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Cuando se acercaban al extremo de Gin Lane, una nube de jirones de papel revoloteó alrededor del coche en marcha. Era como si los dibujos rasgados que mostraban la humillación sufrida por la señora Vaughn no quisieran soltar a Ted. Pero doblaron la esquina y la carretera apareció despejada. Ted sintió una oleada de satisfacción, pero se guardó mucho de expresarla. Entonces ocurrió algo poco frecuente en él: se sumió en un momento de reflexión. Era algo casi bíblico. Tras su inmerecida liberación de la señora Vaughn y en la estimulante compañía de la señora Mountsier y su hija, el pensamiento que dominaba la mente de Ted Cole se repetía como una letanía: la lujuria engendra lujuria y ésta más lujuria y más lujuria… una y otra vez. Eso era lo emocionante.

La autoridad de la palabra escrita

Ruth no olvidaría jamás la historia que Eddie le contó en el coche. Cuando la olvidaba momentáneamente, sólo tenía que mirarse la delgada cicatriz en el dedo índice derecho, que nunca desaparecería, para recordarla. (Cuando Ruth llegase a los cuarenta, la cicatriz sería tan minúscula que sólo podrían verla ella y alguien que ya conociera su existencia y la buscara.)

– Érase una vez una niñita… -empezó a contarle Eddie. -¿Cómo se llamaba? -preguntó Ruth.

– Ruth -respondió Eddie. -Sí -accedió la niña-. Sigue.

– Ruth se cortó un dedo con un cristal roto -prosiguió Eddie- y el dedo no paraba de sangrar. Había mucha más sangre de la que Ruth creía posible que hubiera en el dedo, y pensó que debía de salir de todas partes, de su cuerpo entero.

– Muy bien -dijo Ruth.

– Pero cuando fue al hospital, sólo necesitó dos inyecciones y dos puntos.

– Tres agujas -le recordó Ruth mientras contaba los puntos. -Ah, sí -convino Eddie-. Pero Ruth era muy valiente y no le importó que, durante casi una semana, no pudiera nadar en el mar y ni siquiera pudiera mojarse el dedo cuando se bañaba. -¿Por qué no me importaba? -le preguntó Ruth.

– Bueno, tal vez te importaba un poco -admitió Eddie-. Pero no te quejabas.

– ¿Era valiente? -inquirió la pequeña. -Eras…, eres valiente -respondió Eddie. -¿Qué significa ser valiente?

– Significa que no lloras. -Lloré un poco -señaló Ruth.

– Llorar un poco es normal -dijo Eddie-. Ser valiente significa que aceptas lo que te sucede, que intentas sacarle el mejor partido.

– Háblame más del corte -le pidió la niña.

– Cuando el médico te quitó los puntos, la cicatriz era fina y blanca, una línea perfectamente recta. Durante toda tu vida, si alguna vez necesitas sentirte valiente, sólo tienes que mirarte la cicatriz.

Ruth contempló la línea que surcaba la yema del dedo. -¿Estará siempre ahí? -le preguntó a Eddie.

– Siempre. Te crecerá la mano, y también el dedo, pero la cicatriz tendrá siempre el mismo tamaño. Cuando seas adulta, la cicatriz parecerá más pequeña, pero eso será porque el resto de tu cuerpo habrá crecido… Pero la cicatriz nunca cambiará. No será tan visible, y eso significa que cada vez resultará más difícil verla. Necesitarás buena luz para enseñársela a la gente, y dirás: «¿Veis mi cicatriz?». Tendrán que mirar muy de cerca para poder verla. En cambio, tú siempre podrás verla, porque sabrás dónde mirar. Y, por supuesto, siempre aparecerá en la huella dactilar.

– ¿Qué es la huella dactilar? -inquirió Ruth. -Es difícil explicar eso en el coche -dijo Eddie.

