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Oksana bajó las piernas de la silla, las cruzó pudorosamente y se bajó el dobladillo de la falda.

– ¿Qué puedo hacer entonces por la amistad?

– Ir a buscar vodka inmediatamente.

– Bueno, la verdad es que ya tengo vodka, pero es del tío Sergei, de cuando a veces viene con clientes. Supongo que tal vez podríamos beber un poco… ¿Tú crees que deberíamos beber un poco?

– Espera a que retroceda de puro asombro… ¿estás sugiriendo que nos lo bebamos?

– Voy a por él -Oksana se puso de pie con un suspiro.

Ludmila se reclinó en su asiento mientras la chica se deslizaba hasta un armario que tenían detrás y traía una botella etiquetada de vodka. Luego miró cómo la otra cogía dos vasitos del estante que había junto al quemador de gas de la habitación.

– Y aún deberíamos hacer más -dijo Ludmila-, si vamos a crear una verdadera amistad entre mujeres.

– ¿Qué más tenemos que hacer?

– Si vas en serio, y no me estás simplemente llevándome al huerto con tus modales inocentes de la ciudad, tendríamos que beber a pecho descubierto, para mostrar nuestro orgullo porque nuestros caminos se hayan cruzado.

– ¡Oh cielos! -Oksana dejó de servir para mirar cómo Ludmila se quitaba el vestido por la cabeza y se sentaba apuntándola con sus pechos alertas y desafiantes, con unos pezones que eran como hocicos de perro diminutos elevándose temblorosos.

– Hazlo solamente si vas en serio a por una amistad profunda y duradera. -Ludmila frunció el ceño.

– ¡Oh cielos! -Oksana soltó una risita y se abrió la blusa.

– ¡Más! -Ludmila dio un tajo en el aire con la mano-. Tienes suerte de no tener que hacerlo desnuda, que es algo que solamente se hace cuando hay que formalizar las relaciones más profundas.

Oksana se quitó la blusa tironeando para revelar un sujetador rojo que le venía holgado. Sacó pecho para colocárselo mejor.

– Y ahora -dijo Ludmila- coge un vaso, vacíalo de un solo trago y yo haré lo mismo. -Ludmila vació su vaso de un trago y se dio la vuelta para mirar cómo la chica hacía un gesto de asco al llegarle la bebida a la garganta-. Ahora -dijo Ludmila-. Pásame la botella, échate hacia atrás y cierra los ojos.

– ¿Cómo?

– Haz lo que te digo.

Mientras la chica se echaba hacia atrás en su silla con cuidado, Ludmila cogió la esponja de la jabonera, la sostuvo sobre el pecho de la chica y la estrujó con fuerza. Oksana soltó un chillido mientras medio vaso le empapaba el sujetador y le chorreaba por la barriga.

– ¡Oh cielos!

– Ahora podemos ser amigas. -Ludmila sonrió y llenó los vasos de ambas hasta arriba.

Después de vaciar el siguiente vaso de vodka, y el que vino después, Oksana ya no podía formar frases de tanto que se estaba riendo. Poco después, Ludmila se unió a sus risas.

– Ya sé adónde podemos ir -dijo Oksana, intentando recobrar el aliento-. Ya me darás las gracias más tarde, pero éste puede ser tu día de suerte.

– ¡Shhh! -Olga le plantó una mano en la cara a Maks. La familia estaba sentada y petrificada a la luz del fogón. Era raro que alguien los visitara tan tarde. Quien fuera debía de haber oído su charla. Debía de ser alguien del lugar y saber bien que toda la familia estaba dentro. Parecía la voz de Lubov Kaganovich, del almacén.

– ¡Aleksandr Vasiliev! ¡Que alguien abra esta puerta! -Era Lubov. Y se podía oír que estaba irritada por haber subido la colina-. ¿O habéis salido todos a pasar la velada fuera? ¿Os habéis ido a beber a un animado club del bulevar con música y baile?

Las mujeres contuvieron la respiración.

– Está de mala leche -dijo Irina entre dientes-. Tendremos que abrir. -Se retorció las manos hasta que le relució el blanco de los nudillos.

