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– Hola -le dijo Ted

La guapa joven que era casi una mujer se sorprendió tanto ante la inesperada atención que le dedicaba Ted que no pudo abrir la boca. Su semblante adquirió una intensa tonalidad roja, a medio camino entre el rojo de la sangre y el de un coche de bomberos. Su amiga, una chica muchísimo menos atractiva, con un aspecto engañosamente estúpido, se deshizo en bufidos y risitas. Ted no había observado que la joven bonita estaba en compañía de una amiga fea. Cuando uno se encuentra con una joven interesante sexualmente vulnerable, siempre tiene que enfrentarse a una compañera estúpida y poco atractiva

Pero la presencia de la amiga no arredró a Ted, e incluso la consideró un reto intrigante. Si su presencia señalaba la imposibilidad de ir a la cama aquel mismo día, la seducción potencial de la joven guapa no era menos tentadora para él. Como Marion le dijera a Eddie, no era tanto el acto sexual en sí mismo como la perspectiva de realizarlo lo que excitaba a Ted. El impulso de hacerlo no era tan intenso como la espera ilusionada.

– Hola -respondió por fin la joven guapa

Su fea amiga, que tenía forma de pera, no pudo contenerse y azoró a su compañera al decir:

– ¡Usted ha sido el tema de su trabajo sobre literatura inglesa para el examen de primer curso!

– ¡Calla, Effie! -replicó la joven guapa. Era universitaria, se dijo Ted. Supuso puerta en el suelo

– ¿Cómo se titulaba tu trabajo? -le preguntó Ted

– "Análisis de los símbolos atávicos de temor en La puerta en el suelo" -respondió la joven guapa, claramente avergonzada-. Verá, el niño no está seguro de que quiera nacer y la madre no está segura de que quiera tenerlo. Eso es muy tribal. Las tribus primitivas tienen esos temores. Y los mitos y cuentos de hadas de las tribus primitivas están llenos de imágenes como puertas mágicas, desapariciones de niños y personas tan asustadas que el pelo se les vuelve blanco de la noche a la mañana. En los mitos y cuentos de hadas aparecen muchos animales que pueden cambiar repentinamente de tamaño, como la serpiente, la serpiente también es muy tribal, desde luego…

– Desde luego -convino Ted-. ¿Qué extensión tenía ese trabajo?

– Doce páginas -le informó la muchacha-, sin contar las notas al pie y la bibliografía

Sin contar las ilustraciones, tan sólo páginas manuscritas, mecanografiadas a doble espacio… La puerta en el suelo sólo tenía página y media, pero lo habían publicado como si fuese todo un libro, y a los estudiantes universitarios se les permitía escribir trabajos sobre la obrita. Menuda broma, se decía Ted

Le gustaban los labios de la joven, su boca redonda y pequeña. Y tenía los pechos grandes, casi en demasía. Al cabo de pocos años tendría que controlar su peso, pero de momento la abundancia de sus carnes era atractiva y aún conservaba la cintura. A Ted le gustaba evaluar a las mujeres por su tipo físico. En la mayoría de los casos se creía capacitado para imaginar con exactitud lo que haría el tiempo con sus cuerpos. Aquella muchacha tendría un solo hijo y perdería la línea. También correría el riesgo de que las caderas se impusieran al resto del cuerpo, mientras que ahora su voluptuosidad estaba contenida, aunque a duras penas. Ted pensaba que, cuando tuviera treinta años, habría adquirido la misma forma de pera que su amiga, pero se limitó a preguntarle cómo se llamaba

– Glorie, sin y griega final, sino con ie -respondió la guapa joven-. Y ésta es Effie

"Yo te enseñaré algo atávico, Glorie", pensaba Ted. ¿No emparejaban a menudo en las tribus primitivas a muchachas de dieciocho años con hombres de cuarenta y cinco? "Yo te enseñaré algo tribal", siguió pensando, pero le dijo:

– ¿No tenéis coche, por casualidad? Por increíble que parezca, necesito que alguien me lleve

Por increíble que parezca, la señora Vaughn, tras perder de vista a Ted, había dirigido irracionalmente su considerable cólera hacia el valiente pero indefenso jardinero. Aparcó el coche, con el motor en marcha y mirando hacia fuera, a la entrada del sendero de acceso: el morro negro del reluciente capó del Lincoln con su rejilla plateada apuntaba hacia Gin Lane. La mujer permaneció sentada al volante durante media hora, hasta que al coche se le terminó el combustible, esperando que el Chevy modelo 1957 blanco y negro virase hacia Gin Lane desde Wyandanch Lane o desde la calle South Main. Creía que Ted no andaría lejos, pues, al igual que Ted, aún suponía que el amante de Marion ("el chico guapo", como le consideraba la señora Vaughn) seguía siendo el chofer del escritor. Por ello la mujer puso la radio del coche y esperó

La música sonaba en el interior del Lincoln negro; su volumen y la fuerte vibración que las notas bajas imprimían a los altavoces casi ocultaron a la señora Vaughn el hecho de que el vehículo se había quedado sin gasolina. Si el coche no se hubiera estremecido tan bruscamente en aquel momento, la mujer podría haber seguido esperando sentada al volante hasta la tarde, cuando trajeran a su hijo de regreso de su clase de tenis

El agotamiento del combustible tal vez tuvo un efecto más importante, el de evitar al jardinero de la señora Vaughn una muerte cruel. El pobre hombre, que se había quedado sin escalera de mano, seguía atrapado en el inclemente seto de aligustres, donde el monóxido de carbono expelido por el tubo de escape del Lincoln primero le había mareado y luego había estado a punto de matarle. Se hallaba aturdido, pero consciente de que estaba medio muerto, cuando el motor se detuvo y una brisa fresca le reanimó

Durante un intento anterior de bajar del alto seto, el tacón de la bota derecha se había trabado entre las ramas retorcidas, el jardinero había perdido el equilibrio y caído de cabeza en la espesura, con lo cual la bota se trabó todavía más en el interior del tenaz seto. El hombre se torció dolorosamente el tobillo y, colgado por el tacón en el seto enmarañado, se había estirado un músculo abdominal cuando trataba de desatarse la bota

Eduardo Gómez, menudo y de origen hispano, con una barriga apropiadamente discreta, no estaba acostumbrado a realizar flexiones en un seto y colgado de un pie. Sus botas de caña le llegaban por encima del tobillo, y aunque el hombre hizo lo posible por enderezarse el tiempo suficiente para desatarse los cordones, no pudo soportar el dolor de la posición ni siquiera el tiempo imprescindible para aflojarlos. No había manera de quitarse la bota

Entretanto, debido al volumen y a las vibrantes notas bajas de la radio del coche, la señora Vaughn no podía oír las llamadas de auxilio de Eduardo. El jardinero, penosamente suspendido, consciente de los gases que despedía el coche y que se iban acumulando en el seto denso y al parecer sin ventilación, estaba convencido de que el aligustre sería su tumba. Eduardo Gómez sería víctima de la lujuria ajena y de la proverbial "mujer desdeñada" por otro hombre. Al jardinero moribundo tampoco se le ocultaba la ironía de que los destrozados dibujos pornográficos de su patrona le hubieran conducido a aquella posición en el seto asesino. Si al Lincoln no se le hubiera terminado la gasolina, el jardinero podría haber sido la primera víctima mortal de Southampton ocasionada por la pornografía, pero mientras el monóxido de carbono le adormecía, Eduardo pensaba que sin duda no sería la última. Cruzó por su mente envenenada la idea de que Ted Cole merecía morir de aquella manera, pero no un inocente jardinero

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