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– Un poco peluda, ésa. -Blair carraspeó.

– ¿Ésta no es buena?

– Bueno, quiero decir… es un poco continental.

– Las churris tienen pelo ahí abajo, colega.

– Mira, Nejo, yo estoy contento con…

– No, no… Tú dime qué es lo más adecuado.

Blair recorrió con la vista el estante superior de las revistas, se colocó la bolsa sobre el regazo y se acercó a Conejo para hablarle al oído.

– Lo que pasa con estas revistas, Nejo, es lo siguiente: si la foto de la portada no te pone, lo más seguro es que dentro no haya nada mejor: de hecho, casi puedes estar seguro de que los anuncios pequeños de líneas de chat de cinco centímetros por diez que hay en las últimas páginas van a estar mejor que las chicas de las páginas centrales. Mira ésta. Los culos están bien, eso sí que es un culo.

– Creo que siento que se acerca una ginebra. ¿No podemos hacer una escapadita y pillar una ginebra?

– Desde aquí no se pueden hacer escapadas. El único líquido que hay fuera de aquí es el combustible de aviación.

– Entonces puede que me haga falta una cerveza. ¿Cuánto nos falta para llegar?

– No mucho, Nejo. No mucho.

Los hermanos deambularon por el área de preembarque como si fueran el ungido de Dios, más livianos que un perfume y más resplandecientes que el hielo al calentarse. Compraron un tubo grande de Lacasitos, por los viejos tiempos. Conejo se lo metió en el bolsillo de los pantalones y se rió porque hacía parecer pequeño el bulto de los pantalones de su hermano. Los Heath continuaron flotando, con las bolsas dándoles golpecitos suaves a cada paso que daban. Su ascenso a los cielos no estaba siendo continuo y desconcertante, se fijó Conejo, sino que venía en forma de una serie de ascensos parciales, con momentos de tranquilidad para ir acostumbrándose. Desde los túneles empapados de lejía, iban ascendiendo por una serie de plataformas, cada una de ellas más grande, limpia y luminosa que la anterior.

Ya solamente faltaba el cielo en sí.

Blair cogió del brazo a Conejo y lo guió como si fuera un ciego por una serie de tramos alfombrados, a través de la puerta de embarque y por la pasarela de su vuelo, tapándole los ojos para que no viera los indicadores del destino.

Su último túnel. Una especie de falda de caucho hacía de junta con puertas del avión, protegiéndolos de las realidades de fuera, del metal abrasador y del fluido hidráulico, de la fuerza de empuje y la distensión brutales. Las luces rojas parpadeantes eran los únicos indicios de las fuerzas que gobernaban aquel páramo de asfalto azotado por el viento.

Conejo notó un cambio sutil en los pasajeros mientras éstos embarcaban, como si algo entrara soplando por el hueco que dejaban las paredes de la pasarela y trajera consigo una efervescencia más oscura y pesada. Las miradas de los pasajeros examinaban el asfalto, echando primero un vistazo a las rotaciones lentas de las hélices y luego mirando rápidamente arriba y abajo, haciendo cálculos para confirmar su tamaño en relación con el avión y lo larga que sería su caída al suelo. Después se concentraron en el ruido de los generadores y el ambientador de la cabina, que tenía matices de queroseno y café.

Blair y Conejo permanecieron en silencio. Por toda la zona del pasaje sonaba música: no la música que se habrían podido esperar, sino una serie de canciones curiosamente vigorizantes y como de otro mundo, con unos efectos extrañamente británicos.

Cuando encontraron sus asientos estaba sonando «You Only Live Twice».

Los gemelos tenían una hilera de asientos para ellos solos, cerca de la cola. Conejo eligió el lado de ventanilla. El silencio estridente conspiraba con la banda sonora para producir en él una calma curiosa, hasta que su respiración se moduló y sus labios formaron una sonrisa. La banda sonora se volvió más novedosa, más atrevida y seductora. El personal paseaba tranquilamente y se pavoneaba. El surtido de almas que lo rodeaba -algunos con aspecto de mineros del Klondike y otros de tez morena y vestidos con trajes de negocios- iba a unirse con Dios, en el cielo, mientras debajo de ellos la sociedad tragaba hollín y fregaba mugre.

