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– Bueno, hasta la vista -le dijo Eddie al jardinero-. Gracias por traerme.

– Si no te importa que te lo pregunte -replicó sinceramente el jardinero-, ¿qué tal es trabajar para el señor Cole?

Era tal el frío y el viento en la cubierta superior del transbordador que cruzaba el canal que Eddie buscó abrigo a sotavento del puente de mando. Allí, a resguardo del viento, imitó una y otra vez la firma de Ted Cole en uno de sus cuadernos. Las mayúsculas T y C eran fáciles, pues Ted las escribía como letras de imprenta de tipo abastonado, pero las minúsculas se las traían. Ted trazaba unas minúsculas pequeñas y perfectamente oblicuas, equivalentes a una cursiva de tipo Baskerville. Al cabo de veintitantos intentos en el cuaderno, Eddie seguía viendo su propia caligrafía en las imitaciones más espontáneas de la firma de Ted, y temía que sus padres, que conocían muy bien la caligrafía de su hijo, sospecharan el fraude.

Estaba tan concentrado que no reparó en la presencia del mismo conductor de un transporte de marisco que cruzó el canal con él aquel fatídico día de junio. El camionero, que hacía a diario, excepto los domingos, el trayecto entre Orient Point y New London (y el regreso), reconoció a Eddie y se sentó a su lado en el banco. El hombre no pudo dejar de observar que Eddie estaba absorto en el acto de perfeccionar lo que parecía una firma. Recordó que le habían contratado para hacer algo raro, que habían hablado brevemente de lo que podría hacer con exactitud un ayudante de escritor, y supuso que la tarea de escribir una y otra vez aquel nombre tan corto debía de formar parte de la peculiar actividad del muchacho.

– ¿Cómo va, chico? -le preguntó el camionero-. Pareces muy ocupado.

Como futuro novelista, aunque nunca de gran éxito, Eddie O'Hare tenía el suficiente instinto para percibir el fin de una situación, y se alegró de volver a ver al camionero. Le explicó la tarea que tenía entre manos: se había «olvidado» de pedirle su autógrafo a Ted Cole y no quería decepcionar a sus padres. -Déjame intentarlo -se ofreció el camionero.

Adiós a gong Island

Así pues, resguardados junto al puente de mando en la cubierta superior azotada por el viento, el conductor de un transporte de marisco hizo una imitación impecable de la firma del autor famoso. Tras sólo media docena de intentos en el cuaderno, el camionero estuvo preparado para firmar el libro y Eddie permitió al entusiasmado hombre que autografiara el ejemplar de El ratón que se arrastra entre las paredes que poseía la familia O'Hare. Cómodamente protegidos del viento, el hombre y el adolescente admiraron los resultados. Eddie, agradecido, ofreció al camionero la pluma estilográfica de Ted Cole.

– Debes de estar de broma -dijo el camionero.

– Quédatela, te la doy -replicó Eddie-. La verdad es que no la quiero.

No quería la pluma, en efecto, y el jubiloso camionero se la guardó en el bolsillo interior del sucio anorak. El hombre olía a salchichas de frankfurt y cerveza, pero también, sobre todo cuando no soplaba el viento, a almejas. Le ofreció a Eddie una cerveza, que el muchacho rechazó, y entonces le preguntó si «el ayudante de escritor» regresaría a Long Island el próximo verano.

Eddie no creía que lo hiciera, pero en realidad nunca abandonaría del todo Long Island, sobre todo mentalmente, y aunque pasaría el siguiente verano en su casa de Exeter, donde trabajaría para el centro docente como asesor en la oficina de admisiones -sería el guía que mostraba la escuela a los posibles exonianos y sus padres-, regresaría a Long Island el verano siguiente.

En ig6o, el año de su graduación en Exeter, Eddie se sintió impulsado a buscar un trabajo veraniego fuera de casa. Este deseo, combinado con el hecho cada vez más evidente de que le atraían las mujeres mayores que él (una atracción correspondida por ellas), le llevarían a recordar la tarjeta de visita de Penny Pierce, que había conservado. Sólo cuando estaba a punto de graduarse, cerca de año y medio después de que Penny Pierce le ofreciera trabajo en la tienda de marcos de Southampton, comprendió que la mujer tal vez le había ofrecido algo más que un empleo.

El graduado por Exeter escribiría a la divorciada de Southampton con una franqueza cautivadora. («¡Hola! Puede que no me recuerde. Fui ayudante de Ted Cole. Un día estuve en su tienda y usted me ofreció trabajo. ¿Recuerda que fui, aunque brevemente, el amante de Marion Cole?»)

Penny Pierce no se anduvo con rodeos al responderle. («¿Cómo? ¿Que si me acuerdo de ti? ¿Quién podría olvidarse de esas sesenta veces en…, cuántas fueron…, seis o siete semanas? Si lo que deseas es un trabajo durante el verano, es tuyo.»)

Además del empleo en la tienda de marcos, Eddie, naturalmente, sería el amante de la señora Pierce. A comienzos del verano de i96o, Eddie se alojaría en una habitación para invitados en casa de la señora Pierce, una finca recién adquirida en First Neck Lane, hasta que él encontrase un alojamiento adecuado. Pero se hicieron amantes antes de que encontrara ese alojamiento; en realidad, antes de que él hubiese empezado a buscarlo. A Penny Pierce le alegró tener la compañía de Eddie en la casa grande y vacía, necesitada de alguna decoración interior que la animara.

Sin embargo, haría falta algo más que nuevo papel pintado y tapicería para eliminar la atmósfera de tragedia que flotaba en la casa. No hacía mucho una viuda, una tal señora Mountsier, se había suicidado en la finca, y su hija única, todavía universitaria, de quien se decía que estaba enemistada con su madre cuando ésta murió, se apresuró a venderla.

Eddie nunca sabría que la señora Mountsier era la misma mujer a la que había confundido con Marion en el sendero de acceso a la casa de los Cole, por no mencionar el papel que Ted había desempeñado en la desdichada historia de madre e hija.

En el verano de 196o, Eddie no tendría ningún contacto con Ted ni tampoco vería a Ruth. Sin embargo, vería algunas fotografías de la niña, que Eduardo Gómez llevó a la tienda de Penny Pierce para que las enmarcaran. Penny informó a Eddie que, en los dos años transcurridos desde que Marion se llevó las fotos de los hermanos muertos de Ruth, sólo habían llevado a la tienda unas pocas fotografías para enmarcar.

Todas esas fotos eran de Ruth y, al igual que la media docena de fotos que Eddie vio en el verano de i96o, en todas aparecía en una pose poco natural. Carecían de la mágica sinceridad de aquellos centenares de fotografías de Thomas y Timothy. Ruth era una niña seria y cejijunta que miraba a la cámara con suspicacia. Cuando había sido posible arrancarle una sonrisa, le faltaba espontaneidad.

Ruth había crecido en los dos años transcurridos. A menudo llevaba recogido el cabello en trenzas, ahora más oscuro y largo. Penny Pierce le decía a Eddie que las trenzas eran obra de manos expertas y que también se notaba cierto cuidado en las cintas anudadas en el extremo de cada trenza. (Conchita Gómez era la responsable de las trenzas y las cintas.)

– Es mona -dijo de Ruth la señora Pierce-, pero me temo que nunca llegará a tener el aspecto de su madre, ni muchísimo menos.

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