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Se había soltado el cabello, que antes llevaba recogido, y también había introducido ciertos cambios en su maquillaje. A Eddie no le resultó difícil descubrir qué era exactamente lo que la señora Pierce se había hecho. Tenía los ojos más oscuros y perfilados. El rojo de labios también era más oscuro, y su rostro, si no más juvenil, tenía más color. Se había desabrochado la chaqueta del traje y subido un poco las mangas, y los dos botones superiores de la blusa también estaban desabrochados. (Antes sólo lo había estado el botón de arriba.)

Al agacharse para mostrar a Ruth la fotografía, la señora Pierce reveló un espacio entre los senos que Eddie nunca habría imaginado. Al levantarse, le susurró al muchacho:

– No voy a cobrarte nada por este trabajo, naturalmente. Eddie asintió, sonriente, pero Penny Pierce no había terminado con él. Le indicó una hoja de papel. Tenía una pregunta que hacerle, por escrito, porque era una pregunta que la señora Pierce nunca habría formulado de viva voz delante de la niña. "¿También te abandona a ti la señora Cole?, había escrito Penny Pierce

– Sí -le dijo Eddie. La mujer le dio un pequeño apretón consolador en la muñeca

– Lo siento -susurró.

Eddie no supo qué decirle.

– ¿Se ha ido toda la sangre? -preguntó Ruth

Para la pequeña era un milagro que la fotografía estuviera tan completamente restaurada. Como resultado del accidente, ella misma tenía una cicatriz

– Sí, querida… ¡Está como nueva! -le dijo la señora Pierce-. Oye, muchacho -añadió la dueña, mientras Eddie tomaba a Ruth de la mano-, si alguna vez te interesa un trabajo…

Puesto que Eddie tenía la fotografía en una mano y sujetaba la mano de Ruth con la otra, no le quedaba ninguna mano libre para tomar la tarjeta de visita que le tendía Penny Pierce. Ésta, con un movimiento que le recordó a Eddie la ocasión en que Marion le puso el billete de diez dólares en el bolsillo posterior derecho, insertó diestramente la tarjeta en el bolsillo delantero izquierdo de los tejanos del muchacho

– Tal vez el próximo verano, o el otro… Siempre necesito ayuda en verano -le dijo la dueña

Una vez más, Eddie no supo qué decir y, una vez más, asintió sonriente. La tienda de marcos era un sitio elegante. La sala de exhibición estaba decorada con gusto y contenía ejemplos de marcos a medida. La sección de posters, siempre concurrida en verano, presentaba una colección de carteles de películas de los años treinta: Greta Garbo en el papel de Ana Karenina, Margaret Sullavan como la mujer que muere y se convierte en un fantasma al final de Los tres camaradas… Los anuncios de licores y vino también constituían un tema popular en los posters: había una mujer de aspecto peligroso que tomaba un Campari con sifón, y un hombre tan apuesto como Ted Cole, un cóctel con la cantidad y la marca correctas de vermú

Cinzano, estuvo a punto de decir Eddie en voz alta. Trataba de imaginar cómo sería trabajar allí. Tardaría más de año y medio en comprender que Penny Pierce le había ofrecido algo más que un trabajo. Su recién descubierta "autoridad" era tan nueva para él que el muchacho aún no había aquilatado la extensión de su poder

Entretanto, en la librería, Ted Cole realizaba primores caligráficos ante la mesa donde estampaba sus autógrafos. Su escritura era perfecta. Su firma lenta y como tallada con escoplo era hermosa de veras. Tratándose de un autor cuyos libros eran tan breves y que escribía tan poco, su autógrafo constituía un acto de amor. (Marion le dijo cierta vez a Eddie que la firma de Ted era "un acto de egolatría".) Para los libreros que a menudo se quejaban de que las firmas de los autores eran embrollados garabatos, tan indescifrables como las recetas de los médicos, Ted Cole era el rey de los firmantes de autógrafos. No había nada precipitado en su firma, ni siquiera cuando firmaba cheques. La letra cursiva parecía más bastardilla de imprenta que escritura manual

