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Entonces comenzó el habitual estrépito de las cadenas que bajaban la pasarela de desembarco. Los estibadores se hablaban a gritos por encima del jaleo.

Eddie contempló el puerto y las aguas agitadas del canal de Long Island con la seguridad de que los veía por última vez. No podía imaginar que, un día, cruzar el canal en el transbordador le sería tan familiar como cruzar el umbral del edificio principal del centro docente, bajo aquella inscripción latina que le invitaba a ir allá y convertirse en hombre.

– ¡Edward! -exclamaba su padre-. ¡Cariño!

La madre de Eddie lloraba tanto que era incapaz de hablar. Al muchacho le bastó con mirarles para saber que jamás podría contarles lo que le había sucedido. Si hubiera tenido un poder de premonición mayor del que poseía, tal vez en aquel mismo momento habría reconocido sus limitaciones como literato: jamás sería un buen mentiroso. No sólo no podría contar a sus padres la verdad de su relación con Ted, Marion y Ruth, sino que tampoco podría inventarse una mentira satisfactoria.

Eddie mentiría sobre todo por omisión, limitándose a decir que había pasado un verano triste porque el señor Cole y su mujer estaban embarcados en los preliminares del divorcio. Luego Marion había dejado a Ted con la niñita, y eso era todo. Una oportunidad de mentir más estimulante se presentó cuando la madre de Eddie descubrió la rebeca rosa de Marion colgada en el armario de su hijo.

La mentira de Eddie era más espontánea y convincente que la mayor parte de lo que imaginaba imperfectamente en sus novelas. Le dijo a su madre que cierta vez, yendo de compras con la señora Cole, ésta señaló el suéter en una boutique de East Hampton y le dijo que siempre había deseado aquella prenda y había confiado en que su marido se la comprara. Con estas palabras, y puesto que ella y su marido estaban en trámites de divorcio, la señora Cole le dio a entender que había una buena razón para que su marido se ahorrara el dinero.

Eddie regresó a la tienda y compró la cara prenda, ¡pero la señora Cole se marchó (abandonando el matrimonio, la casa, a su hija, todo) antes de que Eddie hubiera tenido ocasión de dársela! El muchacho dijo a su madre que quería quedarse con la rebeca por si un día se encontraba de nuevo con Marion.

Dot O'Hare se sintió orgullosa del amable gesto de su hijo. De vez en cuando azoraba a Eddie al mostrar la rebeca rosa a sus amigos del profesorado, pues a Dot le parecía perfecto utilizar lo considerado que había sido Eddie con la desdichada señora Cole como tema de conversación durante una cena. Más adelante, la mentira de Eddie sería como un tiro salido por la culata. En el verano de 196o, mientras Eddie mantenía relaciones con Penny Pierce y no cumplía con el requisito de las sesenta veces, Dot O'Hare conoció a la esposa de un profesor de Exeter a quien la rebeca de Marion le sentaba de maravilla. Cuando Eddie regresó a casa desde Long Island por segunda vez, su madre había regalado la rebeca de cachemira rosa.

Fue una suerte para él que su madre no encontrara nunca la camisola lila y las bragas a juego, que Eddie tenía escondidas en un cajón junto con los suspensorios para practicar atletismo y los pantalones cortos con los que jugaba al squash. Es dudoso que Dot O'Hare hubiera felicitado a su hijo por ser tan «considerado» al comprarle a la señora Cole unas prendas interiores tan insinuantes.

Aquel sábado de agosto de 1958, en el muelle de New London, Minty percibió en la firmeza del abrazo de Eddie algo que le persuadió de que podía darle las llaves del coche. No hubo ninguna mención de que el tráfico que les esperaba era «distinto del tráfico de Exeter». Minty carecía de motivos de preocupación, pues veía que Eddie había madurado. («¡Cómo ha crecido, Joe!», susurró Dot a su marido.)

