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Levantó los ojos del papel el bachiller y encontró los de Sancho tan encharcados en lágrimas, y exhalando sincopados hipidos, que fue necesario esperar un rato a que cobrase el aliento.

– ¡Lo que no hubiera dado por conocer a ese señor, que pudo escribir de sí mismo, como de los demás, sin afectarse! ¡Y cómo mi amo don Quijote hubiese pegado la hebra con él, siendo como parece que eran, de la misma carnada! Me ha parecido que tanto llegó este Cervantes a estimar a mi amo don Quijote, que se hubiera dicho que mientras aquél se moría en nuestro pueblo, se moría este Cervantes en Madrid, y que contando la muerte de don Quijote en el libro, estaba hablando de la suya en la misma realidad de su vida. Y como fui escudero de don Quijote, me habría gustado entrar a su servicio como criado. ¿No habéis notado que la realidad de don Quijote, muriendo, era la de este señor Cervantes, y que la muerte de don Quijote debió de ser como la suya?

– Así me lo ha parecido también a mí, y ello prueba que llegados a un punto, estando vivas, no hay mucha diferencia entre las cosas que suceden en los papeles y en la realidad, si se saben contar sin sacarlas de su quicio.

Entró en ese momento Juan de la Cuesta y Sansón Carrasco pidió al impresor licencia para copiar en una hoja, como él le había traspasado a Sancho las palabras de don Quijote cuando se marchó a ¡a ínsula, aquel prologuillo de Cervantes, por conservarlo siempre fresco en la memoria, sobre todo en los momentos de acabamiento y fatiga, y hasta que se publicara el nuevo libro.

No sólo se avino a ello Cuesta, sino que le entregó las mismas cuartillas escritas por Cervantes, por haber sido ya compuestas y corregidas, y no sólo eso, sino que quiso obsequiarles con sendos ejemplares de la Segunda Parte , y así entregó el de la mesa a Sancho y buscó otro, que dio al bachiller. Dobló éste con delicado tiento las cuartillas, las metió entre las páginas del libro como hostia sagrada, lo guardó en la faltriquera, dieron las gracias y se dispusieron a ir a la casa donde Cuesta les dijo hallarían a la mujer de Cervantes, Catalina de Salazar, a la sobrina de Miguel, Constanza de Ovando, y a Isabel de Saavedra, la hija bastarda que Cervantes había tenido con la mujer del mesonero hacía ya más de treinta años.

Antes de despedirse del impresor, preguntó el bachiller a Cuesta si recordaba el día exacto de la muerte de don Quijote, pero ése era un extremo del que no pudo informarles.

Llegaron en cinco minutos a la casa a la que les había encarrilado Cuesta. Al contrario que la que habían tenido hasta hacía bien poco en la calle de las Huertas, antigua y lóbrega, la nueva en la que vivían aquellas mujeres en la calle del León no era más luminosa, pero sí recién hecha.

Encontraron en el portal a una mujer que resultó serla del propietario de la casa, un escribano llamado Martínez.

– ¿Por quién vienen ustedes preguntando? ¿Las Cervantas? Es esa puerta.

No se les escapó a los dos amigos si drama que encerraba aquel sonsonete. Las Cervantas. Nada sabían, desde luego, de la dura -y larga brega de las hermanas de Cervantes, tantos años enredadas con los hombres y sus promesas, engañadas y engañantes, ni de los pesares de la bastarda Constanza, ella misma engañante y engañada, ni los de la bastarda Isabel, a quien tú la vida ni los hombres habían tratado mejor. Pero todo quedaba declarado en aquel… ¡las Cervantas!

Llamaron donde les había indicado la mujer del escribano, que no se recataba en mirar con descaro desde la calle las trazas de Sansón y Sancho Panza.

Salió a abrirles María, la criada. Doña Catalina, como la llamó, estaba en casa. En casa se encontraba también Constanza, sobrina de Cervantes, y no esperaban a Isabel, su hija. Mandaron a la criada a que la avisara. Tardaría unos minutos. Vivía allí al lado, en la calle Cantarranas.