Ted se quejó de las plumas al librero. Mendelssohn tuvo que ir de un lado a otro de la tienda en busca de la pluma perfecta. Tenía que ser una estilográfica, con la plumilla adecuada, y la tinta necesariamente negra o con la tonalidad roja apropiada. ("Más parecida a la sangre que a un coche de bomberos", explicó Ted al librero.) En cuanto al azul, para el escritor era una abominación en cualquiera de sus tonalidades

Así pues, Eddie O'Hare tuvo suerte. Mientras Eddie tomaba a Ruth de la mano y se encaminaba con ella al Chevy, Ted se tomó su tiempo. Sabía que cada buscador de autógrafos que se acercara a la mesa donde él estaba firmando era una posibilidad de ir en coche a casa, pero Ted era quisquilloso y no quería ser el pasajero de cualquier persona

Por ejemplo, Mendelssohn le presentó a una mujer que vivía en Wainscott. La señora Hickenlooper le dijo que estaría encantada de llevarle a su casa en Sagaponack, pues no se desviaría mucho de su camino. Pero tenía que hacer algunas compras más en Southampton. Tardaría poco más de una hora, y después pasaría a recogerle por la librería. Ted le dijo que no se molestara y que estaba seguro de que antes de una hora alguien más se ofrecería a llevarle

– Si no es ninguna molestia, de veras -replicó la señora Hickenlooper

"¡Para mí sí que lo es!", pensó Ted, y se despidió afablemente de la mujer, la cual se marchó con un ejemplar de El ratón que se arrastra entre las paredes cuidadosamente dedicado a sus cinco hijos. A juicio de Ted, la señora Hickenlooper debería haber adquirido cinco libros, pero cumplió con su deber firmando el único ejemplar y encajando los cinco nombres de la progenie de los Hickenlooper en una sola y atestada página

– Todos mis hijos han crecido -le dijo la señora-, pero usted les encantaba cuando eran pequeños

Ted se limitó a sonreír. La señora Hickenlooper rondaba la cincuentena y tenía las caderas de una mula. Poseía un aire de solidez campesina. Era jardinera, o lo parecía. Llevaba una ancha falda de dril y tenía las rodillas enrojecidas y manchadas de tierra. "¡No puedes arrancar bien los hierbajos sin arrodillarte!", Ted había acertado a oír que la señora le decía a otro hombre en el local. Al parecer era un colega jardinero, y los dos compraban libros de jardinería

Ted era desconsiderado al menospreciar a los jardineros. Al fin y al cabo, debía la vida al jardinero de la señora Vaughn, pues si aquel hombre valeroso no le hubiera aconsejado que echara a correr, tal vez Ted no habría podido evitar que el Lincoln negro le arrollara. Sin embargo, la señora Hickenlooper no era la conductora que Ted Cole buscaba para que le llevara casa

Entonces reparó en una candidata más prometedora. Una joven de aspecto reservado, que debía de tener por lo menos la edad legal para conducir, titubeaba antes de acercarse a la mesa donde el autor firmaba sus libros. Estaba observando al famoso escritor e ilustrador con esa combinación característica de timidez y vivacidad que Ted atribuía a las muchachas a punto de acceder a unas cualidades más femeninas. Dentro de unos pocos años, el titubeo que ahora mostraba se habría transformado en cálculo e incluso en astucia. Y lo que ahora era juguetón, incluso atrevido, no tardaría en estar mejor refrenado. La chica tendría como mínimo diecisiete años, pero no había cumplido los veinte, y se mostraba al mismo tiempo vivaracha y desmañada, insegura de sí misma, pero también deseosa de ponerse a prueba. Era un poco torpe, pero no le faltaba audacia. Ted pensaba que probablemente era virgen. Por lo menos era muy inexperta, de eso estaba seguro

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