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– No seas tonta, está enamorado de mi madre

– ¡Por Dios! -exclamó Hannah-. ¿Qué edad tiene tu madre?

– Setenta y seis

– ¡Sería obsceno que estuviera enamorado de una mujer de setenta y seis años! -dijo Hannah-. Eres tú, cariño. Eddie está chalado por ti, ¡de veras!

– Eso sí que sería obsceno -dijo Ruth

Un hombre, que cenaba con una mujer que parecía su esposa, las miraba una y otra vez. Cada una creía que la mirada del desconocido se dirigía a la otra. En cualquier caso, convinieron en que no era un comportamiento correcto por parte de un hombre que estaba cenando con su mujer

Cuando estaban pagando la cuenta, el hombre, no sin cierto titubeo, se aproximó a su mesa. Era treintañero, más joven que Ruth y Hannah, y bastante guapo, a pesar de su expresión avergonzada. Su profunda timidez parecía afectar incluso a su postura, pues cuanto más se aproximaba a ellas, tanto más se encorvaba. Su mujer seguía sentada a la mesa, con la cabeza entre las manos

– ¡Cielos! ¡Va a pegarte delante de su puñetera mujer! -le susurró Hannah a su amiga

– Perdonen… -dijo el hombre, muy apurado

– ¿Qué se le ofrece? -le preguntó Hannah, y con la punta del zapato tocó la pierna de Ruth por debajo de la mesa, un gesto que significaba: "¿Qué te decía yo?"

– ¿No es usted Ruth Cole? -inquirió el hombre.

– Tengamos la fiesta en paz -dijo Hannah

– Sí, soy yo -respondió Ruth

– Siento mucho molestarlas -musitó el hombre-, pero hoy es nuestro aniversario de boda y usted es la autora favorita de mi mujer. Ya sé que tiene por norma no firmar ejemplares, pero le he regalado a mi mujer su novela y la tenemos ahí. Discúlpeme por el atrevimiento, pero ¿sería tan amable de firmársela?

La esposa, abandonada en su mesa, estaba al borde de la humillación

– Por el amor de Dios… -empezó a decir Hannah, pero Ruth se apresuró a levantarse

Sentía deseos de estrechar la mano del hombre y la de su mujer. Incluso sonrió mientras firmaba el ejemplar. Era un gesto totalmente desacostumbrado en ella. Pero en el taxi, cuando regresaban al hotel, Hannah le dijo algo… Nadie como Hannah para darle a Ruth la sensación de que no estaba en condiciones de regresar al mundo tras su aislamiento

– Puede que fuera su aniversario de boda, pero te miraba los pechos

– ¡No es verdad! -protestó Ruth

– Todo el mundo lo hace, cariño. Será mejor que empieces a acostumbrarte

Más tarde, en su suite del Stanhope, Ruth se resistió al deseo de telefonear a Eddie. Además, en el Club Atlético de Nueva York probablemente no responderían al teléfono a partir de ciert hora, o quizá querrían saber si llevaba chaqueta y corbata incluso para llamar

Prefirió escribir una carta a su madre, cuya dirección en Toronto había memorizado

"Querida mami -escribió-. Eddie O'Hare aún te quiere. Tu hija, Ruth."

El papel con membrete del hotel Stanhope prestaba a la carta cierta formalidad, o por lo menos cierto distanciamiento, que ella no se había propuesto. Una carta así debería empezar con las palabras "Querida madre", pero ella había llamado a su madre "mami", lo mismo que Graham la llamaba a ella y que significaba para Ruth más que cualquier otra cosa. Supo que había entrado de nuevo en el mundo cuando entregó la carta al recepcionista del hotel, poco antes de emprender el viaje a Europa

– Es para Canadá -señaló Ruth-. Por favor, asegúrese de que el franqueo sea correcto

– Desde luego, señora -dijo el recepcionista

Estaban en el vestíbulo del Stanhope, cuyo principal elemento decorativo era un reloj de péndulo muy vistoso, lo primero que Graham reconoció cuando entraron en el hotel de la Quinta Avenida. Ahora el botones empujaba un carrito con su equipaje ante la imponente esfera del reloj. El botones se llamaba Mel y siempre había tenido muchas atenciones con Graham. Fue el botones que estaba de servicio cuando se llevaron del hotel el cadáver de Allan. Probablemente Mel había echado una mano en aquella ocasión, pero Ruth no quería recordar nada de eso. Graham, cogido de la mano de Amanda, siguió al equipaje que cruzaba la puerta del Stanhope y salía a la Quinta Avenida, donde esperaba la limusina

– ¡Adiós, reloj! -exclamó el niño

Mientras el vehículo arrancaba, Ruth se despidió de Mel. -Adiós, señora Cole -dijo el botones

"¡De modo que eso es lo que soy!", pensó Ruth Cole. No se había cambiado el apellido, por supuesto, pues era demasiado famosa para ello y nunca se habría convertido en la señora Albright. Pero era una viuda que aún se sentía casada, era la señora Cole. Y se dijo que sería la señora Cole para siempre

– ¡Adiós, hotel de Mel! -gritó Graham

Se alejaron de las fuentes delante del Metropolitan, las banderas ondeantes y la marquesina verde oscuro del Stanhope, bajo la que un camarero se apresuraba a atender a la única pareja que no encontraba el día demasiado frío para sentarse a una de las mesas en la acera. Desde el punto de vista de Graham, hundido en el asiento trasero de la limusina oscura, el Stanhope se alzaba hacia el cielo, tal vez incluso llegaba al mismo cielo.

– ¡Adiós, papá! -gritó el chiquillo

Mejor que estar en París con una prostituta

Los viajes internacionales con un niño de cuatro años requieren una atención constante a nimiedades básicas que en casa se dan por sentadas. El sabor y hasta el color del zumo de naranja exigen una explicación. Un cruasán no siempre es un buen cruasán. Y el dispositivo para verter agua en el inodoro, por no mencionar exactamente cómo se limpia la taza o la clase de ruido que hace, llega a ser objeto de seria preocupación. Ruth tenía la suerte de que su hijo se había adiestrado para usar el lavabo, pero de todos modos le exasperaba la existencia de ciertas tazas en las que el niño no se atrevía a sentarse. Graham tampoco podía comprender el desfase debido al largo vuelo, pero lo sufría. Estaba estreñido y no entendía que eso era el resultado directo de su negativa a comer y beber

En Londres, como los coches estaban en el lado de la calle contrario al que era habitual para ellos, Ruth no permitía a Amanda y Graham cruzar la calle, excepto para ir al pequeño parque cercano. Aparte de esta expedición tan poco aventurera, el niño y la canguro se pasaban el día confinados en el hotel. Y Graham descubrió que las sábanas del Connaught estaban almidonadas. Quiso saber si el almidón estaba vivo, pues a él, a juzgar por el tacto, así se lo parecía

Cuando partieron de Londres rumbo a Amsterdam, Ruth deseó haber tenido en Londres la mitad de la valentía de Amanda Merton. El éxito de la enérgica muchacha había sido notable: Graham había superado el desfase horario, no estaba estreñido y ya no le asustaban los inodoros extraños, mientras que Ruth tenía motivos para dudar de que hubiera entrado de nuevo en el mundo siquiera con un vestigio de su autoridad de antaño

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