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– Pajarillo vio muchas cosas pero no pudo comprenderlas -se mofó.

Dejé de escribir, con la mano sobre la pared. No lo miré, pero hablé con una voz aguda, presa del pánico, pero necesitado aún de respuestas.

– Yo tenía razón sobre Cleo, ¿verdad?

– Sí. -Soltó otra carcajada sibilante-. Ella no sabía que yo estaba ahí, pero estaba. Y lo más raro de esa noche, Pajarillo, fue que tenía

intención de matarla antes de que llegara el alba. Había pensado degollarla mientras dormía y dejar algunas pruebas que apuntaran a otra mujer del dormitorio; habría resultado, como ocurrió con Larguirucho. O quizá ponerle una almohada sobre la cara. Cleo era asmática. Fumaba demasiado. No habría llevado demasiado tiempo asfixiarla. Eso había resultado con Bailarín.

– ¿Por qué Cleo?

– Lo decidí cuando ella señaló el edificio donde yo estaba recluido y gritó que me conocía. No la creí, claro. Pero ¿por qué iba a correr el riesgo? Todo lo demás estaba saliendo de maravilla. Pero Pajarillo ya lo sabe, ¿no? Pajarillo lo sabe, porque es como yo. Quiere asesinar. Sabe cómo matar. Siente mucho odio. Le seduce la idea de la muerte. Matar es la única respuesta para mí. Y también para Pajarillo.

– No -gemí-. No es verdad.

– Sabes la única respuesta, Francis -susurró el ángel.

– ¡Quiero vivir! -exclamé.

– Lo mismo que Cleo. Pero también quería morir. La vida y la muerte pueden estar muy cerca una de otra. Ser casi lo mismo, Francis. Y dime: ¿ eres distinto a ella?

No pude responder esa pregunta.

– ¿ Viste cómo moría? -quise saber.

– Por supuesto -contestó el ángel, siseante-. Vi cómo sacaba la sábana de debajo de la cama. Debió de guardarla sólo para eso. Sufría mucho y la medicación no la ayudaba en nada, de modo que lo único que podía ver en su futuro, día tras día, año tras año, era más y más dolor. No le daba miedo suicidarse, Pajarillo, no como a ti. Era una emperatriz y entendía la nobleza de arrebatarse uno mismo la vida. La necesidad de hacerlo. Yo sólo la animé y saqué provecho de su muerte. Abrí las puertas, la seguí y vi cómo se dirigía al hueco de la escalera…

– ¿Dónde estaba la enfermera de guardia?

– Dormida. Con los pies en alto, la cabeza echada atrás y roncando. ¿ Crees que se preocupaban lo suficiente por ninguno de vosotros como para mantenerse despiertos?

– ¿Pero por qué la mutilaste después?

– Para mostraros lo que tú sospechaste después. Para mostraros que podía haberla matado. Pero, sobre todo, porque sabía que haría que todos discutieran, y que quienes afirmaban que yo estaba, en el hospital lo considerarían una prueba y que quienes lo negaban lo considerarían

igualmente una prueba. La duda y la confusión son cosas muy útiles cuando estás planeando algo preciso y perfecto.

– Salvo por una cosa -susurré-. No contaste conmigo.

– Por eso estoy aquí ahora, Pajarillo -respondió el ángel-. Por ti.

Poco después de las diez, Lucy se dirigió deprisa al edificio Amherst para encargarse del solitario turno de noche. Hacía una noche terrible, a medio camino entre la tormenta y el calor. Agachó la cabeza, temiendo que su uniforme blanco se destacara entre las tinieblas.

En una mano llevaba un juego de llaves que tintineaban en su rápido avance por el camino. Un roble se balanceaba a merced de una brisa que hacía susurrar las hojas y que parecía fuera de lugar en esa noche de húmedo bochorno. Se había colgado el bolso, con el revólver en su interior, del hombro derecho, lo que le confería un aspecto garboso que difería mucho de cómo se sentía. Ignoró un grito extraño, desesperado y solitario que resonó en un edificio.

Abrió las dos cerraduras y empujó la puerta con el hombro para entrar. Por un instante, se sintió desconcertada. Cada vez que había estado en Amherst, ya fuera en su despacho o recorriendo los pasillos, lo había encontrado lleno de gente, iluminado y ruidoso. Ahora, cuando ni siquiera era tarde, parecía otro lugar. Lo que era un espacio abarrotado y siempre animado, surcado por toda clase de locuras informes y pensamientos descabellados, estaba ahora en silencio, salvo por algún que otro grito en los dormitorios. El pasillo estaba casi a oscuras; a través de las ventanas se filtraba alguna luz procedente de otros edificios que atenuaba un poco la penumbra. La única luz del pasillo estaba en el puesto de enfermería, donde brillaba una lámpara de escritorio.

