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No hubo respuesta.

– ¿Crees que es verdad que Ray Langton vuelve a Coronation Street? ¿Es posible que hayan fingido su muerte?

No hubo respuesta.

Conejo se inclinó hacia atrás. Uno de sus ojos se desvió hacia abajo, como la antena de un caracol.

– ¿Es así como se supone que tenemos que ser ahora y para siempre?

– Tú puedes ser lo que quieras.

Conejo sostuvo una taza del té y la frotó con un paño.

– Caramba -murmuró-. Nuestra Nicki tiene un culo fantástico. No lo había calado sin el uniforme. ¿Te he contado que se echa colonia ahí abajo?

Blair asomó unos ojos letales desde el armario.

– Tiene un culo que quita el puto hipo, cuanto más lo pienso -murmuró Conejo.

Blair se volvió a arrodillar y dirigió una mirada asesina a su hermano.

– A ti ni siquiera te gustan las chicas, así que déjalo estar.

– Me encantan, muchas gracias. Y además de una forma adecuada y respetuosa. Me llevo con ellas mejor que tú. Es asombroso cómo te responden cuando dejas de lado toda esa mierda tímida pubescente.

– Bueno, se llama sexo, Conejo, y las chicas también lo quieren. Tú eres el único que no lo quiere.

– A ver si se me entiende. Es que me resulta un poco…

– ¡Déjalo estar de una vez! Te costaría mucho encontrar algo más antihigiénico que vivir contigo.

– Pues mira, no iba a decir antihigiénico.

– Sinceramente, eres como un gnomo medieval en tiempos posmodernos.

– ¿Posmodernos, dices? -Conejo soltó un bufido-. Querrás decir post-post. Post-post-post, joder.

La actividad mayoritariamente ceremonial centrada en las tazas de té se detuvo con un tintineo y Conejo se volvió para apoyarse, pensativo, en la mesa de la cocina. La cocina americana y su suelo a baldosas blancas y negras recién fregado arrancaron un destello de sus gafas de sol y dejaron de reflejarse cuando él se las recolocó en la nariz.

– Escucha, colega -dijo, pasándose la lengua por las encías-, la otra noche hiciste el ridículo a más no poder. Espero que por lo menos te haya servido para quedarte con el rollo. Porque el rollo es: alégrate, cojones. Tal como están las cosas, lo más probable es que nos empaqueten esta misma noche. Intenta adaptarte a tu destino más probable. Las cosas no pueden ir tan mal con el viejo Conejo, todavía nos quedan unas risas por echar a nosotros dos. Los colegas. Estaremos de coña. A ver si se me entiende, joder.

Blair se levantó del suelo como si se desenrollara y dedicó una mueca a la cara de Conejo, masticando pequeños silbidos y escupiéndolos.

– Bueno, pues escúchame, porque no pienso decirlo otra vez: se ha acabado, Conejo. En cuanto se presente una oportunidad a esa puerta, sea la que sea, ya no me volverás a ver. ¿Me oyes? Y ahora no me dirijas más la palabra.

El ceño de Conejo salió disparado hacia arriba, haciendo que sus ojos colgaran como huevos hervidos en los sacos de sus párpados.

– Genial -dijo-. Y nadie estará más contento que yo, joder. -Levantó un puño y se hundió el pulgar en el pecho-. Yo te animaría a aprovechar esa oportunidad maravillosa, hijo mío, y a montártelo con toda esa energía fresca y joven que tienes. Sin embargo, colega, dado que por el momento solamente han llamado a nuestra puerta un golfillo que vendía productos de limpieza y un pescadero ambulante de Tyneside, te sugiero que pares de ir tan sobrado de una puta vez. Lo más que puedes esperar es a los tipos de las batas blancas, y no puedo decir que lo sienta.

Se oyeron unos golpes a la puerta. El puño de Conejo se aflojó.

– Pon al fuego las salchichas rebozadas, ¿quieres?

– Vete a la mierda -dijo Blair.

