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Ruth arrancó el papel y lo redujo a una bola arrugada. Entró en la pista y dedicó unos momentos a estirarse, primero los tendones de las corvas, luego las pantorrillas y, por último, el hombro derecho. Siempre empezaba colocándose ante la pared lateral izquierda de la pista. Le gustaba empezar con los reveses. Practicó las voleas y los golpes cruzados antes de dedicarse a los servicios fuertes. No hizo más que lanzar servicios fuertes durante media hora, hasta que la pelota caía cada vez donde ella quería que lo hiciera

"¡Que te jodan, Hannah!", se decía. La pelota rebotaba en la pared como si estuviera viva. "¡Vete a hacer puñetas, papá!…" La pelota volaba como una avispa, o como una abeja, sólo que mucho más veloz. Su contrincante imaginario jamás podría haber devuelto aquella pelota. Ya habría tenido bastante con apartarse de su trayectoria

Sólo se detuvo porque pensó que se le iba a caer el brazo derecho. Entonces se desvistió por completo y se sentó en el escalón más bajo de la piscina, gozando de la agradable sensación que le producía la bolsa de hielo, que se le adaptaba perfectamente al hombro derecho. La temperatura en el veranillo de San Martín era deliciosa, y el sol incidía cálidamente en su rostro. El agua fría de la piscina le cubría el cuerpo con excepción de los hombros; notaba el derecho muy frío a causa del hielo, pero al cabo de unos minutos estaría entumecido y eso sería estupendo

Lo extraordinario de golpear la pelota con tanta fuerza y durante tanto tiempo era que, cuando terminaba, nada ocupaba su mente, no pensaba en Scott Saunders o lo que ella iba a hacer después de que hubieran jugado al squash, ni en su padre y lo que era o no era posible hacer con respecto a él. Ruth ni siquiera pensaba en Allan Albright, a quien debería haber llamado. Tampoco pensó en Hannah ni una sola vez

En la piscina, bajo el sol, al principio con la gélida sensación en el hombro que acababa por adormecerse, la vida de Ruth se desvanecía a su alrededor, a la manera en que anochece o en que la noche cede paso al amanecer. Cuando sonó el teléfono una y otra vez, tampoco se preguntó quién podría ser y no respondió

Si Scott Saunders hubiera visto el entrenamiento matinal de Ruth le habría propuesto jugar al tenis o, tal vez, que se limitaran a cenar juntos. Si el padre de Ruth hubiera visto sus últimos veinte servicios, habría decidido que era mejor no volver a casa. Si Allan Albright hubiera podido imaginar hasta qué punto Ruth había prescindido del pensamiento, se habría sentido muy preocupado. Y si Hannah Grant, que seguía siendo la mejor amiga de Ruth Cole y que, por lo menos, la conocía mejor que nadie, hubiera presenciado los preparativos físicos y mentales de su amiga, habría sabido que Scott Saunders, el abogado pelirrojo, se enfrentaba a un día (y una noche) en el que debería rendir mucho más de lo previsible en un partido de squash

Ruth se acuerda de cuando aprendió a conducir

Por la tarde, tras haber practicado los golpes suaves, se sentó en el extremo poco profundo de la piscina, con la compresa de hielo en el hombro, y se puso a leer La vida de Graham Greene

Le gustaba la anécdota de las primeras palabras que pronunció Graham en su infancia, que al parecer eran "pobre perro", refiriéndose al perro de su hermana, al que habían atropellado en la calle. La niñera de Greene puso al animal muerto en el cochecito con el niño

Su biógrafo escribía acerca de ese incidente: "Por muy pequeño que fuese, Greene debía de tener una percepción instintiva de la muerte, por la presencia del cadáver, el olor, tal vez la sangre o los dientes al descubierto, como si se hubiera quedado paralizado mientras gruñía. ¿No experimentaría una creciente sensación de pánico, incluso de náusea, al verse encerrado, irrevocablemente obligado a compartir el estrecho espacio del cochecito infantil con un perro muerto?"

Ruth Cole pensó que existían cosas peores. El mismo Greene había escrito en El ministerio del miedo: "En la infancia vivimos bajo el lustre de la inmortalidad, el cielo es real y está tan cerca como la orilla del mar. Al lado de los detalles complicados del mundo están las cosas sencillas: Dios es bueno, el hombre y la mujer adultos conocen la respuesta a todas las preguntas, la verdad existe y la justicia es tan mesurada e impecable como un reloj"

La infancia de Ruth no fue así. Su madre la abandonó cuando ella tenía cuatro años, Dios no existía, su padre no le decía la verdad o no respondía a sus preguntas o ambas cosas a la vez. Y en cuanto a la justicia, su padre se había acostado con tantas mujeres que ella había perdido la cuenta

Sobre el tema de la infancia, Ruth prefería lo que Greene escribió en El poder y la gloria: "En la infancia siempre hay un momento en el que la puerta se abre y deja entrar el futuro". Ella estaba de acuerdo, pero habría hecho la salvedad de que a veces hay más de un momento, porque hay más de un futuro. Por ejemplo, estaba el verano de 1958, el momento en que con mayor evidencia la supuesta "puerta" se había abierto y el supuesto "futuro" había penetrado. Pero estaba también la primavera de 1969, cuando Ruth cumplió quince años y su padre le enseñó a conducir

Llevaba más de diez años preguntando a su padre por el accidente que mató a Thomas y Timothy, y él se negaba a contárselo. "Cuando seas lo bastante mayor, Ruthie, cuando sepas conducir", le había dicho siempre

Salían diariamente a pasear en coche, en general a primera hora de la mañana, incluso en los fines de semana veraniegos, cuando los Hamptons estaban atestados. El padre de Ruth quería que se acostumbrara a los malos conductores. Aquel verano, los domingos por la noche, cuando el tráfico se demoraba en el carril de la carretera de Montauk en dirección al oeste y los veraneantes que habían ido a pasar el fin de semana se mostraban impacientes -algunos de ellos se morían literalmente por regresar a Nueva York-, Ted salía con Ruth en el viejo Volvo blanco, y daban vueltas hasta que encontraban lo que él llamaba "un buen follón". El tráfico estaba detenido y algunos idiotas ya habían empezado a avanzar por el arcén mientras otros trataban de salir de la hilera de coches para dar la vuelta y regresar a sus segundas residencias, a fin de esperar una o dos horas o echar un buen trago antes de reanudar la marcha

– Parece que aquí hay un buen follón, Ruthie -le decía su padre

Y Ruth se apresuraba a cambiar de asiento… en ocasiones mientras el enfurecido conductor del coche que estaba detrás de ellos protestaba haciendo sonar el claxon una y otra vez. Por supuesto, conocían todas las carreteras secundarias. A lo mejor Ruth avanzaba centímetro a centímetro por la carretera de Montauk y entonces se separaba del tráfico y corría en paralelo a la carretera por las vías de enlace, y siempre encontraba la manera de volver de nuevo a la hilera de coches. Su padre miraba atrás y decía: "Parece que has adelantado a unos siete coches, si ése de ahí es el mismo estúpido Buick que creo que es"

A veces Ruth conducía hasta la autopista de Long Island antes de que su padre le dijera:

– Ya está bien por hoy, Ruthie, ¡o acabaremos en Manhattan sin darnos cuenta!

Ciertos domingos por la noche, el tráfico estaba tan congestionado que al padre le bastaba con que Ruth diese media vuelta y regresaran a casa como demostración suficiente de sus habilidades

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