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Se hallaba sentado con los hombros caídos en una de las dos butacas de cuero y cromo que había frente a la mesa de Julie. Su voz era queda y agradable, casi musical.

– Necesito ayuda. No sé adonde recurrir para encontrarla.

A despecho de su aspecto cómico, sus maneras eran tristes; aunque la voz era meliflua, estaba cargada de desesperación y cautela. A cada momento se pasaba la mano por la cara como si se quitara telarañas, y luego se la miraba desconcertado al ver que estaba vacía. Los dorsos de sus manos tenían también arañazos y dos de ellos se veían algo inflamados.

– Pero, para ser franco -siguió-, buscar la ayuda de detectives privados parece ridículo, como si esto no fuera la vida real sino un espectáculo de la televisión.

– Yo padezco acedía, y eso es vida real de verdad -repuso Bobby. Estaba de pie ante una de las ventanas del sexto piso que miraban al mar, oscurecido por la niebla, y a los cercanos y bajos edificios de Fashion Island, el centro comercial de Newport Beach adyacente a la torre de oficinas en donde Dakota amp; Dakota arrendaba un piso de siete habitaciones. Dicho esto, dio la espalda al paisaje, se recostó sobre el alféizar y sacó un rollo de Rolaid del bolsillo de su fina chaqueta de gamuza.

– Los detectives de televisión no tienen nunca acedía, ni caspa ni angustiosa soriasis.

– Señor Pollard -intervino Julie-, estoy segura de que el señor Karaghiosis le ha explicado que no somos detectives privados en el sentido estricto de la expresión.

– Sí.

– Somos asesores de seguridad. Trabajamos, principalmente, con corporaciones e instituciones privadas. Tenemos once empleados con habilidades muy específicas y años de experiencia en seguridad, lo cual difiere mucho del fantástico detective de la televisión. No seguimos a esposas casquivanas para comprobar si son infieles, no hacemos trabajo de divorcios ni ninguna de las demás cosas por las que la gente suele recurrir a los detectives privados.

– El señor Karaghiosis me lo ha explicado -asintió Pollard mirándose las manos, que mantenía aferradas a los muslos.

Desde el sofá, a la izquierda de la mesa, Clint Karaghiosis intervino:

– Frank me ha relatado su historia, y creo de verdad que deberíais saber por qué nos necesita.

Julie observó que Clint había usado el nombre de pila del posible cliente, lo que no había hecho jamás durante sus seis años en la Dakota amp; Dakota. Clint era de constitución sólida, un metro setenta y setenta y cinco kilos. Parecía como si en algún tiempo remoto hubiese sido una mezcla inanimada, compuesta de trozos de granito y planchas de mármol, pedernal, pizarra, y magnetita, que algún alquimista hubiese transmutado en carne viviente. Su ancha fisonomía, aunque de facciones bastante correctas, parecía también haber sido cincelada en roca viva. Si alguien buscara signos de debilidad en aquel rostro sólo podría decir que algunos rasgos, aunque enérgicos, no lo eran tanto como otros. El hombre tenía también una personalidad rocosa: firme, fiable, imperturbable. Pocas personas impresionaban a Clint, y menos aún vencían su reserva y le sacaban algo más que una respuesta cortés y comercial. Su empleo del nombre de pila de un cliente parecía una expresión sutil de simpatía hacia Pollard y un voto de confianza sobre la veracidad de lo que necesitaba contar aquel personaje.

– Si Clint cree que esto es conveniente para nosotros, también será lo bastante bueno para mí -opinó Bobby-. ¿Cuál es tu problema, Frank?

A Julie no le impresionó que Bobby empleara el nombre del cliente de forma tan inmediata y casual. Bobby encontraba de su gusto a todos cuanto conocía, a menos que alguna persona demostrara claramente no ser merecedora de esa simpatía. De hecho, era preciso aporrear su espalda repetidas veces, riendo al mismo tiempo con malicia, para que él considerara a regañadientes la posibilidad de que tal vez no debiera testimoniar tanta simpatía. Algunas veces, ella pensaba que se había casado con un enorme cachorro que pretendía ser humano.