Notó que una forma se movía dentro del puesto y suspiró con alivio cuando vio que Negro Chico se levantaba y abría la puerta de rejilla metálica.

– Muy puntual.

– No me retrasaría por nada del mundo -repuso ella con falsa valentía.

– Supongo que le espera una noche larga y aburrida -dijo Negro Chico sacudiendo la cabeza. Luego señaló el intercomunicador sobre la mesa. Era una cajita anticuada con un único interruptor en la parte superior y un botón de volumen-. Esto la mantendrá conectada con-

migo y con mi hermano en el piso de arriba. Pero tendrá que pronunciar bien claro «Apolo» porque este trasto tiene diez o veinte años y no va demasiado bien. El teléfono también está conectado con el piso de arriba. Sólo tiene que marcar dos cero dos. Le diré qué haremos: si lo deja sonar dos veces y cuelga, también lo consideraremos una señal y acudiremos en su rescate.

– Dos cero dos. Entendido.

– Pero no es probable que vaya a necesitarlo. Según mi experiencia, en este sitio, nada lógico o previsible sale nunca bien, por mucho que se planifique. Estoy seguro de que su hombre sabe que estará aquí. La voz corre deprisa si se dice lo correcto a la persona adecuada. Pero si él es tan inteligente como usted cree, tengo mis dudas de que vaya a caer en lo que supondrá una trampa. Aun así, nunca se sabe.

– Exacto -corroboró Lucy-. Nunca se sabe.

– Bueno, llámenos -asintió Negro Chico-. Y también llámenos si pasa algo de lo que no quiera ocuparse con cualquier paciente. No haga caso a nadie que grite pidiendo ayuda. Solemos esperar hasta la mañana para resolver la mayoría de los problemas nocturnos.

– De acuerdo.

– ¿Nerviosa?

– No -mintió Lucy.

– Cuando sea más tarde, le mandaré a alguien para comprobar que todo va bien. ¿Le parece?

– Siempre se agradece tener compañía. Aunque prefiero no asustar al ángel.

– Me imagino que no es la clase de persona que se asusta demasiado -replicó y miró hacia el otro extremo del pasillo-. Ya he comprobado que las puertas de los dormitorios están cerradas con llave. Sobre todo el de los hombres, pues Peter quería que lo dejara abierto. Por cierto, esa llave corresponde a esa puerta… -Le guiñó el ojo con complicidad-. Imagino que todo el mundo estará ya dormido.

Dicho eso, se marchó por el pasillo. Se volvió una vez y la saludó con la mano, pero ese extremo del pasillo, cerca de la escalera, estaba tan oscuro que Lucy apenas distinguió sus rasgos aparte de su uniforme blanco.

Tras oír cómo se cerraba la puerta, dejó el bolso en la mesa, junto al teléfono. Esperó unos segundos, los suficientes para que el silencio la envolviera con una sensación pegajosa, tomó la llave y se dirigió al dormitorio de los hombres. Haciendo el menor ruido posible, la encajó en la cerradura y la giró una vez, lo que provocó un tenue clic. Inspiró hondo y regresó al puesto de enfermería, donde se dispuso a esperar.

Peter estaba sentado en la cama, totalmente despierto. Oyó el die y supo que Lucy había abierto la puerta. La imaginó regresando deprisa al puesto de enfermería. Lucy era tan inconfundible, con su estatura, su cicatriz y su porte, que le resultaba fácil imaginar todos sus movimientos. Aguzó el oído para oír sus pasos, sin conseguirlo. El rumor de aquel dormitorio lleno de hombres dormidos, atrapados entre las sábanas y entre sus propias desesperaciones, tapaba cualquier sonido discreto procedente del pasillo. Había demasiados ronquidos, respiraciones pesadas y palabras proferidas en pleno sueño como para distinguir y aislar un sonido. Pensó que eso podría ser un problema, y cuando estuvo convencido de que todos estaban sumidos en un sueño inquieto e irregular, se levantó y se dirigió sigilosamente hacia la puerta. No se atrevió a abrirla porque pensó que podría despertar a alguien, por muy sedados que estuvieran todos. Lo que hizo fue sentarse en el suelo con la espalda apoyada contra la pared para esperar un sonido inusual o la palabra que indicara la llegada del ángel.

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