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– Escucha, Bobby -repuso ella, con firmeza-. ¿Puedo hablar a solas contigo un momento? -Acto seguido cruzó el despacho, abrió la puerta del baño contiguo y encendió la luz.

– Estaré de vuelta en un instante, Frank -dijo Bobby. Luego, siguió a Julie hasta el baño y cerró la puerta.

Ella puso en marcha el ventilador del techo para que amortiguara sus voces, y habló en un susurro:

– ¿Qué sucede contigo?

– Bueno, tengo pies planos, ni rastro de empeine, y esa horrible verruga en el centro de la espalda.

– Eres imposible.

– ¿Es que los pies planos y la verruga son demasiados defectos para ti? Eres una mujer implacable.

La habitación era pequeña. Ambos estaban de pie entre el lavabo y el retrete, casi nariz con nariz. El le besó la frente.

– Por amor de Dios, Bobby, acabas de decir a Pollard que aceptamos el caso. Pero tal vez no lo hagamos.

– ¿Por qué no vamos a hacerlo? Es fascinante.

– Por lo pronto, él parece un demente.

– No, no es cierto.

– Él dice que un poder extraño causó la desintegración del coche y voló las farolas. Música extraña de flauta, misteriosas luces azuladas. Ese tipo ha estado leyendo durante demasiado tiempo el National Enquirer.

– Pero ahí está el quid. Un demente auténtico nos habría explicado ya lo que le sucede. Aseguraría que había conocido a Dios o a los marcianos. Este tipo está desconcertado. Busca respuestas. Y eso me suena como una reacción sana.

– Además, nosotros hacemos negocios, Bobby. ¡Negocios! No para divertirnos sino para ganar dinero. No somos una pareja de malditos arribistas.

– Él tiene dinero. Tú lo has visto.

– ¿Y qué pasa si es dinero sucio?

– Frank no es un ladrón.

– ¿Le conoces hace menos de una hora y ya estás seguro de que no es un ladrón? Eres muy confiado, Bobby.

– Gracias.

– No ha sido un cumplido. ¿Cómo puedes hacer la clase de trabajo que haces y ser tan confiado?

Él sonrió alegre.

– Confié en ti, y salió bien.

Julie se negó a dejarse engatusar.

– Él dice no saber de dónde le ha llegado ese dinero, y sólo por amor al debate, digamos que creemos esa parte de la historia. Y digamos también que tienes razón al pensar que no es un ladrón. Sin embargo, tal vez sea un traficante de drogas. O algo peor. Hay mil medios para conseguir dinero sucio sin necesidad de robarlo. Y si averiguamos que lo es, no podremos conservar lo que nos pague. Tendremos que entregárselo a los polis. Habremos perdido nuestro tiempo y nuestra energía. Además… eso será farragoso.

– ¿Por qué dices eso? -inquirió él.

– ¿Por qué digo eso? Acaba de contarte que se despertó en una habitación de motel con las manos totalmente ensangrentadas.

– Baja la voz. Podrías herir sus sentimientos.

– ¡Dios no lo quiera!

– Recuerda que no apareció cuerpo alguno. Debía de ser su propia sangre.

Sintiéndose frustrada, replicó:

– ¿Cómo sabemos que no hubo cuerpo alguno? ¿Porque lo dice él? Podría ser tan demente que no percibiera la presencia de un cadáver aunque le pisara las entrañas humeantes y tropezara con la cabeza separada del tronco.

– ¡Qué imagen tan vivida!

– Escucha, Bobby, él afirma que puede haberse arañado con sus propias uñas, pero eso no es nada probable, maldita sea. Quizás una pobre mujer, una chica inocente, incluso un niño o una colegiala desvalida haya sufrido el ataque de ese hombre, haya sido arrastrada hasta su coche, violada, vapuleada, y obligada a ejecutar cualquier acto humillante que se le pueda ocurrir a una mente perversa; luego, se la llevaría a cualquier desfiladero desierto y solitario para torturarla con agujas, cuchillos y sólo Dios sabe cuántas cosas más y, finalmente, la apalearía hasta matarla para arrojarla desnuda a un arroyo seco, donde a estas horas quizá los coyotes estén engullendo las partes blandas de su cuerpo mientras las moscas entran en su boca abierta.

