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Kiska se puso a cantar en la puerta. Ludmila se dio la vuelta. La niña se detuvo y soltó una risita entre dientes.

– Estoy ensayando.

– ¡Gansa! Guárdate eso para cuando venga alguien de verdad.

Misha pegó la cara al pómulo de Ludmila y lo besó mientras hablaba.

– Escucha, ¿cuándo te vas a Kuzhnisk?

– Ahora mismo. Pero han mandado a Maksimilian a que me lleve en tractor, no sé si voy a tener un momento para escapar.

– Entonces escucha: pasada la estación, en la calle principal de Kuzhnisk, en una esquina, está el café-bar Kaustik. Yo iré allí mañana y llegaré cuando se haga oscuro. Pero escúchame: estamos en un momento de incertidumbre, las fuerzas se están reuniendo camino del puente. Viaja deprisa y no te preocupes si llego tarde. Ya encontraré la forma de ir, te lo digo con el corazón.

– ¡Los hombres mueven los trenes y los trenes mueven a los hombres! -gritó Kiska desde la puerta.

– ¡Kiski, por el amor de los santos! -la riñó Irina mientras se acercaba al escalón de la puerta-. ¡Vas a hacer que caiga la nieve del tejado con esos gritos!

– Vete, soldado gordo. -Ludmila le dio un beso en los labios a Misha y cerró la ventana.

«Vuelve a llamarme gordo mañana» articuló él en silencio, tocando el cristal con el dedo antes de escabullirse de allí.

Ludmila corrió al otro lado de su cortina. Al cabo de tres segundos, la sombra de Irina se derramó sobre la misma y avanzó hasta la obertura que había junto a la pared. Contempló a Ludmila con los ojos muy abiertos mientras ésta se levantaba de su posición en cuclillas y desplegaba una serie de músculos a lo largo de su espalda. Milochka no era una gorgona campesina de huesos grandes y pies de plomo como tantas mujeres del distrito. Sus ojos verdes la convertían en una rareza, igual que su extraña altivez y su elegancia. Su trasero incluso había perdido la redondez infantil, reflexionó Irina, mirando cómo los charcos de sombra le llenaban y le vaciaban los hoyuelos de la parte trasera de los calzoncillos.

Se sacudió la humedad de los ojos con unos parpadeos y cruzó la cortina.

– ¿Qué? -balbució Ludmila, metiéndose dentro del vestido con una sacudida de hombros-. ¿Es que no me estoy yendo lo bastante deprisa?

– Pues mira -dijo su madre con voz ronca-, se me ha ocurrido venir a decirte dónde planeamos que nos entierren a todos, porque está claro que vas a seguir entreteniéndote por aquí tres generaciones después de que nos hayamos marchado.

– Ja. -Ludmila se vistió deprisa, sin decirle nada más a su madre, y salió a la luz del sol con su bolsa a cuestas, alborotándole los rizos a Kiska al pasar por la puerta.

– ¿Tengo que entender que bajamos el cadáver, ya que vuestro hombre no se ha presentado? -gritó Maks en dirección a la cabaña mientras Ludmila subía su bolsa al tractor.

– ¿Qué hombre? -Ella se volvió para examinar el camino.

– Quien sea que queda vivo para examinar a los muertos -dijo Maks. Volvió a hacer bocina con las manos y gritó-. ¿Digo que si tenemos que bajar al abuelo del tractor?

– Sí, si no ves venir a nadie por el camino -gritó Irina-. Y quítale ese abrigo de la cabeza, que Ludmila lo va a necesitar.

– No, déjaselo -dijo Ludmila.

– Quítale el abrigo para ponértelo tú o te vas a congelar -dijo Irina desde el escalón, con el ceño fruncido.

Ludmila ayudó a bajar el cuerpo del tractor y lo colocó sobre el hielo de al lado de la verja. Estuvo manoseando el abrigo hasta que Maks se dio la vuelta y después tiró del mismo rápidamente mientras él no miraba. Un vislumbre de la boca abierta de Aleks le infectó la mirada.

Una luz del sol que parecía mantequilla bañó la cabaña mientras Irina, Olga y una extrañamente silenciosa Kiska miraban el tractor que se alejaba dando botes por la niebla, colina abajo, en dirección a la carretera. Ni Ludmila ni Maks miraron hacia atrás. Su madre estuvo parpadeando para quitarse el hormigueo de los ojos hasta que desapareció. Al cabo de cuatro minutos, el espeso aire de Ublilsk -en el cual las palabras y las respiraciones flotaban inmóviles desde el otoño hasta la primavera- ya había absorbido el gruñido del tractor.

– Una familia hecha pedazos -gruñó Olga, regresando adentro-. Dame un cupón, Iri. Si lo firmo ahora, todavía te dará tiempo de llegar al almacén.