Aquélla era la definición del pasajero de unas líneas aéreas.

El avión estuvo un rato rodando por la pista de despegue, dando sacudidas cada vez que se encontraba un bache. Luego sus reguladores de aceleración se abrieron con un rugido. La lluvia giró para golpear las ventanillas de lado, los utensilios se pusieron a tintinear en la cocina, y de pronto… el estruendo se apagó. El avión tembló con gravedad sobre todos sus ejes antes de salir disparado a través de un muro de nubes oscuras rumbo a un escenario chispeante y tan grande como el mundo.

Conejo abrió los Lacasitos y se echó unas cuantas pastillas de colores en la mano. Se metió una verde en la boca y se dio la vuelta para descubrir que Blair lo estaba mirando, con una sonrisa de figura bíblica.

– El nuevo mundo, Nejo.

Conejo respiró hondo por la nariz.

– No está mal -dijo-. He visto cosas peores.

Sus manos se juntaron por encima del asiento 34E.

Al cabo de un rato, una sensación de humedad hizo que Conejo abriera los ojos de golpe y mirara frenético a su alrededor.

Un ataúd lo estaba esperando, colocado de pie junto a la puerta, visible desde su vieja cama metálica. Más allá del mismo, vio que Blair se acercaba vestido con un cárdigan viejo, un cárdigan de color beige con parches de cuero marrón en la pechera y los codos. Sus pantalones marcadamente planchados le veían un par de centímetros cortos, algo que Blair creía que le daba un aire moderno y desenfadado, y no el aire de alguien a quien se suele ver rondando con una mochila de escolar en una estación de tren.

– Conejo -dijo-. Puede que a las doce ya no esté aquí, así que solamente quería desearte… buena suerte.

Las palabras golpearon a Conejo Heath con la fuerza de la verdad: habían programado su muerte para el mediodía. El gobierno había hecho esfuerzos para asegurarse de que todo saliera bien. Las doce era una hora conveniente para todo el mundo, ya que se podía almorzar inmediatamente después y la pérdida de tiempo era mínima. Aquello concordaba con el espíritu de la nueva Gran Bretaña. Ya se había gastado demasiado a expensas del contribuyente.

– Bueno, o sea, lo que te estoy diciendo -la mirada de Blair flotó sobre la cama- es que tal vez no esté aquí a las doce. Lamento las molestias, siento no poder estar en todas partes al mismo tiempo. En fin, sea como sea, solamente quería desearte buena suerte, y…

Conejo levantó la vista para mirarlo, incapaz de hablar. Levantó la vista y esperó.

– Que Dios te bendiga -dijo Blair.

Pasó una mano sobre la placa grabada del ataúd de Conejo y le dio unos golpecitos como si el propio Conejo la hubiera fabricado en la escuela. Luego salió de la habitación, dejando la puerta abierta. El corazón de Conejo se infló por la gravedad del momento, pero en el fondo de su mente sabía que Blair tenía cosas que hacer aquel día. Podía ser un hombre muy ocupado, con aquellas ambiciones tan elevadas que tenía, con sus asuntos y sus absorbentes causas. Conejo lo sabía perfectamente. Si él hubiera ayudado a su hermano a llevar la carga del progreso, ahora éste tendría más tiempo libre. Si hubiera sido una persona como era debido, y no un parásito, habría mostrado un poco más de consideración.

– ¿Qué ha sido eso? -Conejo se despertó con un sobresalto.

– ¿El qué? -Blair se despertó a su lado e inclinó una oreja para escuchar.

El capitán se estaba dirigiendo al pasaje. Conejo enseñó sus dientes salidos en dirección a Blair.

– ¿Acaba de decir menos veintiocho putos grados?

– Oh, mierda, Nejo. Oh, Dios. Se me ha pasado el efecto. ¿Tú puedes sentir el tuyo? El mío se me ha pasado. -Blair se palpó la entrepierna.

– ¿El refresco? -Conejo frunció el ceño-. No lo he tomado. Éste soy yo en estado normal.

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