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Retrocedió, parpadeando sorprendida, y recorrió con la mirada la gigantesca sala acupulada. Era cómoda, cálida, acogedora. Encima del techo, al otro lado del grueso vidrio las carpas y las truchas nadaban lenta, perezosamente, jugando en cálidos charcos de luz. El suelo estaba cubierto de moqueta y un fuego ardía en la chimenea como dándole la bienvenida. Junto a la hoguera había una mujer con uniforme de niñera que se agachó y, con las manos desnudas, cogió del fuego una delgada rama ardiendo y la mantuvo por encima de su cabeza, como un pequeño objeto nudoso del que salían diminutas ramitas quemadas. Esas ramitas comenzaron a moverse, al principio como si fueran agitadas por la brisa, pero después parecieron adquirir vida propia y se convirtieron en un pequeño cuerpecito rosado, con sus bracitos y sus deditos que se abrían y cerraban. Oyó el llanto de un bebé.

– No llores, ahora verás a mamaíta.

La niñera tomó al pequeño en sus brazos y se acercó a ella sonriendo y Alex tembló al darse cuenta de lo mucho que la niñera se parecía a Iris Tremayne.

Sintió después el peso del niño en sus brazos y advirtió el color rosado de sus manos y sus piernecitas y dirigió la mirada a su rostro.

¡Una calavera chamuscada pareció devolverle la mirada!

Se encendió una luz débil y ella parpadeó, sorprendida.

Se dio cuenta de que había cesado la música. Vio a Ford de pie al lado de la puerta y miró a Steven Orme, a Milsom y después a Sandy, que sonreía tratando de infundirle confianza. Evitó mirar a David.

– ¿Cómo fue todo? -preguntó Ford-. Ha sido una meditación prolongada… Tuve la sensación de que todo iba bien, así que no quise interrumpirla.

Alex observó su reloj: las ocho menos diez, había transcurrido más de media hora. Imposible. Acumuló valor y miró a David, que tenía la cabeza baja, una oreja apretada contra la chaqueta y con una extraña expresión de preocupación en su rostro.

– Sandy -preguntó Ford con su voz amable-. ¿Cómo te fue?

– Increíble, Morgan. He visto a Jesús.

Ford inclinó la cabeza levemente y sonrió.

– Estaba frente a mí con una cesta; me dijo que tenía que tratar de desarrollar mis fuerzas curativas y me mostró cómo se deben hacer algunas cosas que me confundían.

Ford miró a Sandy, intrigado.

– Yo también tuve la sensación de que Jesús estaba aquí -dijo Steve Orme con voz nasal y entusiasmada-. Advertí claramente su llegada.

«Son todos unos malditos farsantes», pensó Alex.

– Creo que es posible que viniera para proteger al círculo -dijo Orme-. ¿Qué piensas, Morgan?

– Las curaciones de Sandy son muy importantes; es posible que creyera necesario venir a verla. -Se quedó mirando a Milsom-. ¿Y tú, Arthur?

– Mi mujer -dijo Milsom, y su voz ronca adquirió un matiz casi juvenil-. Siempre que participo en una de estas reuniones se me presenta.

– ¿Qué pasó?

– Bien. Me dijo lo que hace. Está trabajando en un proyecto en colaboración con otros, construyendo una enorme columna de luz, ya sabe.

– ¡Ah, sí! -comentó Ford moviendo la cabeza, y Alex se preguntó qué iba a decir ella.

– ¿Y usted, señor Hightower? -preguntó Ford.

– Creo que me quedé dormido -respondió David.

– Es muy normal -dijo Ford quitándole importancia. Alex se dio cuenta de que Ford se volvía hacia ella-. ¿Y usted, señora Hightower, quiere contarnos lo que vio?

Alex miró a David y lo lamentó. Su mirada parecía decirle: «No te dejes engañar, no seas imbécil.»

– He visto a Fabián -respondió Alex, y se sintió animada por la expresión aprobatoria que vio en los ojos de Ford.

– Sí, supuse que lo vería, que estaría aquí. Yo siento su presencia con gran fuerza; está por aquí y creo que entraremos en contacto con él esta misma noche. Su presencia es muy fuerte.

– Su rostro estaba completamente quemado, casi carbonizado, como una calavera.

