Aun así, no todo eran rosas: el revestimiento del misil había alcanzado la portezuela de la cocina en un ángulo inconveniente, lo cual hacía que las tareas culinarias fueran especialmente fatigosas. Aquello unido al agujero del techo la habían hecho mudarse a la caseta anexa, que seguía estando a un radio respetable de la explosión pero que no acababa de ser la calamidad en potencia de la de antes.
Ludmila la miró sin saludarla, hasta que su vieja figura de cubretetera se escurrió detrás de un bloque gris soviético que se componía de treinta y seis apartamentos -todos destruidos menos cuatro-, y que era la única edificación optimista que el pueblo había visto alguna vez. Aparte de aquel bloque espantoso, Ublilsk parecía haberse levantado del barro como un organismo, como si la basura esparcida hubiera echado raíces y hubiera crecido hasta convertirse en un huerto de edificios unidos entre ellos con chatarra de la fábrica abandonada de hélices. No menos de cinco edificios de los que se levantaban junto a la carretera tenían en la fachada partes del letrero principal de la fábrica, en uno de los cuales se leía toda la palabra hélice.
Un éxito de la radio sonaba estruendosamente al otro lado de la carretera, con una guitarra eléctrica que hacía plink y plonk como un puñado de balas arrojadas a un estanque. Por encima de la misma gimoteaban las voces desesperadas de un chico y de una chica. «Obsesión» era la palabra que destacaba en la letra. El hecho de que la canción sonara en el corazón de Ublilsk le dio un aire nostálgico y romántico a sus estertores finales, una especie de lánguido anhelo tropical que hizo que Ludmila se pusiera de pie, nerviosa. De pronto su abandono del hogar ya no era algo puramente físico. También era la historia de un amor roto.
El tractor dejó atrás un montón de abrigos sin cara y un charco de vómito en la nieve -el típico «cama y desayuno», como solía llamarlos el padre de Ludmila-, rumbo al sitio de las afueras donde vivía Viktor Pilosanov. La casa tenía el número 12, y se distinguía por su puerta verde. Pilosanov se había visto forzado un día a visitar un pueblo donde se vendía pintura verde, gastar una buena cantidad de dinero en ella y luego derrochar varias capas en su propia puerta. Aquél fue el primer signo que suscitó rumores sobre su alcoholismo. El diagnóstico se convirtió en locura de solterón el día en que se compró un bote de pintura roja y pintó el número doce, con lo cual la suya se convirtió en la única dirección con número en un radio de noventa kilómetros. Él mantenía que dichos símbolos eran el emblema de la civilización, y que solamente prestando atención a su mantenimiento conseguirían que el nido de la civilización permaneciera caliente para cuando ésta regresara.
La puerta de Pilo estaba entreabierta. Tras dejar el tractor traqueteando, Maks fue hasta allí dando tumbos y le dio una patada.
– ¡Pilo!
La nariz llena de bultos de Pilosanov apareció en la rendija, y detrás de la misma, bajo un matorral ralo de patillas, su cara rubicunda y marcada por las viruelas.
– ¿Qué? -dijo.
– He venido a por el arma. Y aquí está tu máquina: con el depósito lleno hasta arriba, tal como acordamos.
Pilosanov salió despacio por la puerta con mirada recelosa. Ludmila saltó del tractor con cara de furia.
– Tus huesos se asarán en el infierno por esto -le dijo a Maks entre dientes.
– Pilo, ella tiene que ir a Kuzhnisk antes de que caiga la carretera. -Maks le dio un manotazo a su hermana pequeña-. Cerremos el trato deprisa, para que no tengas que quemar mucho el faro por el camino.
– ¿Y qué quieres decir con eso de «el faro»? Supongo que el aparato tendrá dos faros, ¿no?
– ¿Cuántas carreteras vas a coger al mismo tiempo? Una carretera, un faro. Si lo que querías era mi Toyota Land Cruiser con faros múltiples, me lo tendrías que haber dicho.
– ¡Bah! Tú no tienes un Toyota Land Cruiser.
– Escúchame, antes de que me aburra y rompa algo que se parezca mucho a tu cabeza: ¿dónde está el arma, tal como acordamos?
– El arma no está aquí. -Pilo echó un vistazo impreciso a un lado y al otro de la carretera.
