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En opinión de la señora Vaughn, su jardinero no era inocente. Antes le había oído gritar: "¡Corra!". ¡Al advertir a Ted, Eduardo la había traicionado! Si el infortunado que colgaba del seto hubiera mantenido la boca cerrada, Ted no habría dispuesto de aquellos valiosos segundos adicionales. Pero Ted salió pitando antes de que el Lincoln negro irrumpiera en Gin Lane

La señora Vaughn estaba segura de que le habría aplastado de la misma manera incontrovertible en que había derribado la señal de tráfico en la esquina de la calle South Main. ¡Por culpa de su desleal jardinero, Ted Cole había huido!

Así pues, cuando el Lincoln se quedó sin combustible y la señora Vaughn bajó del coche, primero cerrando bruscamente la portezuela y volviéndola a abrir porque se había dejado la radio encendida, oyó los gritos debilitados de Eduardo y su corazón se endureció al instante contra él. Pisoteó las piedrecillas del patio, estuvo a punto de tropezar con la escalera caída y contempló al traidor, el cual estaba ridículamente suspendido por un pie en medio del seto. A la señora Vaughn le irritó todavía más ver que Eduardo aún no había recogido los trozos de papel con aquellos dibujos reveladores. Además, el odio que sentía hacia el jardinero se fundaba en algo totalmente ilógico: sin duda el hombre había visto su terrible desnudez en los dibujos. (¿Cómo no iba a verla?) Odiaba a Eduardo Gómez como odiaba a Eddie O'Hare, quien también la había visto… sin ropa

– Por favor, señora -le rogó Eduardo-. Si alza usted la escalera, si consigo aferrarme a ella, es posible que pueda bajar.

– ¡Tú! -le gritó la señora Vaughn. Cogió un puñado de piedrecillas y las arrojó al seto. El jardinero cerró los ojos, pero el aligustre era tan tupido que no le alcanzó ninguna de las piedras-. ¡Le avisaste, enano repugnante! -Le arrojó otro puñado de grava, que fue igualmente inocuo. La imposibilidad de alcanzar al jardinero inmóvil y suspendido cabeza abajo la enfurecía más-. ¡Me has traicionado!

– Si le hubiera matado, habría ido usted a la cárcel -le dijo Eduardo, tratando de hacerla entrar en razón

Pero la mujer se alejaba de él contoneándose, e incluso en su lamentable posición cabeza abajo el jardinero pudo ver que regresaba a la casa. Sus pasitos decididos, el culo pequeño y prieto… El jardinero sabía, antes de que ella llegara a la puerta, que iba a cerrarla de un portazo. Eduardo trabajaba desde hacía tiempo para ella y sabía que la dama tendía a las rabietas y era una veterana en dar portazos, como si el estrépito al cerrar bruscamente una puerta la consolara por su pequeña talla. El jardinero temía a las mujeres menudas, y siempre había imaginado que cedían a una cólera desproporcionada con relación a su tamaño. Su esposa era corpulenta y tenía una suavidad consoladora. Era una mujer afable, de talante generoso e indulgente

– ¡Limpia este desastre y luego lárgate! -le gritó la señora Vaughn a Eduardo, el cual pendía del seto totalmente inmóvil, como paralizado por la incredulidad-. ¡Hoy es tu último día en esta casa! ¡Estás despedido!

– ¡Pero no puedo bajar! -le dijo él quedamente, sabiendo incluso antes de hablar que la puerta se cerraría con violencia mientras hablara

A pesar del tirón muscular en el abdomen, Eduardo halló las fuerzas necesarias para superar su dolor. Sin duda le ayudó la sensación de que había sido tratado injustamente, pues logró realizar otra flexión, enderezarse y mantener la dolorosa postura el tiempo suficiente para desatarse la bota. Liberó el pie atrapado y cayó de cabeza a través del centro del seto, agitando brazos y piernas. Afortunadamente aterrizó a gatas entre las raíces y salió arrastrándose al patio, escupiendo ramitas y hojas

