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Pero cuando el aparato sonó, sólo una hora más tarde, Ruth pensó que podría tratarse de Allan y respondió

– ¿Qué? ¿Jugamos ese partido de squash? -le dijo Scott Saunders

– No estoy de humor para jugar al squash -mintió Ruth. Recordaba que la piel de aquel hombre tenía una tonalidad dorada, y sus pecas eran del color de la playa

– Si puedo alejarte unas horas de tu padre… -dijo Scott-, ¿qué te parece si cenamos juntos mañana?

Ruth no había podido cocinar la cena que Hannah había dejado casi del todo preparada. Sabía que no podría comer

– Lo siento, no estoy de humor para cenar -le dijo al abogado

– Puede que mañana estés de mejor ánimo

Ruth imaginaba la sonrisa de su interlocutor, aquella sonrisa de engreimiento

– Es posible… -le confesó Ruth, y de alguna manera encontró la fuerza necesaria para colgar el teléfono

No volvió a responder, aunque el teléfono se pasó la mitad de la noche sonando. Cada vez que lo hacía, confiaba en que no fuese Allan, y combatía el deseo de conectar el contestador de su padre. Pero estaba segura de que la mayoría de las llamadas eran de Hannah o de su padre

Aunque no había tenido energía para comer, se había bebido las dos botellas de vino blanco. Cubrió las verduras cortadas con una envoltura de plástico, cubrió también el arroz lavado y lo guardó en el frigorífico. Las gambas marinadas, que seguían en el frío reducto, se mantendrían bien durante la noche, pero, para mayor seguridad, Ruth les añadió el zumo de un limón

Tal vez la noche siguiente le apetecería comer algo. (Quizá con Scott Saunders.)

Estaba segura de que su padre volvería. Había esperado a medias ver su coche en el sendero por la mañana. A Ted le gustaba el papel de mártir, y le encantaría darle a Ruth la impresión de que se había pasado toda la noche en el Volvo

Pero por la mañana no había ni rastro del coche. El teléfono empezó a sonar a las siete de la mañana, y Ruth siguió sin responder. Buscó el contestador automático, pero no lo encontró en el cuarto de trabajo de su padre, donde solía estar. Tal vez estaba averiado y Ted lo había llevado a reparar

Ruth se arrepintió de haber entrado en el cuarto de trabajo de su padre. Por encima del escritorio, donde ahora Ted sólo escribía cartas, y clavada con una chincheta en la pared, estaba la lista de nombres y números telefónicos de sus actuales adversarios en el squash. Scott Saunders figuraba en lo alto de la lista. A Ruth le bastó ver ese dato para decirse: "Bueno, ya estoy liada otra vez". Junto al apellido Saunders había dos números telefónicos: el de su domicilio en Nueva York y otro de Bridgehampton. Ruth marcó este último, por supuesto. Aún no eran las siete y media, y, a juzgar por el tono de voz al otro lado de la línea, le había despertado

– ¿Aún te interesa jugar a squash conmigo? -le preguntó Ruth.

– Es temprano -respondió Scott-. ¿No has vencido ya a tu padre?

– Quiero vencerte a ti primero -le dijo Ruth

– Por intentarlo que no quede -comentó el abogado-. ¿Qué te parece si vamos a cenar después del partido?

– Veamos qué tal va el juego -replicó Ruth.

– ¿A qué hora?

– La habitual…, la misma hora a la que juegas con mi padre.

