Ted recalcaba constantemente lo importante que era mirar por el retrovisor y, por supuesto, Ruth sabía que cuando estaba parada y en espera de girar a la izquierda, cruzando un carril de sentido contrario, jamás debía girar las ruedas a la izquierda en previsión del giro que iba a dar. "¡No se te ocurra nunca hacer eso!", le dijo su padre desde la primera lección, pero aún no le había contado lo que les ocurrió a Thomas y Timothy. Ella sólo sabía que Thomas iba al volante cuando ocurrió el accidente
– Paciencia, Ruthie; has de tener paciencia -le decía su padre una y otra vez
– Tengo paciencia, papá -replicaba Ruth-. Todavía espero que me cuentes lo que pasó, ¿no es cierto?
– Quiero decir que tienes que ser una conductora paciente, Ruthie… No pierdas nunca la paciencia al volante
El Volvo, como todos los de Ted, que empezó a comprar modelos de esa marca en los años sesenta, tenía cambio de marchas manual. (Le había dicho a su hija que desconfiara siempre de un chico que condujera un automóvil con cambio de marchas automático.)
– Y si vas en el asiento del pasajero y yo soy el conductor, nunca te miraré -le dijo Ted-. No me importa lo que digas ni si tienes una rabieta o si te estás sofocando. Fíjate: si yo estoy al volante, hablaré contigo pero no te miraré, eso jamás. Y cuando conduzcas tú, no mires a quien esté a tu lado, tanto si soy yo como cualquier otro. No vuelvas la cara hasta que salgas de la carretera y pares el coche. ¿Está claro?
– Entendido -respondió Ruth
– Y si sales con un chico y es él quien conduce, si te mira, por la razón que sea, le dices que no lo haga o te bajarás del coche y te irás a pie. O le dices que te deje conducir. ¿Has entendido eso también?
– Sí -dijo Ruth, y se apresuró a pedirle-: Dime lo que les pasó a Thomas y a Timothy
Pero su padre hizo oídos sordos
– Y si estás preocupada, si algo en lo que estás pensando te altera de repente, si te echas a llorar y las lágrimas te impiden ver con claridad la carretera…, supón que estás llorando a mares, por la razón que sea…
– ¡Vale, vale, lo he entendido! -le interrumpió Ruth.
– Bueno, si alguna vez te ocurre eso, si lloras tanto que no puedes ver la carretera, desvíate al arcén y para el coche. ¿De acuerdo?
– ¿Cómo fue el accidente? -le preguntó Ruth-. ¿Estabas allí? ¿Ibais mamá y tú en el coche?
En el extremo menos hondo de la piscina, Ruth notaba que el hielo se le fundía sobre el hombro. Las frías gotas formaban un hilillo líquido que avanzaba por la clavícula, recorría el pecho y caía en el agua, más cálida, de la piscina. El sol se había puesto por detrás del alto seto
Pensó en el padre de Graham Greene, el maestro de escuela, cuyo consejo a sus ex alumnos (que le adoraban) era extraño pero encantador a su manera. "No te olvides de ser fiel a tu futura esposa", le dijo Charles Greene, en 1918, a un muchacho que dejaba la escuela para incorporarse al ejército. Y a otro muchacho, poco antes de su confirmación, le había dicho: "Un ejército de mujeres viven de la lujuria de los hombres"
¿Adónde había ido a parar aquel "ejército de mujeres"? Ruth suponía que Hannah era uno de esos presuntos soldados perdidos de Charles Greene
Hasta donde se remontaba su memoria, y no sólo desde que aprendiera a leer, sino desde la primera vez que su padre le contó un cuento, los libros y sus personajes habían penetrado en su vida y quedado "arraigados" en ella. Los libros, y los personajes que aparecen en ellos, estaban más "arraigados" en la vida de Ruth de lo que estaban su padre y su mejor amiga, por no mencionar a los hombres que había conocido, la mayoría de los cuales se habían revelado casi tan indignos de confianza como Ted y Hannah
Graham Greene había escrito en su autobiografía, Una especie de vida: "Durante toda mi vida he abandonado por instinto cualquier cosa para la que no tuviera talento". Era un buen instinto, pero si Ruth lo pusiera en práctica, se vería obligada a dejar de relacionarse con los hombres. Entre los que conocía, sólo Allan parecía admirable y constante; sin embargo, mientras permanecía sentada en la piscina, preparándose para la prueba con Scott Saunders, lo que veía ante todo en su mente eran los dientes lobunos de Allan y el excesivo vello en el dorso de sus manos
Cuando jugó al squash con Allan no lo pasó bien. Allan era un buen atleta y un jugador de squash bien entrenado, pero demasiado corpulento para la pista, y sus embestidas y giros eran demasiado peligrosos para el adversario. No obstante, Allan nunca intentaba hacerle daño o intimidarla. Y aunque Ruth había perdido en dos ocasiones al jugar con él, no dudaba de que acabaría por vencerle. Tan sólo tenía que aprender a mantenerse fuera de su alcance y, al mismo tiempo, no temer su dejada de revés. Las dos veces que perdió, Ruth había salido de la T. La próxima vez, si la había, estaba decidida a no cederle la posición idónea en la pista
Mientras el hielo fundido hacía su efecto, pensaba que, en el peor de los casos, el encuentro podría significar unos puntos en una ceja o la nariz rota. Además, si Allan la golpeaba con la raqueta, lo sentiría muchísimo y luego le cedería la posición preferida en la pista. Ella le vencería con facilidad en un abrir y cerrar de ojos, tanto si la golpeaba como si no. Entonces se preguntó que para qué iba a molestarse en vencerle
¿Cómo podía pensar en la posibilidad de renunciar a los hombres? De quienes desconfiaba era de las mujeres, y en un grado mucho mayor
Había permanecido sentada durante demasiado tiempo en la piscina, a la fría sombra del atardecer, por no mencionar el frío de la pegajosa compresa de hielo que se le había fundido en el hombro. La frialdad ponía un toque de noviembre en el veranillo de San Martín y le recordaba a Ruth aquella noche de noviembre de 1969 en que su padre le dio la que él llamaba "última lección de conducir" y "penúltimo examen de conducción"
Iba a cumplir los dieciséis antes de la primavera, y entonces obtendría el permiso de principiante, tras lo cual aprobaría el examen de conducción sin la menor dificultad, pero aquella noche de noviembre, su padre, a quien le tenían sin cuidado los permisos de principiante, le advirtió:
– Espero por tu bien, Ruthie, que nunca tengas que pasar un examen más duro que éste. Vamos
– ¿Adónde vamos? -le preguntó ella. Era el domingo por la noche del fin de semana de Acción de Gracias
La piscina ya estaba cubierta en previsión del invierno, los árboles frutales desprovistos de fruto y hojas, incluso el seto estaba desnudo y sus ramas esqueléticas se movían impulsadas por la brisa. En el horizonte septentrional había un resplandor: los faros de los coches que ya estaban parados en el carril en dirección oeste de la carretera de Montauk, los domingueros de regreso a Nueva York. (Normalmente el recorrido era de dos horas, tres a lo sumo.)
– Esta noche me apetece ver las luces de Manhattan -dijo Ted a su hija-. Quiero ver si ya han colocado los adornos navideños en Park Avenue. Quiero tomar una copa en el bar del Stanhope. Una vez tomé allí un armagnac de agio. Ya no tomo armagnac, claro, pero me gustaría volver a beber algo tan bueno. Tal vez un buen vaso de oporto. Vamos