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El rostro frente a ella se desenfocó y volvió a aparecer de nuevo.

– Sí -respondió por fin-, sí, estoy bien.

– Te has puesto muy blanca.

– Lo siento. -Volvió a bajar los ojos para mirar de nuevo su reloj y frunció el ceño-. ¿Qué hora es?

– Las dos menos veinte.

Su reloj marchaba perfectamente.

– ¿Sabes si hubo tormenta la noche pasada?

Main miró con aire de sorpresa al lenguado que el camarero puso delante de él, tras haberlo abierto y limpiado.

– Fue una dura pelea, ¿eh? -le dijo al camarero con voz fuerte y dura.

– ¿Una pelea, señor?

– Parece como si hubiera sido masacrado.

– Lo siento, señor. -El camarero vaciló y se retiró.

– ¿Una tormenta? -Reanudó la conversación con Alex.

– Sí, con aparato eléctrico.

– Es posible. Anoche había mucha humedad en el ambiente.

De pronto Alex se sintió liberada.

– ¿Y eso puede afectar a relojes electrónicos como éste?

Philip la miró extrañado.

– Posiblemente. Puede producir alteraciones en la corriente eléctrica.

Ella guardó silencio un momento, pensativa.

– ¿Podría afectar a instrumentos alimentados por batería solar?

Él afirmó con la cabeza, lentamente:

– Posiblemente. ¿Por qué?

– Oh, por nada.

Philip bajó los ojos y miró malévolamente al pescado, después volvió a beber un trago de vino y se secó el bigote con la servilleta.

– ¿Qué opinas de los médiums, Philip?

– ¿Médiums?

– Una amiga me aconsejó que visite a una.

El hombre tomó una cucharada de zanahorias de la fuente con la guarnición y pareció sentirse incómodo.

– Toma un poco de zanahorias -le recomendó-. Aquí las preparan muy bien.

Alex se sirvió.

– No me has contestado.

– Supongo que hay personas que encuentran ayuda en ellas.

– ¿Quiénes? ¿Gentes que no pueden aceptar la muerte de un ser querido?

Philip se encogió de hombros.

– ¿Eres cristiana?

– Creo que sí.

– Entonces crees en la vida eterna.

– Hace ya tiempo que no estoy segura de lo que creo.

– Un excelente ejemplo de la evolución, el lenguado de Dover. -Tomó un trozo de pescado con el tenedor y lo mantuvo levantado, en vertical-. Solía nadar de lado, en posición vertical. -Agachó el tenedor pero mantuvo la mano alzada-. No empezó a nadar tumbado, plano, hasta después de haber decidido irse a vivir al fondo del mar. Se dio cuenta de que así sería menos visible.

– Muy inteligente.

– Pero tenían un problema con los ojos. Tenían uno a cada lado de la cabeza, lo cual estaba muy bien cuando nadaban de lado, pero al nadar plano, resultaba que uno de sus ojos miraba al fondo del mar y el otro al cielo. Hasta que un día… ¡zas! Los dos ojos aparecieron arriba en el mismo lado de la cabeza.

– ¿Y eso qué tiene que ver con los médiums?

– ¿Es que no lo ves? La evolución nos dice cómo trabaja la naturaleza. Podemos probar que Dios no hizo al hombre. Pero ¿qué hay si le damos la vuelta a la cuestión y la vemos desde otro ángulo?

– Ésa es una discusión muy antigua.

– No, chica, es nueva. Muy nueva, recientísima.

– ¿La posibilidad de que sea el hombre quien inventó a Dios?

Mantuvo el trozo de pescado a la altura de su boca, examinándolo cuidadosamente.

– No, muchacha, no inventarlo. Hacerlo. ¡Hacerlo! Si todo el mundo animal ha evolucionado a partir de dos motas de polvo y un rayo eléctrico, ¿por qué no pudo ocurrir lo mismo con el mundo espiritual?

– Estás loco.

– Soy más inteligente que este lenguado.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque si fuera al revés sería él quien me estaría comiendo a mí.

Alex sonrió.

– Al menos me estás dando ánimos.

– Sí, claro, todos necesitamos, de vez en cuando, que alguien nos anime.

Alex comió un trozo de su lenguado.

– Es muy bueno, aun cuando se trate de un animal que sobrevive desde tiempos tan lejanos.

Philip dejó su tenedor sobre el plato y se ruborizó ligeramente.