Conejo se frotó el pelo hasta convertirlo en un enredo todavía más imposible, se volvió a anudar el cinturón del albornoz y subió las escaleras trotando. Una mancha creció de tamaño en los píxeles acuosos del otro lado del panel de cristal esmerilado de la puerta. Conejo la abrió y se asomó a un frío insulso y con olor a petróleo que le dejó la piel lacada como si fuera espuma de leche. En medio de su campo de visión, cerca de él pero un poco más abajo, estaba de pie un hombre liviano de mediana edad. Llevaba unos pantalones de esport grises que le venían grandes y una corbata retorcida de rayas estudiantiles que marcaba sombras entre las solapas de un blázer.

Conejo cerró los puños y los volvió a abrir a la altura de las caderas.

– Una noche fresquita, ¿eh? -El hombre izó unos ojos amarillos hasta quedarse mirando las gafas de sol de Conejo. Se acercó con sigilo, ondulando como un caballito de mar. Su porte decía que en su mundo era un tipo enrollado. Conejo notó que el mundo del tipo se había retirado de la circulación en 1977. Y también que en su mundo debía de haber sido bastante alto.

– Entre, entre. -Conejo le indicó al hombre que bajara las escaleras.

– Usted debe de ser Gordon.

Conejo detectó en su acento que el hombre era del Norte y se fijó en que solamente acompañaba las palabras hasta el umbral de su boca, que no las dejaba salir de verdad. Los tonos eran servidos suavemente sobre una oblea de pan que él tenía que inclinar la cabeza para atrapar. Parpadeó vanas veces.

– ¿Viene de lejos?

– De Battersea, a un par de millas de aquí. -Los ojos del hombre miraron hacia arriba, como los de un bebé envejecido.

– ¿O sea que no viene usted de Albion?

– ¿De Albion House? No, no.

Conejo entró parpadeando en la cocina americana. Blair estaba desplegando un puñado de picatostes sobre lechos de algo que tenía hojas.

– Tenemos unos amuse-bouches calientes casi a punto -dijo en tono despreocupado.

– Me temo que mi dieta se limita a las cosas que puedo pronunciar-dijo el hombre-. Aunque no diría que no a algún refrigerio líquido.

Conejo se tragó una sonrisita. La mirada de Blair sondeó la figura arrugada del hombre antes de escaparse hacia arriba y a través de la ventana y salir bajo una llovizna que latía como plancton caliente bajo las farolas. Barrió con la mano los picatostes de vuelta a la bolsa sin decir nada y la dejó abierta en vez de arrugarla.

– ¿Ha pasado usted por los cubos de basura? -preguntó Conejo-. Se podría amueblar un bloque con lo que hay tirado en ese callejón. El ayuntamiento no quiere saber nada, y hasta a la caridad se la repanflinfla. Llamamos por teléfono a Saint Vincent y nos dijeron: «¿Qué tienen ahí?», y yo les dije: «Una vitrina nuevecita y una cómoda», y ellos dijeron que no les valía la pena mandar una furgoneta. Me dieron ganas de decirles: «Bueno, pues dígannos qué les gustaría, lo encargaremos nuevo y se lo mandamos». A ver si se me entiende, joder.

El hombre se puso cómodo en la sala de estar y contempló el lugar.

– No, no he pasado por los cubos de basura. -Se reclinó, apoyando un brazo en el respaldo del sofá. Los ruidos ambientales se apagaron como si estuvieran haciendo de signos de puntuación de los primeros momentos que los Heath pasaban con el misterioso funcionario.

Blair le pasó una ginebra en una taza infantil por encima de la mesa de la cocina.

– Perdone por los vasos, todavía no estamos instalados del todo.

– Estoy seguro de que no lo están. Tengo que decir que nos alegra mucho que se hayan hecho ustedes cargo de todo.

– Bueno, ya que lo menciona, ¿puedo preguntarle… quiénes son ustedes?

– Lo siento, quiero decir que me alegra mucho. -El hombre dio un sorbo a su bebida.

Blair movió nerviosamente los pies.

– No es usted un evaluador, ¿verdad?

Como el otro no contestó, los gemelos se lo quedaron mirando. Y se toparon con una sonrisa distante y plácida posada en medio de su cara blanca de gárgola. Los ojos del hombre encontraron sus miradas, sin pestañear. Eran unos ojos más luminosos de lo que habían creído de entrada. El personaje fue creciendo ante los ojos de ellos, ya despojado de su humor caprichoso.

Conejo frunció el ceño en gesto comprensivo.

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