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Una niña sin madre

Una criatura de cuatro años tiene una comprensión limitada del tiempo. Desde el punto de vista de Ruth, sólo era evidente que faltaban su madre y las fotografías de sus hermanos muertos. Pronto se le ocurriría preguntar cuándo iban a volver su madre y las fotos.

La ausencia de Marion daba una sensación de permanencia, hasta para una pequeña de cuatro años. Incluso la luz del atardecer, tan duradera en la costa, parecía prolongarse más de lo habitual aquella tarde de viernes, como si nunca fuera a hacerse de noche. Y la presencia de los ganchos, por no mencionar aquellos rectángulos más oscuros que resaltaban en el empapelado desvaído, contribuía a dar la impresión de que las fotografías habían desaparecido para siempre.

Habría sido mejor que Marion hubiera dejado las paredes completamente desnudas, pues los ganchos eran como un mapa de una ciudad querida pero destruida. Al fin y al cabo, las fotografías de Thomas y Timothy eran los principales relatos en la vida de Ruth, hasta que El ratón que se arrastra entre las paredes se sumó a ellos. Tampoco podía servirle a Ruth de con suelo la única y tan insatisfactoria respuesta a sus numerosas preguntas.

La pregunta de «¿Cuándo volverá mamá?» no obtenía una respuesta mejor que el estribillo «No lo sé», que Ruth había oído repetir a su padre, a Eddie y, más recientemente, a la escandalizada niñera, la cual, tras haber leído las páginas de Eddie, no pudo recuperar la confianza que antes caracterizaba su personalidad y repetía las patéticas palabras «no lo sé» en un susurro apenas audible.

La pequeña seguía haciendo preguntas. ¿Dónde estaban ahora las fotos? ¿Se había roto algún cristal? ¿Cuándo volvería mamá?

Dada la limitada comprensión que Ruth tenía del tiempo, ¿qué respuestas la habrían consolado? Tal vez «mañana» habría servido, pero sólo hasta que hubiera transcurrido el día siguiente. Luego Marion seguiría ausente. En cuanto a la semana o al mes siguientes, para la pequeña sería lo mismo que si le dijeran el año próximo. Contarle la verdad no la habría consolado y, además, tampoco la hubiera comprendido. La madre de Ruth no iba a regresar, no lo haría hasta pasados treinta y siete años.

– Supongo que Marion no piensa volver -le dijo Ted a Eddie cuando por fin estuvieron solos.

– Eso es lo que ella dice -replicó Eddie.

Estaban en el cuarto de trabajo de Ted, donde éste ya se había servido algo de beber. También había telefoneado al doctor Leonardis y cancelado el partido de squash. («Hoy no puedo jugar, Dave…, mi mujer me ha dejado.») Eddie se sintió impulsado a decirle que Marion había tenido la certeza de que el doctor Leonardis le llevaría a casa desde Southampton. Cuando Ted replicó que había ido a la librería, Eddie experimentó su primera y única experiencia religiosa.

Durante siete años, casi ocho (mientras cursara los estudios superiores, pero ya no en la escuela para graduados universitarios), Eddie O'Hare sentiría una religiosidad discreta pero sincera, porque creía que Dios o algún poder celestial tenía que haber impedido que Ted viera el Chevy, que estaba aparcado en diagonal frente a la librería, durante todo el rato en que él y Ruth estuvieron en la tienda de marcos de Penny Pierce tratando de recuperar la fotografía. (Si eso no era un milagro, ¿qué era?)

– Bueno, ¿dónde está? -le preguntó Ted, haciendo tintinear los cubitos de hielo de su bebida.

– No lo sé -respondió Eddie.

– ¡No me mientas! -gritó Ted y, sin detenerse siquiera a dejar el vaso, abofeteó al muchacho con la mano libre.

Eddie hizo lo que Marion le había indicado. Cerró el puño, titubeando, porque nunca había pegado a nadie, y entonces golpeó a Ted en la nariz.

– ¡Coño! -gritó Ted. Dio varias vueltas, derramando la bebida, y se aplicó el vaso frío a la nariz-. Te he pegado con la mano abierta, con la palma, y tú me das un puñetazo en la nariz. ¡No te jode!

– Marion dijo que eso te calmaría-observó Eddie. -Marion lo dijo, ¿eh? ¿Y qué más dijo?

– Trato de decírtelo. Dijo que no es necesario que recuerdes nada de lo que digo, porque su abogado te lo dirá todo otra vez. -¡Si cree que tiene la más mínima posibilidad de conseguir la custodia de Ruth, está aviada! -gritó Ted.

– No espera conseguir la custodia de Ruth -le explicó Eddie-. No se propone intentarlo.

– ¿Te ha dicho eso?

– Me ha dicho todo lo que te estoy diciendo -replicó Eddie. -¿Qué clase de madre es ésa que ni siquiera trata de conseguir la custodia de su hija? -gritó Ted.

– Eso no me lo ha dicho -admitió Eddie. -Por Dios… -empezó a decir Ted.

– Hay otra cosa sobre la custodia -le interrumpió Eddie-. Tienes que controlar la bebida. No debe haber otra condena por conducción en estado de embriaguez. Si vuelve a ocurrir eso, podrías perder la custodia de Ruth. Marion quiere estar segura de que Ruth no corre peligro si va en coche contigo…

– ¿Quién es ella para decir que yo puedo ser un peligro para Ruth? -gritó Ted.

– Estoy seguro de que el abogado te lo explicará -dijo Eddie-. Sólo te digo lo que Marion me ha dicho.

– Después del verano que ha pasado contigo, ¿quién escuchará a Marion? -inquirió Ted.

– Me advirtió que dirías eso y me aseguró que conoce a no pocas señoras Vaughn que estarían dispuestas a testificar si fuese necesario. Pero no espera obtener la custodia de Ruth. Sólo te digo que debes tener cuidado con la bebida.

– Muy bien, muy bien -dijo Ted, apurando el vaso-. Pero, joder, ¿por qué tenía que llevarse todas las fotografías? Están los negativos, podía habérselos llevado y sacar sus propias fotos.

– También se ha llevado los negativos -le informó Eddie. -¡No puede ser! -gritó Ted.

Salió de su cuarto de trabajo, seguido por el muchacho. Los negativos habían estado, con las instantáneas originales, metidos en un centenar de sobres, más o menos, todos ellos en el escritorio de tapa rodadera que ocupaba un hueco entre la cocina y el comedor. Era el escritorio ante el que se sentaba Marion cuando extendía los cheques para pagar facturas. Ahora Ted y Eddie constataron que incluso el escritorio había desaparecido.

– Me había olvidado de eso -admitió Eddie -. Dijo que era su escritorio, el único mueble que quería.

– ¡El maldito escritorio me importa una mierda! -gritó Ted-. Pero no puede llevarse las fotografías y los negativos. ¡También eran mis hijos!

– Marion dijo que dirías eso -replicó Eddie-. Dijo que tú querías quedarte con Ruth y ella no. Ahora tienes a Ruth y ella tiene a los chicos.

– Deberíamos haber repartido las fotos entre los dos, por el amor de Dios. ¿Y qué pasa con Ruth? ¿No debería quedarse ella con la mitad de las fotos?

– Marion no planteó esa posibilidad -confesó Eddie-. Sin duda el abogado te dará todas las explicaciones precisas. -Marion no llegará tan lejos -dijo Ted-. Incluso el coche está a mi nombre…, los dos coches lo están.

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