– Yo… Me pregunto si me permitirás que te invite a cenar una noche. No en estos momentos, pero quizás algo más adelante.

Ella negó con la cabeza.

– No, Philip; me gusta que mis relaciones con mis clientes se mantengan en términos estrictamente profesionales.

Philip se secó el bigote con la servilleta y habló al mismo tiempo, de modo que sus palabras sonaron apagadas.

– Podríamos tener una cena… estrictamente profesional.

Ella siguió negando con insistencia.

– No, Philip, no estoy de humor para enfrentarme a nuevas relaciones.

– Sólo te estaba ofreciendo mi amistad, nada más.

– Está bien, gracias. Lo comprendo. Dejémoslo pues en una amistad de comidas al mediodía.

– ¿Estás libre para comer conmigo mañana al mediodía?

Ella se echó a reír.

– Mañana es sábado.

– El sábado también es un buen día para comer.

– Es que mañana voy a Cambridge, para buscar las cosas de Fabián.

– ¿La próxima semana?

– Tal vez.

La comida con Philip Main había elevado su espíritu y se sentía mucho más animada cuando regresó a casa. Pensó en las dos palabras que había visto en la pantalla de su ordenador. «La tensión nerviosa -pensó-. Tenía que ser eso.»

La casa estaba tranquila, en paz y olía profundamente a cera y a limpiamuebles. Estaba empezando a oscurecer. Ya regía el horario de verano, aunque el verano aún no se veía por ninguna parte.

De pie en el pasillo de entrada, se sintió de repente como en el vacío. Los últimos diez días habían pasado como entre niebla, en medio de una gran ofuscación y ahora había llegado el momento de volver a una normalidad que parecía prometedora. Deseó haber aceptado la invitación a cenar de Philip, o de su esposo. No quería estar sola aquella noche, enfrentada a sus pensamientos. Consultó los programas de televisión en el Standard y no encontró nada que le interesara. Tiró el periódico sobre un sofá y bajó la estrecha escalera hasta el pequeño laboratorio fotográfico.

Fotografía; ciertamente había algo intensamente personal en la fotografía que, además, era algo instantáneo; las fotografías podían contarnos una historia sin necesidad de leer el manuscrito. Tal vez Philip tenía razón. Le quedaba tanto que aprender. Echaba de menos sus últimas clases; el tiempo, siempre el tiempo, o mejor dicho la falta de tiempo. Cuando David le instaló su laboratorio fotográfico, le encantaba encerrarse en la cámara oscura, donde se encontraba en paz y segura, en medio del silencio y de los extraños olores de los productos químicos. Pero aquella noche no se sentía cómoda allí; el silencio era opresivo.

Los repulsivos contactos del filme de Philip Main todavía estaban allí en el secadero. Los cogió, confiando en que Mimsa no se hubiera dado cuenta de lo que había en ellos, y estaba a punto de romperlos cuando algo captó la atención de sus ojos, una marca muy pequeña en una de las pequeñas fotografías. Tomó la lupa, encendió la luz del proyector y contempló el contacto.

Vio con toda claridad el rostro de Fabián que la miraba desde el fondo de la esquina de la derecha. Y pudo ver que el rostro estaba en todas y en cada una de las treinta y dos pequeñas fotografías, exactamente en la misma posición.

Como si le quemara en las manos, tiró la lupa que cayó en la zona iluminada por el rayo del proyector y se rompió. Se levantó temblando, con la piel de gallina.

El rostro de Fabián había aparecido en cada una de las copias después de que ella las impresionara.

Le pareció que las paredes se cerraban como si fueran a aplastarla entre ellas. Se dio la vuelta; la puerta se había movido, estaba segura de ello. Tomó la manecilla y abrió. No había nada ni nadie.

– ¡Hola! -gritó-. ¿Hay alguien?

Miró al otro lado de la puerta, pero todo estaba tranquilo, quieto.

Se oyó un sonido violento, como un agudo rasgueo que pareció conmover hasta los cimientos de la casa. Dejó escapar un grito de terror y se apoyó contra el quicio de la puerta, encogida. El ruido cesó de repente transformándose en una serie de golpes metálicos. ¡El timbre de la puerta! Se sintió aliviada. «¡No te vayas, por favor, no te vayas!», suplicó a quienquiera que fuese el visitante. Salió corriendo del laboratorio y subió la escalera, ansiosa de abrir la puerta a su visitante antes de que se marchara, desesperada, ansiosa de compañía, de un contacto humano, cualquiera.

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