a Lucy Jones por el pasillo, apartando a los pacientes que se le acercaban con movimientos bruscos. A Francis le recordó a un hombre que se abre paso por la selva con un machete.

– Estaría bien que resultara que ese hijoputa es el hombre que andamos buscando -dijo Peter entre dientes-. Haría que todo el tiempo pasado aquí valiera la pena. -Soltó una carcajada-. Bueno, Pajarillo, el mundo no es nunca así de generoso. Y ya sabes el proverbio: «Cuidado con lograr lo que deseas.» -Pero, incluso mientras hablaba, siguió observando cómo Evans se alejaba por el pasillo-. Voy a hablar con Napoleón -añadió-. Por lo menos, él tendrá una perspectiva del siglo XVIII sobre todo esto.

Y se alejó deprisa hacia la sala de estar. Mientras dudaba si acompañarlo, Francis vio a Negro Grande apoyado contra la pared del pasillo, fumando un cigarrillo, con el uniforme blanco bañado en la luz que se filtraba por las ventanas, de modo que relucía. Por el mismo motivo, su piel parecía aún más oscura, Francis reparó en que el auxiliar los había estado observando. Se acercó a él, y el hombre corpulento se separó de la pared y dejó caer el cigarrillo al suelo.

– Un mal hábito -aseguró-. Y con tantas probabilidades de matarte como cualquier otra cosa en este hospital. No se puede estar del todo seguro con todo lo que ha pasado. Pero no empieces a fumar como los demás, Pajarillo. Aquí hay muchos malos hábitos. Intenta no adquirirlos, Pajarillo, y tarde o temprano saldrás de aquí.

Francis no respondió y observó cómo el auxiliar contemplaba el pasillo y fijaba los ojos en un paciente y luego en otro, aunque era evidente que su atención estaba en otra parte.

– ¿Por qué se odian, señor Moses? -preguntó Francis.

Negro Grande no respondió directamente sino que dijo:

– ¿Sabes qué? A veces, en el Sur, donde yo nací, había ancianas que presentían cuándo iba a cambiar el tiempo. Sabían cuándo iban a estallar tormentas y, en especial durante la época de los huracanes, iban de un lado a otro husmeando el aire, diciendo en ocasiones cánticos y hechizos, o lanzando huesos y valvas en un trozo de tela. Una especie de brujería, ya sabes. Ahora que tengo estudios y vivo en un mundo moderno, sé que no hay que creer en esos hechizos y conjuros. Pero el problema es que siempre tenían razón. Llegaba una tormenta y ellas lo sabían mucho antes que nadie. Avisaban a la gente que reuniera el ganado, arreglara el techo de la casa o se avituallara para una emergencia que nadie más preveía pero que se acercaba de todos modos. No tiene sentido, si lo piensas; lo tiene todo, si no lo piensas. -Sonrió, y le apoyó la mano en un hombro-. ¿Tú qué opinas, Pajarillo? Cuando miras a esos dos y ves cómo se comportan, ¿presientes también que la tormenta se acerca?

– Sigo sin entender, señor Moses.

– Te diré una cosa: Evans tiene un hermano. Y puede que lo que hizo Peter afectara a ese hermano. Y cuando Peter vino aquí, Evans se aseguró de ser él quien se encargara de su evaluación. Se aseguró de que Peter supiera que, fuera lo que fuese lo que quisiera, él le impediría conseguirlo.

– Pero eso no es justo.

– Yo no he dicho que sea justo, Pajarillo. No he dicho en absoluto que las cosas sean justas, en un sentido o en otro. Sólo he dicho que puede que eso sea parte del problema, y no tiene aspecto de mejorar, ¿no crees? -Se metió una mano en el bolsillo y el juego de llaves que llevaba colgado del cinturón tintineó.

– Señor Moses, ¿puede ir a todas partes con esas llaves?

– Aquí y en los demás edificios. Abren las puertas de seguridad y las puertas de los dormitorios. Incluso las celdas de aislamiento. ¿Quieres cruzar la verja de entrada, Francis? Estas llaves te allanarían el camino.

– ¿Quién tiene unas llaves como ésas?

– Los supervisores de enfermería. Seguridad. Auxiliares como mi hermano y yo. El personal principal.

– ¿Saben dónde están todos los juegos en todo momento?

– Deberíamos. Pero, como con todo lo demás, lo que debería ser no es lo que pasa en realidad. Pero bueno -sonrió-, empiezas a hacer preguntas como la señorita Jones y como Peter. El sabe cómo preguntar cosas. Tú estás aprendiendo.

Francis sonrió en respuesta al cumplido.

– Me gustaría saber si alguien controla dónde están los juegos de llaves en todo momento -insistió.

– No formulas bien tu pregunta, Pajarillo. -Negro Grande sacudió la cabeza-. Inténtalo otra vez.

– ¿Faltan llaves?

– Sí. Ésa es la pregunta adecuada. Sí. Faltan unas llaves.

– ¿Las ha buscado alguien?

– Sí. Pero quizá «buscar» no sea la palabra adecuada. Miraron en todos los sitios probables y lo dejaron por inútil.

– ¿Quién las perdió?

– Bueno -repuso Negro Grande con una ancha sonrisa-, esa persona es nuestro buen amigo el señor Evans.

El corpulento auxiliar soltó otra carcajada y vio que su hermano se acercaba.

– Oye -lo llamó-, Pajarillo está empezando a averiguar cosas.

Francis vio que las enfermeras del puesto situado en mitad del pasillo sonreían, como si se tratara de una broma. Negro Chico también lo hizo cuando llegó a su lado, y preguntó:

– ¿Sabes qué, Francis?

– ¿Qué, señor Moses?

– Si aprendes a manejarte en este mundo -hizo un gesto con el brazo para indicar el hospital- y controlas bien todo esto, no te resultará difícil entender el mundo exterior. Si tienes la oportunidad, claro.

– ¿Cómo puedo tener esa oportunidad, señor Moses?

– Ésa es la pregunta del millón ¿Cómo alguien consigue esa oportunidad? Hay formas, Pajarillo. Hay más de una, por lo menos. Pero no hay simples pautas de sí o no. Haz esto o haz lo otro y conseguirás una oportunidad. No, no funciona así. Tienes que encontrar tu propio camino. Lo encontrarás, Pajarillo. Sólo tienes que reconocerlo cuando se presente. Ése es el problema.

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