Eduardo aún sentía náuseas, estaba mareado y de vez en cuando se quedaba aletargado a causa de los gases emitidos por el Lincoln. Además, una rama le había hecho un corte en el labio superior. Intentó andar con normalidad, pero no tardó en ponerse de nuevo a gatas y, en esta postura animaloide, se aproximó al surtidor obturado y sumergió la cabeza en el agua, haciendo caso omiso de la tinta de calamar. El agua estaba turbia y olía a pescado, y cuando el jardinero alzó la cabeza de la fuente y se escurrió el agua del cabello, tenía las manos y la cara de color sepia. Eduardo sintió deseos de vomitar mientras subía por la escalera de mano para recuperar su bota

Entonces el aturdido jardinero renqueó sin objeto por el patio. Puesto que le habían despedido, ¿para qué iba a recoger los fragmentos de pornografía, tal como la señora Vaughn le había exigido? No veía por qué razón habría de realizar cualquier tarea para una mujer que no sólo le había despedido sino que también le había dejado abandonado a su suerte, sin que le importara que se muriese. No obstante, cuando decidió marcharse, se dio cuenta de que el Lincoln sin combustible obstruía el sendero. La camioneta de Eduardo, que siempre estaba aparcada fuera de la vista (detrás del cobertizo de las herramientas, el garaje y la dependencia auxiliar del jardín), no podría pasar por el lado del seto mientras el Lincoln bloqueara el camino. El jardinero tuvo que trasegar con un sifón gasolina de la máquina cortacésped a fin de poner en marcha el Lincoln y devolver el coche abandonado al garaje. Pero, por desgracia, esta actividad no le pasó desapercibida a la señora Vaughn

La mujer se enfrentó a Eduardo en el patio, donde sólo el surtidor los separaba. La pileta de agua sucia era ahora tan desagradable como un estanque para pájaros en el que se hubiera ahogado un centenar de murciélagos. La señora Vaughn sostenía algo, un cheque, y el sufrido jardinero la miró cautelosamente. Renqueaba de costado, procurando que el surtidor estuviera siempre entre ellos, mientras la mujer empezaba a rodear el agua ennegrecida para ir a su encuentro

– ¿No quieres esto? -le preguntó la maligna mujercilla-. ¡Es tu última paga!

Eduardo se detuvo. Si iba a pagarle, tal vez se quedaría a recoger los jirones de pornografía. Al fin y al cabo, el mantenimiento de la finca de los Vaughn había sido su principal fuente de ingresos durante muchos años. El jardinero era un hombre orgulloso y aquella zorra en miniatura le había humillado. No obstante, pensó que si el cheque que le ofrecía era el de la última paga que recibiría de ella, la cantidad sería considerable

Con la mano extendida, Eduardo rodeó cautamente la fuente sucia y se aproximó a la señora Vaughn, la cual le permitió que lo hiciera. Había llegado casi ante ella, cuando la mujer hizo varios dobleces en el cheque y, cuando tuvo la forma aproximada de un barco, lo arrojó al agua turbia. El cheque cayó en la nauseabunda pileta. Eduardo se vio obligado a vadearla para recoger el cheque, cosa que hizo con nerviosismo

– ¡Vete a tomar por el saco! -le gritó la señora Vaughn. Nada más sacar el cheque del agua, Eduardo vio que la tinta se había corrido y no podía leer la cantidad ni la apretada firma de la señora Vaughn. Y antes de que pudiera salir del agua que hedía a pescado, supo, sin necesidad de mirar la altiva figura que se alejaba, que iba a dar otro portazo. El jardinero despedido secó el cheque nulo apretándolo contra los pantalones y se lo guardó en la cartera. No sabía por qué se molestaba. Eduardo dejó la escalera de mano en su lugar habitual, apoyada en la dependencia auxiliar del jardín. Vio un rastrillo que se había propuesto reparar, se preguntó por un momento qué debería hacer con él y lo dejó sobre la mesa de trabajo en el cobertizo de las herramientas. No le quedaba más que irse a casa, y se dirigía ya, renqueando lentamente, hacia su camioneta, cuando de repente vio las tres grandes bolsas para hojarasca que ya había llenado con los fragmentos de los dibujos rotos. Había calculado que los jirones restantes, cuando los hubiera recogido todos, podrían llenar otras dos bolsas

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