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– Creo que debería ver la habitación donde dormíamos cuando pasó todo esto -sugirió el Bombero, y la guió por el pasillo, deteniéndose sólo para señalarle los sitios donde se había encharcado la sangre-. La policía supuso que las manchas de sangre eran el rastro que había dejado Larguirucho -explicó en voz baja-. Pero eran un caos, porque el idiota del guardia de segundad las había pisado. Hasta resbaló en una y la extendió por todas partes.

– ¿Qué supuso usted? -preguntó Lucy.

– Que eran un rastro, desde luego. Pero que conducía a él. No que lo hubiera dejado él.

– Tenía sangre en el pijama.

– El ángel lo había abrazado.

– ¿El ángel?

– Así es como lo llamó. El ángel que se acercó a su cama y le dijo que la encarnación del mal había sido destruida.

– ¿Cree que…?

– Lo que creo está bastante claro, señorita Jones.

La fiscal estuvo de acuerdo. Observó la seguridad con que Peter la conducía por el pasillo.

Peter abrió la puerta del dormitorio y entraron. Francis señaló dónde estaba su cama, lo mismo que el Bombero. También le enseñaron la cama de Larguirucho, a la que le habían quitado todo, incluido el colchón, de modo que sólo quedaba el bastidor y el somier. También se habían llevado el arcón donde guardaba sus pocas ropas y objetos personales, de modo que el modesto espacio de Larguirucho en el dormitorio parecía un mero armazón. Francis vio cómo Lucy observaba las distancias, medía el espacio entre las camas, la ruta hacia la puerta, la puerta que daba al lavabo contiguo. Por un momento, le dio un poco de vergüenza mostrarle dónde vivían. En ese instante fue muy consciente de la poca intimidad que tenían y cuánta humanidad les habían arrebatado en esa abarrotada habitación, y se sintió bastante molesto al contemplar cómo la fiscal examinaba la habitación.

Como siempre, varios hombres yacían en la cama mirando el techo. Uno mascullaba entre dientes, discutiendo consigo mismo. Otro se volvió para mirar a Lucy. Otros la ignoraron, perdidos en sus pensamientos. Pero Francis vio que Napoleón se levantaba y se dirigía hacia ellos presuroso.

Se acercó a Lucy y, con una especie de floritura imperfecta, le hizo una reverencia.

– Tenemos muy pocas visitas del mundo exterior -afirmó-. Sobre todo, tan bonitas. Bienvenida.

– Gracias -contestó Lucy.

– ¿La están poniendo bien al corriente estos dos señores?

– Sí. Hasta ahora han sido muy amables.

– Bueno -dijo Napoleón, que pareció algo decepcionado-. Eso está bien. Pero si necesita cualquier cosa, por favor, no dude en pedírmela. -Se palpó el atuendo hospitalario un momento-. No sé dónde he puesto las tarjetas de visita. ¿Es usted estudiante de historia?

– No exactamente -respondió Lucy encogiéndose de hombros-. Aunque seguí algunos cursos de historia europea en la universidad.

– ¿Y dónde fue eso? -Napoleón arqueó las cejas.

– En Stanford.

– Entonces debería comprenderlo -repuso Napoleón y agitó un brazo con el otro pegado a un costado-. Hay grandes fuerzas en juego. El mundo está en equilibrio. Los momentos se paralizan en el tiempo ante las inmensas convulsiones sísmicas que sacuden la humanidad. La historia contiene el aliento; los dioses se enfrentan en el campo. Vivimos una época de cambios. Me estremezco al pensar en su importancia.

– Cada uno de nosotros hace lo que puede -dijo Lucy.

– Por supuesto -corroboró Napoleón-. Hacemos lo que se nos pide. Todos intervenimos en el gran escenario de la historia. Un hombrecillo puede convertirse en un gran hombre. El momento secundario se vislumbra importante. La pequeña decisión puede afectar a las grandes corrientes de la época. ¿Caerá la noche? -susurró, inclinándose hacia ella-. ¿O llegarán a tiempo los prusianos para rescatar al Duque de Hierro?