Cuatro eran los aposentos que tenían alquilados al escribano Martínez, que en aquella misma planta baja tenía su escribanía. Aposentos angostos y tristes, sin confortes, con las paredes recién blanqueadas y desnudas. Se veía, desde la entrada, la puerta abierta de una cocina tenebrosa. La hedentina era grande. Olía toda la casa al bodrio que se cocía en un anafe y a vinagrillo, y parecían meterse dentro todos los ruidos de los coches y la grita que hacían de aquélla una de las calles más ruidosas de Madrid.

Les pasaron al que parecía principal aposento, uno con ventana a la calle, donde había un bufete, otro pequeño contador, sobre su mesa, y en la pared el retrato de un hombre viejo, de mirada melancólica, barba rala, boca sumida y nariz fina, corva y proporcionada, vestido de negro y con una lechugilla escarolada sin planchar. Planchadas, en su tabaque de mimbres blancas, una camisa blanca con puntas de randas y una basquiña de tela parda.

Se sentaron las tres mujeres y frente a ellas Sansón Carrasco y Sancho Panza. De alguna parte salió un gozque, cruce de mandarín y rata, cariñoso y alegre, que se puso a lamer las viejos zapatos de Sancho. Hubo que mandar a María a pedir una silla en la escribanía, porque no la había en casa. Nadie se arrancaba a hablar.

Catalina era una mujer de unos cincuenta años. Cincuenta, poco más o menos tendría Constanza. Las dos eran mujeres avejentadas, tristes, descoloridas. No entraba en aquella casa el sol por ninguna parte. Sancho, acostumbrado al aire libre, se ahogaba allí dentro. No le gustaba Madrid. Catalina vestía una saya negra y tocas negras. Tocas negras y una saya negra vestía también Constanza. Una era delgada, y la otra crasa. Catalina tenía la mirada vidriosa e inexpresiva de ciertas mujeres estériles. Constanza aún no había perdido los vestigios de su belleza, aquella primitiva lozanía que la hizo rodar entre los brazos de tantos hombres principales, nobles, ricos. Viendo juntas a las dos mujeres, se sabía que todo lo tenían hablado ya entre ellas, envidiado, reprochado y callado.

Expresó su pesar el bachiller Sansón Carrasco, en nombre propio y en el de Sancho, por la muerte de Cervantes.

Recogieron el duelo las mujeres con una leve inclinación de cabeza, y por hacer tiempo el bachiller quiso saber si aquella mesa era la misma en la que Cervantes solía trabajar. Sí era, respondieron las dos mujeres al unísono. La criada ni se molestó en la confirmación.

Llegó al fin Isabel. Era una mujer extraña, aventada, intemperante. Pequeña, delgada, vivaracha, de ojos alucinados y labios finos. Se desprendió de un capotillo pardo, y mostró su vestido, de un lujo algo ajado, con un corpiño de terciopelo azul, camisa alta y basquiña, así como un collar de perlas de dos vueltas. No era hermosa, y un atravesado e incontenible visaje azotaba su semblante haciéndole levantar una ceja y plegar el rincón de la boca.

Se asombró de ver a aquellos dos hombres de aspecto tan desigual en su casa. Los tomó por un alguacil y su criado. Se asustó; tenia pleitos por todos lados. Ya estaban todas.

– Me llamo Sansón Carrasco y éste es Sancho Panza, que sirvió como escudero a don Quijote.

Celebraron mucho las mujeres que hubieran venido a verlas, e Isabel de Cervantes quiso saber si también el señor Sansón Carrasco formaba parte de la historia que había contado su padre. Le sonaba el nombre de Sancho Panza, pero no el de Sansón Carrasco. No, no había leído aún el libro en el que su padre los había sacado. Había tenido otras cosas en que ocuparse, pero declaró que ya sentía ganas desde hacía tiempo de leer lo que tantos le ponderaban por todas partes. La conversación se envaraba. Sansón, después de algunas generalidades y menudear sobre las cosas del pueblo, cedió la palabra a Sancho, para que éste formalizara la donación de aquellos dineros que traía. Sancho les contó cómo leyendo la aprobación del licenciado Márquez Torres y conociendo los aprietos por los que atravesaba la vida de Cervantes y que se hallaba éste muy sin dineros, habían venido a traerle doscientos setenta ducados que don Quijote había dejado en su testamento para tal fin.

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