Minty había aparcado el coche a cierta distancia del muelle, cerca de la estación de ferrocarril. Tras una pequeña discusión entre Minty y Dot, sobre cuál de ellos se sentaría al lado del muchacho como «copiloto» durante el largo trayecto hasta su casa, los padres de Eddie se acomodaron en el vehículo con tanta confianza como si fuesen niños. Era indudable que Eddie manejaba el timón.

Sólo cuando abandonaban el aparcamiento de la estación de ferrocarril, Eddie reparó en el Mercedes rojo tomate de Marion, estacionado a escasa distancia del andén. Probablemente ya había enviado las llaves por correo a su abogado, quien repetiría a Ted la lista de exigencias de Marion.

Así pues, quizá no se había ido a Nueva York. Esta posibilidad no supuso para Eddie más que una ligera sorpresa. Y si Marion había dejado su coche en la estación de ferrocarril de New London, ello no significaba necesariamente que hubiese regresado a Nueva Inglaterra, sino que podría haberse encaminado al norte. (Tal vez a Montreal. Eddie sabía que Marion hablaba francés.)

Pero ¿en qué pensaba ahora aquella mujer?, se preguntó Eddie a propósito de Marion; y lo mismo se preguntaría durante treinta y siete años. ¿Qué estaba haciendo? ¿Adónde había ido?

Eddie a los cuarenta y ocho años

Un lluvioso atardecer de septiembre, Eddie O'Hare estaba de pie, muy erguido, ante el mostrador del bar del Club Atlético de Nueva York. Tenía cuarenta y ocho años, y en el cabello antes castaño oscuro se veían muchas hebras de un gris plateado. Como trataba de leer de pie, un mechón de pelo le caía una y otra vez sobre un ojo. Se lo echaba hacia atrás, utilizando los largos dedos a modo de peine. Nunca llevaba un peine encima, y su cabello, crespo y siempre como si acabara de lavárselo, tenía un aspecto desordenado. En realidad, era el único detalle desordenado de su persona.

Eddie era alto y delgado, y tanto si estaba sentado como de pie, cuadraba los hombros de un modo nada natural y mantenía el cuerpo demasiado derecho, tenso, casi como si estuviera en posición de firmes. Padecía de dolor crónico en la zona lumbar. Acababa de perder tres juegos de squash con un hombrecillo calvo llamado Jimmy. Nunca se acordaba de su apellido. Jimmy estaba jubilado (se rumoreaba que era setentón) y pasaba todas las tardes en el Club Atlético de Nueva York, esperando la ocasión de hacer algún partido con jugadores más jóvenes cuyos contrincantes les habían dejado plantados.

Eddie tenía una Coca-Cola Light en la mano, la única bebida que tomaba, y se refrescaba tras la derrota. No era la primera vez que Jimmy le vencía y, por descontado, no eran pocas las que le habían dejado plantado. Eddie tenía unos pocos amigos íntimos en Nueva York, pero ninguno de ellos jugaba a squash. Se había hecho socio del club hacía sólo tres años, en 1987, tras la publicación de su cuarta novela, titulada Sesenta veces. Pese a las críticas favorables, aunque tibias, el tema de la novela no le gustó al único miembro del Comité de Admisiones que la leyó. Otro miembro del comité le informó de que en realidad le habían aceptado por su apellido, no por sus obras. (Había habido muchos y renombrados O'Hare en la historia del Club Atlético de Nueva York, aunque ninguno estaba emparentado con Eddie.)

No obstante, a pesar del carácter selectivo del club y de la escasa cordialidad que encontraba en él, a Eddie le gustaba contarse entre sus miembros. Era un lugar barato donde alojarse cada vez que iba a la ciudad. Desde hacía casi diez años, desde la publicación de su tercera novela, Adiós a Long Island, Eddie iba a la ciudad con bastante frecuencia, aunque sólo fuese por una o dos noches. En 1981 compró su primera y única casa, en Bridgehampton, a unos cinco minutos en coche de la casa de Ted Cole en Sagaponack. Durante los nueve años que llevaba como residente y contribuyente en el condado de Suffolk, Eddie no había pasado ni una sola vez ante la casa de Ted en Parsonage Lane.

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