– Olvidas una cosa, Julie.

– ¿Qué?

– Soy yo quien tiene la imaginación desbordante.

Ella se rió. No pudo evitarlo. Deseó poder golpearle el cráneo lo bastante fuerte para hacerle tener un poco de sentido común, pero en lugar de eso rió y meneó la cabeza. Él le besó la mejilla y extendió la mano hacia el picaporte. Julie le puso la mano encima.

– Prométeme que no aceptaremos el caso hasta que no hayamos escuchado toda su historia y tengamos tiempo para reflexionar sobre ello.

Ambos regresaron al despacho. Más allá de las ventanas, el cielo semejaba una plancha de acero que hubiera sido escoriada en algunos puntos por unas cuantas incrustaciones de corrosivo color mostaza. La lluvia no había comenzado a caer pero el aire parecía tenso.

Las únicas luces de la habitación eran dos lámparas de bronce sobre las mesas que flanqueaban el sofá y una lámpara de pie con pantalla de seda en un rincón. Los tubos fluorescentes del techo no estaban encendidos porque Bobby aborrecía su fulgor y opinaba que un despacho debía tener una iluminación tan confortable como la de una leonera en un domicilio particular. Julie pensaba que una oficina debería parecer una oficina. Pero le seguía la corriente a Bobby y por general se abstenía de encender los fluorescentes. Ahora que la inminente tormenta oscurecía el día, ella quiso encender los tubos del techo para disipar las sombras que se estaban acumulando en los rincones adonde no llegaba el resplandor ambarino de las lámparas.

Frank Pollard seguía en su butaca contemplando los pósters del Pato Donald, Mickey Mouse y tío Güito que adornaban las paredes. Éstos representaban otra carga que pesaba sobre Julie. Era una admiradora de los dibujos animados de Warner Brothers porque le parecían más sutiles que las creaciones Disney, y tenía una colección de vídeos sobre ellos, pero guardaba ese material en casa. Sin embargo, Bobby plantaba los dibujos animados de Disney en el despacho porque, según decía, sus personajes le apaciguaban, le hacían sentirse bien y le ayudaban a pensar. Ningún cliente había puesto en duda su capacidad profesional por el simple hecho de exponer un arte tan poco convencional en las paredes. No obstante, a ella le preocupaba lo que la gente pudiera pensar.

Julie pasó otra vez detrás de su mesa y Bobby se colgó de ella.

Después de hacer un guiño a Julie, Bobby dijo:

– Escucha, Frank, me he precipitado al aceptar el caso. Verdaderamente, no podemos tomar tal decisión hasta que no hayamos oído toda tu historia.

– Claro -contestó Frank, lanzando una rápida mirada a Bobby y a Julie y mirándose luego las maltrechas manos, que ahora asían la bolsa abierta-. Eso es perfectamente comprensible.

– Por supuesto que lo es -dijo Julie.

Clint abrió de nuevo la grabadora.

Cambiando la bolsa de cuero sobre sus rodillas por la que estaba en el suelo, Pollard dijo:

– Debo darles estas cosas. -Abrió la segunda bolsa y sacó un bolso de plástico que contenía un puñado de la arena negra que aferraba cuando se despertara después de su breve sueño el jueves por la mañana. Asimismo sacó la ensangrentada camisa que llevara al levantarse de su siesta todavía más corta el mismo día-. Las guardé porque… Bien, me parecieron pruebas significativas, claves. Tal vez les ayuden a hacerse una idea de lo que ocurre aquí, y de lo que he hecho.

Bobby cogió la camisa y la arena, las examinó por encima y luego las puso sobre la mesa, a su lado.

Julie observó que la camisa había estado empapada de sangre y no simplemente manchada. Ahora, las grandes manchas parduscas daban rigidez a la tela.

– Así que estuviste en el motel la tarde del jueves -dijo Bobby.

Pollard asintió.

– No sucedió gran cosa aquella noche. Fui a ver una película que no logró interesarme. Conduje el coche un rato por ahí. Me sentía cansado, cansado, cansado de verdad, a pesar de la siesta, pero no pude dormir. Tuve miedo de dormirme. A la mañana siguiente me trasladé a otro motel.

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