– Un Land Cruiser o un Nissan Patrol -iba ladrando Maks por encima del traqueteo del motor-. Es lo mejor. Distancia grande entre los ejes y ventanillas eléctricas. ¿Te parece que eso es para los ricachos? Yo voy a conseguir uno en un periquete.

Por los árboles desnudos de hojas que flanqueaban la carretera se derramaba la luz de color ámbar en forma de rayas atigradas. Ludmila no se imaginaba qué clase de examinador iba a subir una colina como aquélla. Miró con los ojos guiñados hacia delante, en dirección a las sombras donde vivía su futuro, y adoptó el caparazón de la viajera interior que era, la analizadora de humores, la calibradora de colores imperceptibles, la recogedora de una inteligencia emocional para la que no existía ninguna palabra ni expresión. El caparazón en el que nadie podía adentrarse y que la gente achacaba a la altivez.

Luego apareció un poste familiar del telégrafo, seguido de las ruinas cubiertas de matorrales de un silo para almacenar grano. Ludmila parpadeó dos veces, frunció el ceño y se volvió hacia Maks.

– ¿Y en qué dirección estás yendo?

– Por ejemplo -gritó Maks-, en la última batalla por Grozny, un Nissan Patrol artillado hizo que un batallón ruso casi entero huyera corriendo como si fueran viejecitas.

– ¡Maks-imil-ian! -Ludmila le dio una palmada en el pescuezo-. ¡Estás yendo en dirección contraria!

– No, estoy yendo en la dirección perfecta. -Maks se puso fuera del alcance de su hermana.

– Pero me has traído al pueblo… ¡Y desde Ublilsk no puedo ir a ninguna parte!

Maks se encogió de hombros.

– Pues hasta aquí llego yo, cariño de mi vida.

– Ajá, y cuando vuelvas a casa sin haber vendido el tractor, y al cabo de un momento de haberte ido, les puedes decir a nuestras madre que una ventolera te ha ayudado a llegar a Kuzhnisk y a volver.

– No íbamos a Kuzhnisk.

– Lo sabía. ¡Lo he adivinado porque lo que has hecho ha sido venir a este estúpido pueblo!

– Pilo te llevará desde aquí. -Max maniobró despreocupadamente para esquivar un cráter que había en la carretera.

– Ah, sí, de inmediato. Porque se ha pasado toda la vida sentado en su cuarto y esperando secretamente para llevarme a la romántica Kuzhnisk.

En un violento despliegue de succión nasal, Maks amartilló un salivazo enorme en su boca y lo disparó a un letrero de la carretera junto al que estaban pasando.

– Lo hará porque se lo digo yo. Y ahora cierra la bocota de estúpida. Dices demasiada mierda de mujeres.

Ludmila se quedó sentada con el ceño fruncido durante nueve vueltas de las ruedas del tractor. Luego gritó:

– ¡Tengo que conseguir un trabajo en la ciudad! ¡Y tú tienes que vender el tractor! ¡Despierta al pájaro que tienes en la cabeza, Maks!

– El tractor lo va a comprar Pilo. Y Kuzhnisk no es ninguna ciudad, no te vayas dando aires.

– Ajá. Y hablamos del mismo Pilosanov que se bebió toda su guita y su salud con mi padre, y que ahora me va a conducir milagrosamente a la ciudad aunque nunca en su vida haya tenido coche, ¿no?

– Ahora va a tener un tractor. -Maks se encogió de hombros-. Y Kuzhnisk no es ninguna ciudad.

La vieja Nadezhda Krupskaya se detuvo en la esquina junto al almacén. Dejó en el suelo su bolsa de plástico y soltó unas nubes de vaho por la boca que parecían globos de diálogo vacíos mientras el tractor aminoraba la velocidad al adentrarse en el pueblo: que era más bien una aldea, ya que su población había disminuido hasta las treinta personas.

A Nadezhda se la veía mucho más por la calle desde que hacía un año una granada perdida de un lanzacohetes había atravesado su tejado y se había incrustado en el suelo de la cocina. Seguía sin explotar, lo cual significaba que ella no solamente había sobrevivido para llevar a cabo su lento y ruidoso declive hasta la tumba -una hazaña a la que aspiraban todos los ublis, y que en consecuencia trataban con un sentido adecuado de la competición y el orgullo-, sino que tenía un terreno más abonado para la desesperación continua, así como el impulso de abandonar la casa siempre que le era posible y llevarse su aflicción de gira. Si a eso se le añadía el hecho de ser cada vez más olvidadiza, si no demente, su repertorio se había convertido para entonces en un refinado monólogo, todo un banquete de comida amarga para los santos.

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