– Creo que Blücher llega a tiempo -respondió Lucy.

– Sí-dijo Napoleón, y casi guiñó un ojo-. En Waterloo fue así. Pero ¿y hoy?

Sonrió de modo enigmático, saludó con la mano a Peter y Francis y se alejó.

Peter enderezó los hombros, a modo de alivio, con su habitual sonrisa irónica en los labios.

– Seguro que el señor del Mal lo ha oído todo y que esta noche Nappy recibirá más medicación de lo normal -susurró a Francis, aunque lo bastante alto para que Lucy lo oyera, y el joven reparó en que Evans los había seguido hasta el dormitorio.

– Parece bastante simpático -comentó Lucy-. Así como inofensivo.

– Su valoración es correcta, señorita Jones -intervino el señor del Mal dando un paso adelante-. Así es la mayoría de los pacientes del hospital. Sólo se lastiman a sí mismos. El problema para el personal es saber cuál puede ser violento. Cuál tiene esa capacidad latente en su interior. A veces, es lo que buscamos.

– También es el motivo por el cual yo me encuentro aquí -contestó Lucy.

– Por supuesto -dijo Evans, y miró a Peter y Francis-, en algunos casos ya tenemos la respuesta.

Los dos pacientes se miraron entre sí, como hacían siempre. El señor del Mal alargó la mano y tomó con suavidad el brazo de Lucy Jones, un gesto de galantería que, dadas las circunstancias, parecía significar algo muy distinto.

– Por favor, señorita Jones -pidió-, permítame que la acompañe por el resto del hospital, aunque es muy parecido a lo que ve aquí. Por la tarde hay programadas sesiones en grupo y actividades, además de la cena, y mucho que hacer.

Por un instante pareció que Lucy iba a rehusar, pero finalmente contestó:

– Eso estaría bien. -Antes de salir, se volvió hacia Francis y Peter para decir-: Me gustaría hacerles más preguntas después. O quizá mañana por la mañana. ¿Les parece bien?

Ambos asintieron con la cabeza.

– No estoy seguro de que este par pueda ayudarla demasiado -soltó Evans meneando la cabeza.

– Puede que sí y puede que no -contestó Lucy-. Eso está por ver. Pero hay algo seguro, señor Evans.

– ¿Qué?

– En este momento, son las únicas personas de las que no sospecho.

A Francis le costó dormirse esa noche. Los ronquidos y gimoteos habituales que constituían los acordes nocturnos del dormitorio lo ponían nervioso. O, por lo menos, eso pensaba hasta que se tumbó en la cama con los ojos puestos en el techo y se dio cuenta de que no era lo corriente de la noche lo que lo perturbaba, sino lo que había ocurrido durante el día. Sus voces interiores estaban tranquilas pero llenas de preguntas, y no sabía si sería capaz de cumplir con su cometido. Nunca se había considerado la clase de persona que observa detalles, que capta el significado de palabras y acciones, como hacía Peter y también Lucy Jones. Tenía la impresión de que ambos controlaban sus ideas, algo a lo que él sólo podía aspirar. Sus pensamientos eran incoherentes y, como una ardilla, cambiaban sin cesar de dirección, salían disparados en un sentido o en otro, iban primero hacia un lado y después hacia otro, impulsados por fuerzas interiores que no acababa de comprender.

Suspiró y se volvió. Entonces vio que no era el único que estaba despierto. A unos metros de distancia, el Bombero estaba sentado en la cama, con la espalda apoyada contra la pared y las rodillas dobladas para rodearlas con los brazos, mirando al frente. Francis vio que tenía la mirada puesta en las ventanas, más allá de los barrotes y del cristal blanquecino, para contemplar los tenues rayos de la luna y la penumbra de la noche. Quiso decir algo, pero se contuvo, porque imaginó que lo que impedía a Peter dormir esa noche era alguna corriente demasiado poderosa para interrumpirla.

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