Olga se encogió de hombros y puso su cara de póquer. Era una cara que la había acompañado durante cuatro guerras y una lista alfabética de privaciones en la que no faltaba ninguna letra, incluyendo la «X» si uno contaba las dosis incorrectas de rayos X que había recibido después de nacer y de la cual era un milagro que no se hubiera muerto hacía años.

– ¡Aleksandr Vasiliev, voy a echar abajo esta puerta con mis propias manos! -atronó Lubov.

Como encargada del almacén del pan, el último negocio registrado que quedaba en el distrito, Lubov gozaba de un poder absoluto. El almacén era una cabina de mando mohosa desde la que ella pilotaba los destinos de los últimos habitantes del distrito. Cada semana se desenganchaba un mísero vagón de carga de un tren de la línea principal y se empujaba hasta una vía lateral en desuso que llevaba a cuatro kilómetros de Ublilsk. La vía no tenía traviesas, que habían desaparecido antes incluso de que se cerrara la línea, de manera que serpenteaba desigual e invisible por debajo de una espuma de matorrales y de nieve. Cada semana, un par de jóvenes zafios aguardaba la llegada del vagón, blandiendo barras metálicas y cadenas por razones de seguridad. Se rumoreaba que ahora también llevaban un arma de fuego. Eran el hijo y el sobrino retrasados de Lubov -porque el estigma de la sangre débil la había manchado dos veces-, que tiraban del vagón todo lo que la vía les permitía, luego metían el pan en los sacos y se lo cargaban a las espaldas hasta el almacén. Cuando hacía mejor tiempo, a veces la gente se echaba a dormir frente a la puerta del almacén, esperando. Y no tenía que hacer muy buen tiempo para eso. Otros aparecían como gnomos desde las nieves que rodeaban el vagón, seguían a los chicos de Lubov y les sugerían a gritos que dejaran caer algún pan. El pueblo tenía varias caras de tontos que se rumoreaba que habían sido el precio de un pan sucio.

Todos los días en que llegaba el pan estallaba una batalla en el almacén, cuando los últimos ciudadanos obstinados lanzaban gritos que rebotaban como cuchillas oxidadas sobre los azulejos verdes y se hacían añicos sobre la áspera barra de madera donde también se vendía cerveza a lo largo de la semana, y hasta en los días del pan. Lo cual no contribuía precisamente a mejorar las cosas. La cuenta que tenía cada cual era el único tema de discusión en el pueblo, y las riñas llenaban aquellos días, y las semanas que los seguían, sobre unas sumas que eran demasiado pequeñas hasta para alcanzar el importe de una moneda. La cuenta del almacén era un instrumento mágico, al estilo del Fondo Monetario Internacional, ya que el préstamo inicial parecía que no iba a poder pagarse nunca pues el monto aumentaba con anotaciones arbitrarias de intereses a pagar, y tampoco era inmune a relajamientos o endurecimientos draconianos cuando se le antojaba a su ama, Lubov Kaganovich.

Todo el mundo sabía que ella añadía sumas a la cuenta por puro despecho.

– Voy a abrir la puerta -susurró Irina.

Maks agarró el mango de hierro del fogón. Olga le puso una mano en el brazo y negó con la cabeza. Señaló con la mirada una palanca cuya punta sobresalía tras el armazón de un carrito que utilizaban para dejar cucharas y platos. El entendimiento inundó los ojos de Maks.

Lubov irrumpió en el humo. La familia miró cómo la nube se congelaba y se desplomaba en la nieve mientras Lubov se sacudía la nieve de los pies y soltaba bocanadas de vaho en el umbral.

– Tendríais que darme las gracias, no, rezar a mis pies, por hacer un viaje tan horroroso sin más propósito que salvar vuestros miserables pellejos.

Maks se mantuvo escondido. Sopesó la palanca en la mano. Olga se reclinó en su silla. Apeló a su veteranía como mujer, como madre de hijos y nietos de sangre fuerte, y frunció la cara en una mueca desdeñosa.

– Si hubiéramos sabido que eras tú, habríamos hecho el camino más largo y con agujeros más profundos.

– Sí, Olga Aleksandrovna -dijo Lubov en tono de burla-, puedes decir eso hasta que oigas los problemas que os he ahorrado al venir a vuestra chabola. Pero en fin, no he venido a hablar contigo sino con Aleksandr.

– Tienes moco en el labio.

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