Ford afirmó con la cabeza.

– Es muy normal que durante la meditación, lo subliminal juegue un papel importante. Usted se está proyectando sobre él desde el plano terrenal. La imagen que usted tiene de él es su imagen carnal y resulta inevitable que sea así como usted lo vea. Más tarde, cuando él llegue a través de usted, proyectará su cuerpo encarnado y será así como a usted le gustará recordarlo.

– Trataba de alejarse de mí, como si me huyera. -Se dio cuenta de que se ruborizaba y se sintió ridícula; miró a David y se percató de que su marido intentaba decirle algo con los ojos, quizás una advertencia, pero apartó la mirada antes de captar el mensaje.

– Probablemente de nuevo la intervención de lo subliminal, la expresión inconsciente de su temor a perderlo para siempre. Esto pasará tras su primera comunicación; después le será posible unirse a él en su meditación siempre que lo desee y creo que eso le será de gran ayuda.

Ford sonrió de nuevo, se dirigió al magnetófono, sacó la cinta y le dio la vuelta.

Alex miró a su alrededor y se dio cuenta de que empezaba a temblar de nuevo. Fabián, en su retrato, tenía una expresión más severa que nunca, en aquella luz rojiza, y el rostro cruel y frío de Orme le causó desasosiego. Miró a Milsom, que le devolvió la mirada con una sonrisa de ánimo.

– Es posible que oiga una voz extraña, señora Hightower -dijo Ford-. Tengo un guía llamado Herbert Lengeur que fue médico en Viena en el mil ochocientos ochenta; una persona excelente, que se trasladó a París diez años más tarde. Durante algún tiempo trató de entrar en comunicación con Oscar Wilde.

Alex lo miró. Ford hablaba como quien menciona algo normal y como de pasada. Ella estaba demasiado nerviosa para preguntarle qué quería dar a entender.

– ¿Están todos listos para continuar? Esta noche siento influencias muy poderosas; deben recordar todos ustedes lo que les diga. Es muy importante. ¿De acuerdo? -Miró a Alex, que le devolvió la mirada.

Alex se estremeció y percibió una profunda sensación de temor. No deseaba seguir adelante; no quería que el médium volviera a apagar la luz.

Se oyó el profundo clic que puso en marcha el magnetófono, del que brotó un extraño batir de tambores, con un ritmo rápido que parecía acelerarse cada vez más.

Después la luz se apagó.

Lo sintió casi de modo inmediato, con la misma claridad que si acabara de entrar y cerrar la puerta tras él. Estaba en la habitación, de pie detrás de ella, observando.

Un escalofrío le descendió por los brazos. Vio una sombra que cruzaba la habitación, estaba segura de ello; algo más oscuro que la propia oscuridad; hubiera deseado que se encendiera la luz, tocar a alguien. Pero no se atrevió a moverse, por temor a perder el contacto con su hijo, con su mirada extrañamente penetrante. Y se dio cuenta de que estaba asustado. Esto es lo que tú querías, querido, ¿no es así? Ésta es la razón de todas las señales que me has venido haciendo. Ahora estamos reunidos aquí, por ti. Sé amable, por favor, sé amable.

«Dios mío -pensó de repente-, qué lejos parece ahora el pasado.» ¡Cuánto tiempo desde que su hijo vivía y todo era perfectamente normal!

Se produjo un horrible gemido de aflicción, como el grito de una zorra en la noche, que llegó a sus oídos por encima, aparte, del rítmico sonar de los tambores; provenía de alguien que estaba en el círculo. Lo oyó de nuevo. Más bajo, cada vez más bajo, disolviéndose en un sonido horrible, entrecortado, como si alguien tratara de respirar con la garganta rota. «¿Quién produjo aquel sonido?», se preguntó. ¿Ford? ¿Milsom? ¿Orme? ¿Sandy? Era imposible decirlo.

– Madre.

Era la voz de Fabián, débil y asustada. Se oyó un clic y la música cesó.

– Madre.

Ni la menor sombra de duda; era su hijo el que hablaba. Sintió frío, como si la habitación se transformara en un gigantesco bloque de hielo, y tembló de tal modo que apenas podía mantenerse sentada.

– ¿Cariño? -dijo nerviosa, en voz alta-. ¡Hola, cariño!

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