Cuando llegaron a la playa, Ruth se lo preguntó de nuevo, pero incluso en la arena mojada los dedos de Ruth eran demasiado pequeños para dejar huellas claras, o quizá la arena era demasiado gruesa. Mientras la niña jugaba en la orilla, el antiséptico pardo amarillento desapareció por completo, pero ahí seguía la cicatriz, una línea blanca brillante en el dedo. Por fin, cuando estuvieron en el restaurante, la niña pudo ver lo que era una huella dactilar.

Allí, en el mismo plato que contenía el emparedado de queso a la plancha y las patatas fritas, Eddie vertió un chorrito de ketchup que se expandió hasta formar un charco en el plato. Sumergió el dedo índice de la mano derecha de Ruth en el ketchup y apretó suavemente el dedo sobre una servilleta de papel. Al lado de la huella del dedo índice derecho, Eddie imprimió una segunda huella, esta vez usando el dedo índice de la mano izquierda de Ruth. Pidió a la niña que mirase la servilleta a través del vaso de agua, el cual aumentó las huellas dactilares, de tal manera que Ruth pudo ver las líneas onduladas y desiguales. Y allí estaba, como lo estaría mientras Ruth viviera, la línea perfectamente vertical en el dedo índice derecho. Vista a través del vaso de agua, la línea tenía casi el doble del tamaño que la cicatriz real.

– Éstas son tus huellas dactilares -le dijo Eddie-. Nadie tendrá jamás unas huellas como las tuyas.

– ¿Y mi cicatriz siempre estará ahí? -le preguntó Ruth de nuevo.

– Siempre tendrás la cicatriz -le aseguró Eddie.

Después de comer en Bridgehampton, Ruth quiso quedarse la servilleta con sus huellas dactilares. Eddie la metió en el sobre que ya contenía los puntos y la costra. Vio que ésta se había encogido: tenía la cuarta parte del tamaño de una mariquita, pero su color bermejo era similar, con manchas negras.

A las dos y cuarto de aquel viernes, Eddie O'Hare enfiló el Parsonage Lane de Sagaponack. Cuando aún se hallaba a cierta distancia de la casa de los Cole, se sintió aliviado al comprobar que el camión de mudanzas y el Mercedes de Marion no estaban a la vista. Sin embargo, un coche que no conocía, un Saab verde oscuro, estaba aparcado en el sendero. Mientras Eddie reducía al máximo la marcha del Chevy, Ted, el empedernido mujeriego, se despedía de las tres mujeres que ocupaban el Saab.

Ted ya había mostrado su cuarto de trabajo a sus futuras modelos, la señora Mountsier y su hija Glorie. Effie no había querido bajar del coche. La pobre chica estaba adelantada a su tiempo: era una joven íntegra, perceptiva e inteligente atrapada en un cuerpo que la mayoría de los hombres habrían ignorado o menospreciado. De las tres mujeres que viajaban en el Saab verde oscuro aquel viernes por la tarde, Effie era la única con la sagacidad necesaria para ver que Ted Cole era tan engañoso como un condón agujereado.

Por un instante, tiempo en que su corazón dejó de latir, Eddie pensó que la conductora del Saab era Marion, pero al entrar en el sendero de acceso a la casa vio que la señora Mountsier no se parecía tanto a Marion como había creído. Por un brevísimo instante, Eddie había confiado en que Marion hubiera cambiado de opinión y hubiera decidido que no les abandonaba a Ruth ni a él. Pero la señora Mountsier no era Marion, como tampoco la hija de la dama, Glorie, se parecía a Alice, la guapa niñera universitaria a la que Eddie desdeñaba. (También había concluido precipitadamente que Glorie era Alice.) Ahora se daba cuenta de que tan sólo se trataba de un grupo de mujeres que habían acompañado a Ted a casa. El muchacho se preguntó por cuál de ellas se habría interesado Ted. Desde luego, no podía ser por la que permanecía en el asiento trasero.

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