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Sonaron pisadas en el pasillo, de gente corriendo.

Thomas gritó pidiendo ayuda.

Pete, uno de los enfermeros, apareció en la puerta. Vio a Derek sobre la cama, las tijeras dentro de él, la sangre saliéndole por todas partes, y se asustó, como podía verse. Se volvió hacia la «cosa malévola» y exclamó:

– ¿Quién…?

La «cosa malévola» le agarró por el cuello y Pete emitió un sonido como si algo se le hubiese atascado en la garganta. Puso ambas manos sobre un brazo de la «cosa malévola», que pareció mayor que los dos brazos juntos de Pete, pero no logró que la «cosa malévola» le soltara. La «cosa malévola» lo levantó por el cuello y cogiéndole también del cinto lo arrojó fuera de la habitación, al pasillo. Pete chocó contra una enfermera que también llegaba corriendo, y los dos cayeron en un revoltijo al suelo del pasillo, ella gritando.

Todo ocurrió en dos o tres tictac del reloj. Fue muy rápido. La «cosa malévola» cerró de golpe la puerta, se vio que no podía cerrarla con llave, y entonces hizo lo más cómico de todo, cómico para extrañarse, cómico para asustarse. Levantó ambas manos frente a la puerta y una luz azul salió de ellas, como la luz no azul que sale de una linterna. Empezaron a saltar chispas de los goznes, del pomo y de todo el borde de la puerta. Todo lo metálico echó humo y se reblandeció, como la mantequilla cuando la pones en las patatas cocidas. Era una puerta de incendios. Ellos te decían que debías tener cerrada tu puerta si veías fuego en el pasillo, no intentar salir corriendo al pasillo, sino tener cerrada tu puerta y estarte quieto. Ellos la llamaban puerta de incendios porque el fuego no podía atravesarla. La cuestión era que la puerta era toda de metal y no podía arder, pero ahora se derritió por los bordes con el marco metálico, parecía como si no pudieras pasar nunca más por aquella puerta.

La gente empezó a aporrear la puerta desde el pasillo, intentando abrirla, pero no podían, y gritaron llamando a Thomas y Derek. Thomas reconoció algunas voces y quiso pedirles ayuda porque se encontraba en peligro, pero no pudo emitir ni un sonido, como el pobre Derek.

La «cosa malévola» hizo que se apagara la luz azul. Luego, se volvió y miró a Thomas. Le sonrió. Su sonrisa no fue bonita.

– ¿Eres Thomas? -preguntó.

Thomas se sorprendió de poder permanecer en pie pues estaba muy asustado. Se encontró contra la pared de la ventana, y pensó que quizá pudiera abrir la cerradura de la ventana, levantarla y salir, como sabía hacer gracias a los Ejercicios de Urgencias. Pero supo que no sería lo bastante rápido porque la «cosa malévola» era lo más rápido que jamás había visto.

La «cosa malévola» dio un paso hacia él, luego otro.

– ¿Eres Thomas?

Durante unos momentos, siguió sin poder encontrar la forma de emitir sonidos. Pudo mover la boca y hacer como que hablaba. Mientras hacía esto se preguntaba si no podría contar una mentira y decir que no era Thomas; entonces, la «cosa malévola» le creería y se marcharía. Así que, cuando de repente pudo emitir sonidos y luego palabras, dijo:

– No. Yo… no… no soy Thomas. Ahora, él está fuera, por el mundo, es un morón Terminal así que le dejaron salir al mundo.

La «cosa malévola» se rió. Fue una risa que no tenía nada de cómico, lo peor que jamás oyera Thomas. La «cosa malévola» preguntó:

– ¿Quién diablos eres, Thomas? ¿De dónde provienes? ¿Cómo es que un tonto como tú puede hacer algo que yo no puedo?

Thomas no respondió. No sabía que decir. Deseó que la gente del pasillo cesara de aporrear la puerta y buscara otra forma de entrar porque los porrazos no les servían. Tal vez debieran llamar a los polis y decirles que trajeran las Mandíbulas de la Vida, sí, las Mandíbulas de la Vida como las que les veías usar en las noticias de televisión, cuando una persona quedaba presa dentro de un coche deshecho y no podía salir. Esperaba que los polis no dijeran, «lo sentimos pero nosotros sólo podemos abrir puertas de coche con las Mandíbulas de la Vida, no las puertas del Hogar». Porque si dijeran eso, estaría perdido.