– Entonces nos veremos a las cinco

Ruth dispondría del día entero para prepararse. Había ciertos lanzamientos y servicios que quería practicar antes de jugar con un zurdo. Su padre era el más zurdo de todos, y en el pasado ella nunca había podido prepararse adecuadamente para enfrentarse a él. Ahora creía que jugar contra Scott Saunders sería el calentamiento perfecto para hacerlo con su padre

Primero telefoneó a Eduardo y Conchita, pues no quería que estuvieran en la casa. Le dijo a la mujer que lo sentía, pero que no podría verla durante aquella visita, y Conchita hizo lo que siempre hacía cuando hablaba con Ruth, se echó a llorar. Ruth le prometió que iría a verla cuando regresara de Europa, aunque dudaba que entonces visitara a su padre en Sagaponack

A Eduardo le dijo que iba a pasarse el día escribiendo, por lo que no quería que él segara el césped ni podara los setos ni hiciera ninguna de las cosas que solía hacer en la piscina. Aquel día necesitaba una tranquilidad absoluta. En el caso poco probable de que al día siguiente su padre no se presentara a tiempo para llevarla al aeropuerto, ella llamaría a Eduardo. El avión con destino a Munich despegaba a primera hora de la noche del jueves, por lo que tendría que salir de Sagaponack antes de las dos o las tres de la tarde del día siguiente

Tratar de organizarlo todo, de dar a su vida la estructura de sus novelas, era muy propio de Ruth Cole. ("Siempre crees que puedes resolver cualquier contingencia", le dijo Hannah cierta vez. Ruth pensaba que podía, o que debía hacerlo.)

Lo único que debió hacer, pero no hizo, fue llamar a Allan. Dejó que el teléfono siguiera sonando y no respondió

Las dos botellas de vino blanco no le habían provocado resaca, pero le dejaron un sabor agrio en la boca, y su estómago no se alegraba ante la idea de ingerir ningún alimento sólido para desayunar. Ruth tomó unas fresas, un melocotón y un plátano, metió la fruta en la batidora junto con zumo de naranja y tres cucharadas del polvo proteínico predilecto de su padre. La bebida resultante tenía el sabor de unas gachas de avena frías y líquidas, pero le hizo sentirse como si rebotara en las paredes, que era como ella deseaba sentirse

Ruth creía dogmáticamente que en el juego de squash sólo había cuatro buenas jugadas

Por la mañana practicaría el drive paralelo y cruzado, situándose a la distancia correcta, detrás del cuadro de saque. Además, en la pared frontal del granero había un punto muerto. Estaba más o menos a la altura del muslo, algo desplazado a la izquierda desde el centro, muy por debajo de la línea de saque. El padre de Ruth había marcado furtivamente el punto con un borrón de tiza de color. Ella practicaría la puntería tomando ese punto como blanco. Podía golpear la pelota con tanta fuerza como quisiera, pero si alcanzaba ese punto, la pelota quedaba muerta y se desprendía de la pared como un golpe caído. Por la mañana practicaría también el servicio fuerte. Quería dar todos los golpes duros por la mañana. Luego se pondría hielo en el hombro, tal vez sentada en el extremo poco profundo de la piscina, tanto antes como después de prepararse una comida ligera

Por la tarde practicaría las dejadas. También tenía dos buenos golpes de esquina, uno desde la mitad de la pista y el otro cuando estaba cerca de una de las paredes laterales. No solía jugar el golpe de devolución de esquina, un golpe que consideraba un bajo porcentaje o engañoso, y no le gustaban los golpes engañosos

Era todavía temprano cuando Ruth subió la escala que llevaba al altillo que había en el granero, donde su padre aparcaba el coche en los meses invernales, y abrió la trampilla por encima de su cabeza. (Normalmente la trampilla estaba cerrada para evitar que avispas y otros insectos volaran a lo alto del establo y acabaran en la pista de squash.) En el exterior de la pista, en el altillo del granero, que en el pasado fue un henil, había una colección de raquetas, pelotas, muñequeras y protectores de los ojos. En la puerta de acceso a la pista había una fotocopia, clavada con chinchetas, del equipo de Ruth en Exeter. Procedía de las páginas de su anuario escolar de 1973. Ruth aparecía en primera fila, en el extremo derecho, con el equipo masculino. Tras fotocopiar la página, su padre la había clavado orgullosamente en la puerta

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