Ludmila miró fijamente a su hermano con el ceño fruncido. Maks sabía que lo que la molestaba era la palabra «arma». En lugar de dar explicaciones, apagó el motor del tractor. Al apagarse su traqueteo, inclinó una oreja en dirección a los tejados y señaló. El ruido del fuego de armas de mano crepitaba a través de la niebla. Una salva de artillería asustó al cielo. Él se volvió para mirar a Ludmila con una expresión dura a modo de punto y final.
– No sé si todavía puedo hacer lo del arma -dijo Pilo-. Ayer los gnezvarik tomaron la presa. Ya no queda nada entre ellos y nosotros. Todo hijo de vecino quiere el arma.
Maks acercó la bofetada de su aliento a la cara del hombre.
– Pilo -dijo entre dientes-. Te voy a atornillar las nalgas a las partes de atrás de dos trenes distintos. Todavía hay colinas entre los gnez y nosotros. Y recuerda que hablas con el mejor pulidor de hélices de avión a este lado del mar Caspio. ¿Qué hombre vas a encontrar que sea más fuerte para defenderte con un arma?
– ¡Ja! He hecho yo más ejercicio viniendo a la puerta ahora mismo del que ha hecho ningún pulidor de hélices de este distrito en los últimos dos años.
– Muy bien pues, antes de que te acribille a puñetazos hasta acabar contigo, ¿qué hay del otro negocio que tenemos pendiente, el más importante de todos?
– No hay problema. -Pilo se abrió perezosamente su abrigo del ejército para rascarse un sobaco a través del jersey-. El hombre estará aquí después de que cierre Lubov. Ya sabe que son para ti.
– ¿Me estás diciendo que no los tienes aquí?
– ¿Por qué ganso de colores me tomas? ¿Crees que quiero volver a ver tu cara por aquí? ¿Quejándote de que las cosas se han estropeado por culpa de la humedad de mi casa? Llegarán limpios a tus manos y a mí no se me culpará de nada.
Las palabras de Pilo precipitaron el momento, crítico en todas las transacciones locales, en que los dos hombres quedaron cara a cara e intercambiaron sendas miradas a los ojos que eran promesas de muerte. La mirada era un depósito en metálico, ya que ninguna venganza brutal podía justificarse hasta que un hombre pudiera decir que su enemigo lo había engañado mirándolo a los ojos.
Pilo le lanzó una mirada frontal a Maks. La mirada desafiante que le devolvió Maks se desplazó minuciosamente por las patillas de Pilo, recogiendo razones para una muerte horrible y bien justificada.
– Me estás dejando en la estacada, Pilosanov. Te estás quedando con mi tractor antes de tiempo y dejándome delante de esta estúpida puerta verde con las manos completamente vacías.
La cara de Pilo se arrugó en una mueca de orgullo herido.
– Estoy aquí contigo, ¿qué me estás diciendo?
– Porque ahora mismo vas a llevar a mi hermana a Kuzhnisk con el tractor. -Levantó un dedo muy recto y destripó simbólicamente al hombre de la entrepierna al pecho-. Y recuerda, Viktor Illich Pilosanov: mis ojos viajan contigo. Vete ahora mismo antes de que te mate, pero déjame entrar en esa casa de la puerta verde afeminada donde vives mientras yo espero a que me traigan el resto de mercancías tal como dices que va a pasar.
Maks agarró bruscamente a su hermana del brazo y la empujó a un costado del tractor. Le acercó mucho la boca a la oreja.
– Vigílalo. No dejes que te lleve más que por la carretera principal de Kuzhnisk. Lo digo en serio. Y procura que vaya por Uvila, porque necesitaréis más fuel. Él lo puede pagar.
– Eres carroña después de lo que les estás haciendo a nuestras madres. Les voy a devolver el tractor y a contarles lo que has hecho.
– Entonces tú vas a ser carroña, dulce gota de rocío caída del cielo.
– ¡Ja! -dijo Ludmila.
– ¡Ja! -replicó Maks. Se quedó un momento largo mirándola con el ceño fruncido. Luego le mandó un Empujón con la barbilla-. ¡Y hay que ver las pepitas amargas que tengo que aguantar de ti, después de haberme tomado la molestia de buscarte un regalo de despedida!