– ¿No piensas contestarme, Thomas? -preguntó la «cosa malévola».

La butaca de Derek, que se había volcado durante la lucha, se interponía entre Thomas y la «cosa malévola». Esta extendió una mano sobre la butaca, sólo una, y la luz azul salió disparada y la silla quedó hecha astillas, como todos los mondadientes del mundo. Thomas se llevó las manos a la cara con la suficiente rapidez para que no le saltaran astillas a los ojos. Algunas le tocaron el dorso de las manos, e incluso las mejillas y la barbilla, pero no sintió ningún dolor porque estaba muy atareado con su miedo.

Apartó rápidamente las manos de los ojos, pues necesitaba ver dónde estaba la «cosa malévola». Y estaba justo encima de él, mientras varios trozos del interior de la butaca flotaban en el aire, ante su cara.

– Está bien, Thomas -repuso, mientras plantaba una de sus enormes manos en su garganta, como hiciera poco antes con Pete.

Thomas oyó que salían palabras de su interior, y no pudo creer que fuera él quien las pronunciaba, pero así era. Luego, cuando oyó lo que había dicho a la «cosa malévola», tampoco pudo creer que lo hubiese dicho él, pero así era:

– No estás «siendo sociable».

La «cosa malévola» lo agarró por el cinto, manteniendo su presa en el cuello, lo alzó del suelo, lo llevó hacia la pared y lo estrelló contra ella, tal como había hecho con Derek… y ¡ah!, dolió mucho más de lo que Thomas había sentido en su vida.

La puerta interior del garaje tenía cerrojo pero no cadena de seguridad. Guardándose las llaves, Clint entró en la cocina a las ocho menos diez y vio a Felina sentada ante la mesa y leyendo una revista mientras le esperaba.

Cuando ella levantó la vista y le sonrió, Clint sintió que el corazón le latía más aprisa, como en las más sensibleras historias de amor jamás escritas. Se preguntó cómo había podido sucederle esto. Antes de Felina, él había sido muy autosuficiente. Le enorgullecía el hecho de no necesitar a nadie para el estímulo intelectual y el apoyo emocional y, por tanto, de no ser vulnerable al dolor ni a la decepción de las relaciones humanas. Luego, la conoció. Y cuando se le cortaba el aliento era tan vulnerable como cualquiera… y se alegraba de ello.

Felina tenía un aspecto fantástico con su sencillo vestido azul con cinturón y zapatos rojos. Era fuerte y, no obstante, gentil; resistente y, no obstante, frágil.

Se le acercó y, durante unos momentos, estuvieron de pie ante el frigorífico abrazándose y besándose sin intentar hablar por ninguno de los procedimientos que conocían. Clint pensó que los dos habrían seguido siendo muy felices en aquel instante aunque ambos hubiesen sido sordomudos e incapaces de leer en los labios y emplear el lenguaje dactilológico, porque lo que les proporcionaba felicidad era el hecho de estar juntos, lo que no podía expresarse con palabras, en ningún caso.

Por fin, él dijo:

– ¡Vaya un día! Me es difícil esperar a contarte todo lo ocurrido. Dame un segundo para lavarme y cambiarme de ropa. Saldremos de aquí a las ocho y media, iremos al Caprabello's, pediremos una mesa del rincón, tomaremos vino, algo de pasta, pan de ajo…

– ¡Menuda acedía nos espera!

El rió porque era cierto. A los dos les encantaba Caprabello's pero sus platos eran demasiado picantes. Y los dos sufrían siempre las consecuencias del abuso.

Clint la besó otra vez. Ella se sentó con su revista mientras él atravesaba el comedor e iba por el pasillo hasta el cuarto de baño. Allí, dejó correr el agua caliente en la bañera y mientras tanto enchufó su maquinilla eléctrica y empezó a afeitarse haciendo muecas sonrientes en el espejo porque se sentía el hombre más feliz del mundo.

La «cosa malévola» se echó sobre su cara, gruñéndole, haciéndole muchas preguntas, demasiadas para que pudiera pensar y responder, incluso aunque estuviese sentado cómoda y felizmente en una butaca y no a bastante distancia del suelo, pegado contra la pared y con la espalda tan dolorida que se veía obligado a llorar. Y repetía sin cesar:

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