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Harry le mostró la edición holandesa de El ratón que se arrastra entre las paredes. De muis achter het behang fue su libro favorito en su infancia, antes de que tuviera un conocimiento del inglés lo bastante bueno como para leer en ese idioma a casi cualquier autor que no fuese holandés. También había leído en holandés Un ruido como el de alguien que no quiere hacer ruido. Allí, en la cama, Harry le leyó la traducción holandesa, y ella recitó el texto en inglés, de memoria. (Se sabía de memoria todo lo concerniente al hombre topo.)

Cuando le contó la historia de su madre y Eddie O'Hare, no le sorprendió que Harry hubiera leído todas las novelas policíacas de Margaret McDermid (había supuesto que ese género era el único que leían los policías), pero le asombró que Harry hubiera leído también todas las obras de Eddie O'Hare

– ¡Has leído a toda mi familia! -exclamó Ruth

– ¿Es que toda la gente que conoces se dedica a escribir? -le preguntó Harry

Aquella noche, en el oeste de Amsterdam, Ruth se quedó dormida con la cabeza sobre el pecho de Harry, después de rememorar la naturalidad con que él había jugado con Graham en el zoo. Primero habían imitado las expresiones de los animales y los cantos de los pájaros. Entonces describieron las diferencias en los olores de las distintas criaturas. Pero incluso con la cabeza sobre el pecho de Harry, Ruth se despertó cuando aún era de noche. Quería regresar a su cama antes de que Graham se despertara en la habitación de Amanda

En París sólo había un corto paseo desde el hotel de Harry, en la Rue de Saint-Simon, al lugar donde Ruth se alojaba oficialmente, el Lutetia, en el Boulevard Raspail. Cada mañana, muy temprano, alguien conectaba una manguera de jardín en el patio del Duc de Saint-Simon, y el rumor del agua despertaba a Ruth y a Harry. Se vestían en silencio y Harry la acompañaba a su hotel

Mientras Ruth se sometía a una entrevista tras otra en el vestíbulo del Lutetia, Harry llevaba a Graham al parque infantil de los jardines del Luxemburgo, lo cual le permitía a Amanda tener la mañana libre para hacer compras y explorar por su cuenta, ir al Louvre (dos veces), a las Tullerías, a Notre-Dame y a la Torre Eiffel. Al fin y al cabo, la justificación de Amanda para perder dos semanas de clase estribaba en que acompañar a Ruth Cole en una gira de promoción de un libro sería educativo. (En cuanto a lo que Amanda pensara de su ausencia todas las noches, Ruth confiaba en que también eso fuese "educativo".)

A Ruth no sólo le pareció que sus entrevistadores franceses eran muy agradables -en parte porque no había ninguno que no hubiese leído todos sus libros y, en parte, porque los periodistas franceses no consideraban extraño (o antinatural o extravagante) que el personaje principal de Ruth Cole fuese una mujer a la que habían convencido para que observase a una prostituta mientras estaba con su cliente-, sino que también le dio la sensación de que Graham estaba más seguro en compañía de Harry que de cualquier otra persona. (Graham tenía una sola queja con respecto a Harry: si era policía, ¿dónde estaba su pistola?)

Una noche cálida y húmeda, Ruth y Harry pasaron ante la marquesina roja y la fachada de piedra blanca del Hotel du Quai Voltaire. El diminuto café y bar estaba desierto. En la placa de la fachada, al lado de la lámpara de hierro forjado, había una breve lista de huéspedes famosos que se habían alojado en el hotel, entre los que no figuraba Ted Cole

– ¿Qué quieres hacer ahora que te has jubilado? -preguntó Ruth al ex sargento Hoekstra

– Me gustaría casarme con una mujer rica -respondió Harry

– ¿Soy lo bastante rica? -inquirió Ruth-. ¿No es esto mejor que estar en París con una prostituta?

Donde Eddie y Hannah no logran llegar a un acuerdo

Cuando el avión de la KLM aterrizó en Boston, el ex sargento Hoekstra deseaba alejarse un poco del océano. Había pasado toda su vida en un país que estaba por debajo del nivel del mar, y pensaba que las montañas de Vermont serían un cambio agradable

Sólo había transcurrido una semana desde que Harry y Ruth se despidieron en París. Como autora de éxito, Ruth podía permitirse las doce o más llamadas telefónicas que le había hecho a Harry. No obstante, dada la duración de sus conversaciones, la relación ya resultaba cara, incluso para Ruth. En cuanto a Harry, aunque aún no había hecho más de media docena de llamadas desde los Países Bajos a Vermont, una relación a larga distancia que requería tanto diálogo pronto le llevaría a la bancarrota. Como mínimo, temía que su jubilación durase poco. Así pues, antes incluso de que Harry llegara a Boston, ya se había declarado a Ruth, a su manera en absoluto ceremoniosa. Era su primera proposición de matrimonio

– Creo que deberíamos casarnos -le dijo-, antes de que esté completamente arruinado

– Bueno, si lo dices en serio… -replicó Ruth-. Pero no vendas tu piso, por si no sale bien

Harry consideró juiciosa esta idea. Siempre podía alquilar su piso a un compañero policía. Sobre todo desde la perspectiva de un propietario ausente, el ex sargento Hoekstra creía que los policías serían más dignos de confianza que los demás inquilinos

En Boston, Harry tenía que pasar por la aduana. No ver a Ruth en una semana, y luego aquel rito de entrada en un país extranjero, le hizo experimentar las primeras dudas. ¡Ni siquiera unos amantes jóvenes se dejan llevar por el aturdimiento y se casan tras pasarse sólo cuatro o cinco días haciendo el amor sin descanso y añorándose luego durante apenas una semana! Y si él tenía dudas, ¿qué sentiría Ruth?

Entonces le sellaron el pasaporte y se lo devolvieron. Harry vio un letrero de aviso de que la puerta automática estaba averiada, pero la puerta se abrió de todos modos, dándole acceso al Nuevo Mundo, donde Ruth le esperaba. En cuanto la vio, sus dudas se desvanecieron, y ya en el coche, ella le dijo:

– Empezaba a darle vueltas, hasta que te vi

Llevaba una camisa entallada verde oliva, que se adhería a sus formas a la manera de un polo de manga larga, pero con el cuello más abierto. Harry vio allí la cruz de Lorena que le había dado, los dos travesaños que brillaban bajo el sol de otoño.

Viajaron hacia el oeste durante cerca de tres horas, y recorrieron la mayor parte de Massachusetts, antes de virar hacia el norte y entrar en Vermont. A mediados de octubre, la vegetación otoñal de Massachusetts estaba en su apogeo, pero los colores eran más apagados, ya declinando, mientras Ruth y Harry avanzaban hacia el norte. Harry pensó que las bajas y boscosas montañas reflejaban la melancolía de la estación cambiante. Los colores desvaídos anunciaban el dominio inminente de los árboles desnudos, de color pardo. Pronto las plantas de hoja perenne serían el único color que contrastaría con el cielo gris plomizo. Y al cabo de un mes y medio o incluso menos, el otoño cambiante volvería a cambiar: pronto llegaría la nieve. Habría días en que las tonalidades grises serían los únicos colores entre una blancura predominante, abrillantada de vez en cuando por unos cielos de pizarra violácea o azules

– Estoy deseando ver cómo es el invierno aquí -le dijo Harry a Ruth

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