Antes de que Pollard pudiera comenzar, Julie dijo:

– Primero, una cosa. Si decidimos aceptar su caso, y conste que hago hincapié en el «si», debe quedar bien sentado que no somos baratos.

– Por esa parte no hay problema -respondió Pollard. Y alzó del suelo una bolsa de cuero, una de las dos que había traído consigo. La puso sobre sus rodillas y abrió la cremallera. Sacó dos fajos de billetes y los colocó sobre la mesa. De veinte y cien.

Mientras Julie cogía el dinero para inspeccionarlo, Bobby se apartó del alféizar para acercarse a Pollard. Miró el interior de la bolsa y dijo:

– Está llena hasta los topes.

– Ciento cuarenta mil dólares -dijo Pollard.

Tras una rápida inspección, el dinero que había sobre la mesa no pareció ser falso. Julie lo apartó a un lado y dijo:

– Escúcheme, señor Pollard, ¿está usted habituado a llevar encima tanto en metálico?

– No lo sé.

– ¿Cómo que no lo sabe?

– No lo sé -repitió, entristecido.

– No lo sabe, así como suena -terció Clint-. Escúchele.

Con voz abatida y al mismo tiempo cargada de emoción Pollard dijo:

– Tienen que ayudarme a averiguar adonde voy de noche. ¡En nombre de Dios! ¿Qué hago yo cuando debería estar durmiendo?

– ¡Hombre, esto suena interesante! -exclamó Bobby, sentándose en una esquina de la mesa.

El entusiasmo infantil de Bobby puso nerviosa a Julie. Podía comprometerles con Pollard antes de que supiesen lo suficiente para estar seguros de que era prudente aceptar el caso. Asimismo, le disgustó que su marido se sentara sobre la mesa, no pareció serio ni comercial. Creía que eso podía hacerles pasar por aficionados ante el cliente en perspectiva.

Desde el sofá, Clint dijo:

– Pongo en marcha la grabadora.

– Por descontado -asintió Bobby.

Clint, que sujetaba una grabadora compacta alimentada con baterías, tocó una llave y colocó el aparato sobre el velador, ante el sofá, con el micrófono incorporado dirigido hacia Pollard, Julie y Bobby.

El hombre rechoncho de cara redonda los miró. Sus ojeras amoratadas, sus ojos enrojecidos y húmedos y la palidez de sus labios desmentían cualquier impresión de salud robusta que pudieran dar sus rubicundas mejillas. Una sonrisa vacilante tembló en su boca. Sostuvo la mirada de Julie apenas un segundo, luego se miró otra vez las manos. Parecía asustado, abatido, sobremanera lastimoso. A pesar suyo, Julie sintió cierta simpatía por él.

Cuando Pollard comenzó a hablar, ella suspiró y se arrellanó en su butaca. Dos minutos después, se inclinó otra vez hacia delante y escuchó atentamente la voz suave de Pollard. No quería dejarse fascinar, pero no podía evitarlo. Incluso el flemático Clint Karaghiosis, aun escuchando por segunda vez la historia, quedaba cautivado a todas luces.

Si Pollard no era un embustero ni un rabioso lunático (muy probablemente sería ambas cosas), no cabía duda de que había quedado enredado en unos acontecimientos de naturaleza casi sobrenatural. Como Julie no creía en lo sobrenatural, procuró mantenerse escéptica, pero el comportamiento y la evidente convicción de Pollard empezaron a persuadirla contra su voluntad.

Bobby comenzó a emitir sonidos de admiración y golpear asombrado la mesa a medida que se revelaba un nuevo giro del relato. Cuando el cliente… o, mejor dicho, Pollard, pues no era todavía el cliente…, cuando Pollard les contó cómo había despertado en una habitación de motel, el jueves por la tarde, con las manos ensangrentadas Bobby exclamó:

– ¡Aceptamos el caso!

– Aguarda, Bobby -intervino Julie-. No hemos oído todo lo que se propone contarnos el señor Pollard. ¿No debiéramos…?

– Veamos, Frank -dijo Bobby-. ¿Qué sucedió entonces?

– Quiero decir -continuó Julie-, que necesitamos escuchar toda la historia para saber si podemos o no ayudarle.

– ¡Ah! ¡Claro que podemos ayudarle! -dijo Bobby-. Nosotros…

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